Francisco Fernández-Carvajal 08 de octubre de
2019
@hablarcondios
— La oración del Señor.
— Filiación divina y oración.
— Oración y fraternidad.
I. Los discípulos
veían muchas veces cómo Jesús se retiraba a solas y permanecía largo tiempo en
oración; en ocasiones, noches enteras. Por eso, un día –leemos en el Evangelio
de la Misa1–, al terminar el Maestro su oración, se dirigieron a Él y le
dijeron con toda sencillez: Señor, enséñanos a orar.
De labios de Jesús aprendieron entonces aquella
plegaria –el Padrenuestro– que millones de bocas, en todos los
idiomas, habrían de repetir tantas veces a lo largo de los siglos. Son unas
pocas peticiones –que el Señor enseñaría también en otras ocasiones, y quizá
por eso difieren los textos de San Lucas y de San Mateo2–
y un modo completamente nuevo de dirigirse a Dios. Hay en estas peticiones «una
sencillez tal, que hasta un niño las aprende, y a la vez una profundidad tan
grande, que se puede consumir una vida entera en meditar el sentido de cada una
de ellas»3.
La primera palabra que, por expresa indicación del
Señor, pronunciamos es Abba, Padre. Los primeros cristianos quisieron
conservar, sin traducirla, la misma palabra aramea que utilizó Jesús: Abba,
y es muy probable que así pasara a la liturgia más primitiva y antigua de la
Iglesia4. Este primer vocablo ya nos sitúa en el clima de confianza y
de filiación en el que nos debemos dirigir siempre a Dios. El Señor omitió
otras palabras –enseña el Catecismo Romano– «que podían causarnos al mismo
tiempo temor, y solo empleó aquella que inspira amor y confianza en los que
oran y piden alguna cosa; porque ¿qué cosa hay más agradable que el nombre del
padre, que indica ternura y amor?»5.
Esta palabra –Abba– utilizada por Jesús es la misma con la que los niños
hebreos se dirigen familiar y cariñosamente a sus padres de la tierra. Y fue
este el término elegido por Jesús como el más adecuado para invocar al Creador
del Universo: Abba!, ¡Padre!
El mismo Dios que trasciende absolutamente todo lo
creado está muy próximo a nosotros, es un Padre estrechamente ligado a la
existencia de sus hijos, débiles y con frecuencia ingratos, pero a quienes
quiere tener con Él por toda la eternidad. Hemos nacido para el Cielo. «A las
demás criaturas –enseña Santo Tomás de Aquino– les dio como donecillos; a
nosotros, la herencia. Esto, por ser hijos; al ser hijos, también
herederos. No habéis recibido un espíritu de esclavitud, para caer de
nuevo en el temor, sino un espíritu de hijos, que nos hace gritar Abba! ¡Padre! (Ef 3,
15)»6.
Cuando rezamos el Padrenuestro, y muchas veces a lo
largo del día, podemos saborear esta palabra llena de misterio y de
dulzura, Abba, Padre, Padre mío... Y esta oración influirá de
una manera decisiva a lo largo del día, pues «cuando llamamos a Dios Padre
nuestro tenemos que acordarnos de que hemos de comportarnos como hijos de Dios»7.
II. Mientras muchos
buscan a Dios como en medio de la niebla, a tientas, los cristianos sabemos, de
modo muy particular, que Él es nuestro Padre y que vela por nosotros. «La
expresión “Dios-Padre” no había sido revelada nunca a nadie. Moisés mismo,
cuando le preguntó a Dios quién era, escuchó como respuesta otro nombre. Pero a
nosotros este nombre nos ha sido revelado por el hijo»8.
Cada vez que acudimos a Él, nos dice: Hijo mío, tú estás siempre
conmigo, y todo lo mío es tuyo9.
Ninguna de nuestras necesidades, de nuestras tristezas, le deja indiferente. Si
tropezamos, Él está atento para sostenernos o levantarnos. «Todo cuanto nos
viene de parte de Dios y que al pronto nos parece próspero o adverso, nos es
enviado por un Padre lleno de ternura y por el más sabio de los médicos, con
miras a nuestro propio bien»10.
La vida, bajo el influjo de la filiación divina,
adquiere un sentido nuevo; no es ya un enigma oscuro que descifrar, sino una
tarea que llevar a cabo en la casa del Padre, que es la Creación entera: Hijo
mío, nos dice a cada uno, ve a trabajar a mi viña11.
Entonces la vida no produce temores, y la muerte se ve con paz, pues es el
encuentro definitivo con Él. Si nos sentimos en todo momento así, hijos,
seremos personas de oración; con esa piedad que dispone a «tener una voluntad
pronta para entregarse a lo que pertenece al servicio de Dios»12.
Y nuestra vida servirá para tributar a Dios gloria y alabanza, porque el trato
de un hijo con su padre está lleno de respeto, de veneración y, a la vez, de
reconocimiento y amor. «La piedad que nace de la filiación divina es una
actitud profunda del alma, que acaba por informar en todos los pensamientos, en
todos los deseos, en todos los afectos»13.
Lo llena todo.
El Señor, a lo largo de toda su vida terrena, nos
enseña a tratar a nuestro Padre Dios. En Jesús se da ese trato y afecto filial
hacia su Padre en grado sumo. El Evangelio nos muestra cómo, en diversas
ocasiones, se retira lejos de la multitud para unirse en oración con su Padre14,
y de Él aprendemos la necesidad de dedicar algunos ratos exclusivamente a Dios,
en medio de las tareas del día. En momentos especiales ora por Sí mismo; es una
oración de filial abandono en la voluntad de su Padre Dios, como en Getsemaní15 y
en la Cruz16. En otras ocasiones ora confiadamente por los demás,
especialmente por los Apóstoles y por sus futuros discípulos17,
por nosotros. Nos dice de muchas maneras que este trato filial y confiado con
Dios nos es necesario para resistir la tentación18,
para obtener los bienes necesarios19 y
para la perseverancia final20.
Esta conversación filial ha de ser personal, en el
secreto de la casa21;
discreta22; humilde, como la del publicano23;
constante y sin desánimo, como la del amigo importuno o la de la viuda
rechazada por el juez24;
debe estar penetrada de confianza en la bondad divina25,
pues es un Padre conocedor de las necesidades de sus hijos, y les da no solo
los bienes del alma sino también lo necesario para la vida material26.
«Padre mío –¡trátale así, con confianza!–, que estás en los Cielos, mírame con
compasivo Amor, y haz que te corresponda.
»—Derrite y enciende mi corazón de bronce, quema y
purifica mi carne inmortificada, llena mi entendimiento de luces
sobrenaturales, haz que mi lengua sea pregonera del Amor y de la Gloria de
Cristo»27. Padre mío..., enséñanos y enséñame a tratarte
con confianza filial.
III. La
oración es personal, pero de ella participan nuestros hermanos. El recogimiento
y la soledad interior no son obstáculo para que, de algún modo, los demás
hombres estén presentes mientras oramos. El Señor nos enseñó a decir Padre
nuestro, porque compartimos la dignidad de hijos con todos nuestros
hermanos.
Padre nuestro. Y el
Señor ya nos había dicho28 que
si en el momento de orar nos acordáramos de que uno de nuestros hermanos tenía
alguna queja contra nosotros, debíamos primero hacer las paces con él. Entonces
aceptaría nuestra ofrenda.
Tenemos derecho a llamar Padre a Dios si tratamos a
los demás como hermanos, especialmente a aquellos con quienes nos unen lazos más
estrechos, con los que más nos relacionamos, con los más necesitados..., con
todos. Porque si alguno dice: amo a Dios, pero aborrece a su hermano,
escribe San Juan, miente. Pues el que no ama a su hermano, a quien ve,
no es posible que ame a Dios, a quien no ve29.
«No podéis llamar Padre nuestro al Dios de toda bondad –señala San Juan
Crisóstomo–, si conserváis un corazón duro y poco humano, pues, en tal caso, ya
no tenéis en vosotros la marca de bondad del Padre celestial»30.
Cuando decimos a Dios: Padre nuestro no
le presentamos solamente nuestra pobre oración, sino también la adoración de
toda la tierra. Por la Comunión de los Santos sube ante Dios
una oración permanente en nombre de la humanidad. Oramos por todos los hombres,
por los que nunca supieron orar, o ya no saben, o no quieren hacerlo. Prestamos
nuestra voz a quienes ignoran o han olvidado que tienen un Padre todopoderoso
en los Cielos. Damos gracias por aquellos que se olvidan de darlas. Pedimos por
los necesitados que no saben que tienen tan cerca la fuente de las gracias. En
nuestra oración vamos cargados con las inmensas necesidades del mundo entero.
En nuestro recogimiento interior, mientras nos dirigimos a nuestro Padre Dios,
nos sentimos como delegados de todos los que padecen necesidad, especialmente
de aquellos que Dios puso a nuestro lado o a nuestro cuidado.
También nos será de gran consuelo considerar que cada
uno de nosotros participa de la oración de todos los hermanos. En el Cielo
tendremos la alegría de conocer a todos aquellos que intercedieron por
nosotros, y también la cantidad incontable de cristianos que ocupaban nuestro
lugar cuando nos olvidábamos de hacerlo, y que de este modo nos han obtenido
gracias que no hemos pedido. ¡Cuántas deudas por saldar!
La oración del cristiano, aunque es personal, nunca es
aislada. Decimos Padre nuestro, e inmediatamente esta invocación
crece y se amplifica en la Comunión de los Santos. Nuestra oración
se funde con la de todos los justos: con la de aquella madre de familia que
pide por su hijito enfermo, con la de aquel estudiante que reclama un poco de
ayuda para su examen, con la de aquella chica que desea ayudar a su amiga para
que haga una buena Confesión, con la de aquel que ofrece su trabajo, con la del
que ofrece precisamente su falta de trabajo.
En la Santa Misa, el sacerdote reza con los fieles las
palabras del Padrenuestro. Y consideramos que, con las diferencias
horarias de los distintos países, se está celebrando continuamente la Santa
Misa y la Iglesia recita sin cesar esta oración por sus hijos y por todos los
hombres. La tierra se presenta así como un gran altar de alabanza continua a
nuestro Padre Dios por su Hijo Jesucristo, en el Espíritu Santo.
1 Lc 11,
1-4. —
2 Cfr. Mt 6,
9 ss. —
3 Juan
Pablo II, Audiencia general 14-III-1979. —
4 Cfr. W.
Marchel, Abba! Père. La prière du Christ et des chrétiens,
Roma 1963, pp, 188-189. —
5 Catecismo
Romano, IV, 9, n. 1. —
6 Santo
Tomás, Sobre el Padrenuestro, en Escritos de Catequesis, p.
126. —
7 San
Cipriano, Tratado de la oración del Señor, 11. —
8 Tertuliano, Tratado
sobre la oración, 3. —
9 Lc 15,
31. —
10 Casiano, Colaciones,
7, 28. —
11 Mt 20,
1. —
12 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 8, a. 1, c. —
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 146. —
14 Mt 14,
23; Lc 6, 12. —
15 Cfr. Mc 14,
35-36. —
16 Cfr. Mc 15,
34; Lc 23, 34-36. —
17 Cfr. Lc 22,
32; Jn 17. —
18 Cfr. Mt 26,
41. —
19 Cfr. Jn 4,
10; 6, 27. —
20 Cfr. Lc 21,
36. —
21 Mt 6,
5-6. —
22 Cfr. Mt 6,
7-8. —
23 Cfr. Lc 18,
9-14. —
24 Cfr. Lc 11,
5-8; 18, 1-8. —
25 Cfr. Mc 11,
23. —
26 Cfr. Mt 7,
7-11; Lc 11, 9-13. —
27 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 3. —
28 Cfr. Mt 5,
23. —
29 1
Jn 4, 20. —
30 San
Juan Crisóstomo, Homilía sobre la puerta estrecha.
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