ELÍAS PINO ITURRIETA 12 de septiembre de 2024
Juan Vicente Gómez gobierna con mano férrea. Por lo menos a partir de 1913, impone un sistema de muertes, prisiones y mortificaciones sin cuento. No existen entonces la piedad, ni la solidaridad, ni los más simples sentimientos de humanidad en el tratamiento de los opositores. Los que se atreven a disentir, aun cuando formen parte del clan, están condenados a durísima cárcel o a trabajos forzados, a torturas meticulosas o a la muerte. La Rotunda, el Castillo de Puerto Cabello y el reclusorio de Las Tres Torres, por ejemplo, son evidencias de un terror generalizado ante el cual la sociedad se muestra dócil.
Para
entrar a la cárcel no se necesita sino una orden del Benemérito, o de sus
procónsules y amigos. No se precisa ninguna fórmula legal, ni la participación
de la autoridad judicial. Simplemente un mandón ordena el ingreso a las
ergástulas y ni siquiera se establece con anterioridad la duración de la pena.
Hasta cuando resuelvan arriba, indefinidamente. Es común que los cautivos
lleven grillos, algunos de los cuales llegan a pesar sesenta libras. La comida
es un rancho asqueroso que administra el alcaide, quien generalmente se
enriquece negociando con el alimento a costa de la salud de los presos.
En
pequeños calabozos conviven numerosos seres humanos, engrillados la mayoría,
sin mayores posibilidades de movimiento por lo reducido del espacio. Algunos
comparten el mismo eslabón de la cadena y deben moverse aparejados, hasta para
cumplir las necesidades fisiológicas. Muchos cubículos permanecen
«encortinados», es decir, en total penumbra debido a que están clausurados los
boquetes que permiten la entrada de luz o de ventilación. Es usual el régimen
de «matraqueo», que consiste en aislamiento transitorio sin abandonar el breve
espacio del calabozo.
En
oficinas especiales o en calabozos aislados, con frecuencia ocurren sesiones de
interrogatorio y mortificación. Para que el preso cante sus verdades se
pregunta en retahíla diez o doce horas, sin interrupción. Aparte de lo
fatigante del procedimiento, el cuestionario se adereza con salvajes torturas
como la aplicación de golpizas con peinillas y garrotes de madera o con látigos
cuyas puntas llevan plomos y fragmentos de piedras afiladas. Muchos son
colgados de los testículos hasta perder el conocimiento, o sometidos al martirio
del «tortol», especie de cordón con piezas de madera que flagela el miembro
viril y sus adyacencias. No pocos reciben palizas con objetos contundentes en
las plantas de los pies, hasta el extremo de quedar baldados.
Los
casos sin redención reciben un tratamiento peculiar, cuyo destino es la muerte.
Son envenenados con pócimas mezcladas con el rancho o haciéndoles consumir de
manera intermitente raciones de vidrio molido. No hay médico forense que
determine los motivos de estos fallecimientos, por supuesto.
Lo que
sucede en los presidios se conoce en la calle. Es común que se trasmitan las
versiones sobre horrores ocurridos recientemente en La Rotunda y en el
Castillo, que algún prisionero puesto en libertad muestre la marca de los
grillos o el testimonio de la tortura. Pero las historias de tanta inhumanidad
solo provocan obediencia. Apenas un limitadísimo sector de la sociedad
manifiesta su repulsa frente a la barbarie entronizada. La mayoría de los
venezolanos de la época es un sumiso rebaño de vasallos.
Cuando
la gente pasa por Maracay, donde está la residencia del tirano, guarda
respetuoso silencio. Cuando el Benemérito sale de su fortaleza para visitar
otros lugares, los ciudadanos están pendientes de reverenciarlo. Se descubren
la cabeza cuando pasa su comitiva o mantienen religiosa actitud ante el padre
todopoderoso. Aparte de espiarse a la recíproca o de concebir el salvajismo
como un suceso corriente, la colectividad omite reacciones susceptibles de
reflejar incomodidad o una preocupación genuina ante el hecho de tener un
equipo de verdugos como cabeza visible.
Todos
los venezolanos acompañan entonces en silencio al diseñador de la camisa de
fuerza y a su rueda de atroces tejedores. Es una conducta colectiva que
parece no existir en nuestros días o tal vez esté equivocado.
ELÍAS
PINO ITURRIETA
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