José Luis Farias 11 de noviembre de 2024
@fariasjoseluis
A
partir del 16 de octubre de 1962, el mundo quedó suspendido sobre un abismo, en
un equilibrio precario que amenazaba con disolverse en cualquier instante. Fue
un juego de poder, pero no un juego ordinario, sino uno cuyo precio sería el
fin de la civilización. Durante esos trece días de octubre, la humanidad entera
contuvo el aliento, temiendo que un choque entre las dos superpotencias
—Estados Unidos y la Unión Soviética— desatara una guerra nuclear.
La crisis de los misiles soviéticos en Cuba no es solo un episodio más de la Guerra Fría; es el punto crítico, el momento exacto en que la lógica de la destrucción mutua llegó a su paroxismo. La historia comienza con una fotografía tomada por un avión espía estadounidense, un U-2, que revela instalaciones de misiles nucleares en Cuba. Este descubrimiento desató el pánico en el corazón del gobierno estadounidense: los soviéticos habían desplegado misiles nucleares a apenas 90 millas de las costas de Florida, capaces de alcanzar buena parte de Estados Unidos. La amenaza no era abstracta, no se trataba de una posibilidad lejana; era una bomba de tiempo plantada en el umbral de América.
Kennedy
y su equipo de asesores se encontraban atrapados en una disyuntiva mortal. Ante
ellos se abrían dos caminos, ambos plagados de peligros. Por un lado, atacar de
inmediato las instalaciones en Cuba, eliminando la amenaza a riesgo de una
guerra total con la Unión Soviética. Por otro, buscar una salida que les
permitiera evitar la catástrofe sin dejar de responder a la amenaza de Moscú.
En cualquier caso, sabían que la elección que hicieran podía llevar al mundo a
la aniquilación nuclear. “No había duda, era un juego de poder en el que cada
movimiento llevaría al borde de la aniquilación nuclear”, escribe Michael Dobbs
en One Minute to Midnight, capturando la intensidad de esos días en los que la
paz, frágil e inestable, era un hilo que pendía sobre un vacío oscuro.
Y sin
embargo, lo que quedó en la memoria de la gente no fue el miedo visceral al
apocalipsis, ni el suspense agónico de los trece días que sacudieron al mundo,
sino un relato más sencillo y reconfortante: una historia en la que un
presidente norteamericano, con aplomo y determinación, resolvió la crisis de
los misiles en Cuba y, gracias a su diplomacia inquebrantable, evitó un
desastre global. La narrativa heroica de un líder que, enfrentado a la mayor
amenaza de su tiempo, no se dejó intimidar, sino que, con serenidad, supo
conducir al mundo a puerto seguro.
Pero
la historia real es mucho menos limpia, mucho menos heroica de lo que nos gusta
recordar. Como advierte Sheldon M. Stern en The Cuban Missile Crisis in
American Memory: Myths versus Reality”: “El mito del heroísmo de Kennedy frente
a un enemigo implacable ha ensombrecido los complejos matices diplomáticos de
la situación.” Esta versión edulcorada no solo es simplista, sino peligrosa.
Kennedy no era un estratega perfecto ni un titán diplomático; fue un hombre
atrapado en una red de dilemas insalvables, un líder rodeado de asesores
divididos, algunos de los cuales urgían a una acción militar inmediata mientras
otros, aterrados ante la idea de la guerra nuclear, buscaban alternativas
desesperadas. Durante la crisis, cada decisión se tomó en la incertidumbre, en
la oscuridad y en medio de un miedo palpable.
En
realidad, la resolución de la crisis no fue un triunfo absoluto de la
diplomacia americana, sino el resultado de concesiones ocultas y pactos
secretos. La “victoria” estadounidense, celebrada como un logro de la firmeza
de Kennedy, fue en gran parte fruto de una negociación silenciosa y ambigua, en
la que ambas partes cedieron más de lo que querían admitir. Khrushchev, desde
Moscú, aceptó retirar los misiles de Cuba, pero a cambio Kennedy accedió a
retirar los misiles que Estados Unidos había instalado en Turquía, una
concesión que se mantuvo en secreto y que, durante años, permaneció invisible
en el relato oficial.
Así,
lo que la memoria colectiva nos ha legado como un momento de valentía y certeza
fue, en verdad, una serie de decisiones titubeantes, de errores y retrocesos,
de miedo y de dudas. La crisis de los misiles en Cuba no fue la historia de una
victoria clara; fue la historia de una paz frágil, de una diplomacia marcada
por el miedo a la destrucción mutua y por el deseo desesperado de evitar la
guerra a cualquier costo.
Hoy,
con la distancia de los años, podemos ver esa crisis no como el triunfo de una
potencia sobre otra, sino como un recordatorio de la fragilidad de nuestra
supervivencia en un mundo donde el poder nuclear es capaz de borrar la
civilización en un instante. La paz que surgió tras esos trece días no fue un
logro de héroes infalibles; fue, más bien, el resultado de la renuncia a la
locura, del reconocimiento de que la guerra nuclear no podía ser ganada, de
que, al final, la única victoria posible era la de evitar la catástrofe
La
Casa Blanca: El abismo en el despacho oval
En las
entrañas de la Casa Blanca, la tensión se espesa como niebla: la amenaza de los
misiles soviéticos en Cuba ha colocado a John F. Kennedy y a su círculo más
cercano de asesores en una encrucijada que ningún libro de estrategias
militares o tratados diplomáticos puede resolver del todo. Cada miembro del
ExComm —ese selecto grupo de altos funcionarios que ahora debaten el destino
del mundo— parece tener su propia receta para enfrentar la crisis, desde una
invasión militar total hasta una solución diplomática. Cada opción tiene sus
riesgos y sus defensores apasionados, reflejando no solo la diversidad de
perspectivas, sino también la presión brutal que supone decidir el futuro en el
filo de un cuchillo.
El
presidente, presionado por sus asesores militares, se debate entre la
contundencia y la prudencia, consciente de que una agresión directa podría
desatar una guerra nuclear. El bloqueo naval, un término intermedio entre la
acción y la diplomacia, comienza a perfilarse como una opción viable: una
medida que envía un mensaje firme a Khrushchev sin precipitar una confrontación
directa. “Para Kennedy, el bloqueo naval no solo era una medida de disuasión,”
afirma el historiador Michael Dobbs, “sino un aviso de que Estados Unidos
estaba dispuesto a actuar.” A medida que se intensifican las deliberaciones, la
posibilidad de un bloqueo cobra peso, aunque no sin dudas y riesgos.
Mientras
tanto, fuera de esas paredes blindadas, el mundo aún ignora la inminencia del
desastre. En las horas críticas que siguen a la confirmación de los misiles en
Cuba, Kennedy y su equipo discuten en secreto sus opciones, conscientes de que
cualquier error podría arrastrarlos a la destrucción nuclear. En este mar de
presiones, emergen los “halcones” y las “palomas,” cada cual enarbolando sus
propios argumentos y advertencias, cada cual con una visión distinta de cómo se
debe manejar la amenaza.
La
reticencia de Khrushchev a ceder aumenta la tensión: es una partida de ajedrez,
con piezas que bien podrían explotar en cualquier movimiento. Y Kennedy, quien
se inclina finalmente por el bloqueo naval, sabe que no es una decisión libre
de peligro, sino una apuesta por el tiempo, una última carta para intentar
contener el conflicto y abrir espacio a la negociación.
El
Kremlin: La Paz al Borde
Desde
Moscú, Nikita Khrushchev veía el mundo como una partida de ajedrez en la que
cada movimiento debía estudiarse con precisión milimétrica. No se trataba de
una simple demostración de fuerza o de una provocación vana, sino de una
respuesta firme a la amenaza constante de Estados Unidos. El tablero de juego
era la geopolítica mundial y, en ese contexto, colocar misiles en Cuba tenía un
mensaje claro: la Unión Soviética no se doblegaría ante el poderío
norteamericano, no dejaría que Washington dictara las reglas sin resistencia.
“La distancia de apenas 90 millas entre Cuba y Estados Unidos transformaba
cualquier acción en un acto de equilibrio sobre el abismo”, como recordaría
años después Nikolai Leonov, oficial del KGB, en su obra “Crisis de los Misiles
en Cuba: Una mirada desde Moscú”. Cada movimiento en un juego de supervivencia,
es un equilibrio sobre el abismo.
Mientras
Khrushchev y sus estrategas afinaban el plan en el Kremlin, en La Habana Fidel
Castro reforzaba su propio discurso de resistencia, un discurso que no era solo
eco de Moscú, sino la voz de una revolución que se había ganado a pulso su
derecho a existir. La paz que Castro defendía no era esa paz del sometimiento o
de la calma tensa; era, más bien, una paz que nacía de la dignidad intacta, de
la soberanía defendida a toda costa. Los misiles en su territorio no eran
capricho ni una temeridad: eran el símbolo de una resistencia, de un desafío a
la amenaza constante que representaba el vecino del norte. Para Castro, la paz
implicaba mantener la revolución en pie, la decisión de un pueblo de vivir bajo
sus propias reglas.
En
aquellos días de octubre de 1962, la tensión crecía a cada minuto. Estados
Unidos se enfrentaba a la realidad de que un enemigo al que consideraba lejano
se encontraba, de pronto, casi a las puertas de su casa. La respuesta del
presidente Kennedy fue medida y prudente: optó por un bloqueo naval en lugar de
un ataque directo, intentando dar a la diplomacia una última oportunidad. Desde
Washington, la situación se seguía con cautela, con los líderes conscientes de
que cualquier movimiento podía llevar al mundo a una guerra nuclear.
Mientras
tanto, en Moscú y La Habana, el juego continuaba con un silencio cargado de
electricidad. Los discursos de Khrushchev y Castro tenían en común algo
fundamental: ambos líderes, desde sus trincheras ideológicas, compartían la
idea de que la paz no era el mero cese de la guerra; era, ante todo, la
afirmación de la soberanía y de la dignidad. En la visión soviética, instalar
misiles en Cuba era una jugada defensiva, la respuesta inevitable a la
presencia de misiles estadounidenses en Turquía, a las bases militares
norteamericanas en Europa, a ese cerco que parecía reducir cada vez más el
margen de maniobra del Kremlin. En la mirada de Castro, esos mismos misiles
eran un seguro de vida, la única garantía de que la Revolución cubana
sobreviviría frente a un enemigo que ya había intentado derrocarlo en Bahía de
Cochinos en abril de 1961. “La presencia de misiles en Cuba -reitera Castro
años después- no era una agresión, sino un acto legítimo de defensa ante las
amenazas constantes de Estados Unidos.”
Mientras
tanto, Kennedy y Khrushchev, sin embargo, sabían que esa paz que defendían
podía quebrarse en cualquier momento. La crisis de los misiles era un punto de
no retorno, una prueba definitiva de quién estaba dispuesto a sostener su
posición hasta el final. Y en esos días, la paz era, más que nunca, un
equilibrio sobre el abismo, una línea delgada que separaba la vida de la
destrucción.
El
Hilo Invisible de la Paz
En
octubre de 1962, la paz mundial colgaba de un hilo, un hilo frágil y casi
invisible, sostenido por las decisiones inciertas y temerosas de dos líderes
que, a miles de kilómetros de distancia, libraban una partida de ajedrez que
decidiría el destino de la humanidad. Kennedy, desde Washington, y Khrushchev,
desde Moscú, se enfrentaban en un juego de cálculo y nervios, conscientes de
que cualquier paso en falso podía desencadenar una guerra nuclear. Fue entonces
cuando Kennedy tomó la arriesgada decisión de ordenar un bloqueo naval a Cuba:
una maniobra que no buscaba atacar directamente, sino ganar tiempo y evitar la
confrontación. Sin embargo, esta medida, concebida como un intento de
contención, tenía sus propios riesgos. La posibilidad de un choque accidental
con los barcos soviéticos era real y estremecedora.
El
bloqueo naval, una respuesta menos agresiva que el ataque militar que algunos
asesores de Kennedy reclamaban, parecía una medida intermedia que expresaba
tanto la cautela como la determinación del presidente estadounidense. No era
una declaración de guerra, pero tampoco un gesto vacío. Para Kennedy, era una
forma de trazar una línea, de advertir a Khrushchev sin lanzarse de lleno al
conflicto. Sin embargo, la línea entre la paz y la guerra era ahora tan delgada
que bastaba un simple malentendido para arrastrar a ambas potencias a una
catástrofe nuclear.
Mientras
el bloqueo se hacía efectivo, el mundo observaba con el corazón en un puño.
Cada movimiento de la flota estadounidense, cada decisión tomada en Moscú,
tenía el peso de un juicio final. Las embarcaciones soviéticas se acercaban a
la línea de cuarentena establecida por Estados Unidos, y en ese momento parecía
que el destino del mundo dependía de la voluntad de dos hombres que apenas se
conocían y que, sin embargo, se veían obligados a medir la disposición del otro
para ceder o avanzar.
En
Moscú, Khrushchev también enfrentaba sus propios dilemas. Sabía que la retirada
de sus barcos sería vista como una muestra de debilidad, un gesto que podría
interpretarse como un retroceso. No obstante, desviar sus naves era una opción
que, aunque costosa, podía evitar un enfrentamiento directo con la flota
estadounidense. Pero el problema persistía: los misiles nucleares seguían en
Cuba, armados y listos, una amenaza latente que mantenía el equilibrio sobre el
abismo.
Aquel
tenso juego de espera y cálculo, de despliegues y concesiones inciertas,
reflejaba la extraña naturaleza de la Guerra Fría: una paz armada que pendía de
decisiones tomadas en cuestión de segundos, en las que los líderes de ambas
potencias se encontraban atrapados entre el miedo a una guerra apocalíptica y
la presión de no parecer débiles ante el enemigo.
Kennedy,
atrapado entre las recomendaciones de sus asesores militares y su propio deseo
de evitar el conflicto, se aferraba a la idea de que el bloqueo podría darle el
tiempo necesario para una negociación. En tanto, Khrushchev seguía midiendo
cada movimiento, tratando de evaluar hasta qué punto Estados Unidos estaba
dispuesto a llegar para eliminar la amenaza en Cuba. La paz pendía de un hilo
extremadamente delgado, uno que dependía de un equilibrio de fuerza, paciencia
y diplomacia.
Mientras
los barcos soviéticos avanzaban hacia la línea de cuarentena, el mundo entero
contuvo el aliento. Parecía que el destino del planeta dependía de ese momento
de tensión extrema, de un instante en que el más mínimo error podía ser la
chispa que desataría la guerra nuclear. La paz era tan frágil que bastaba un
malentendido, una provocación no intencionada, un movimiento en falso. Esa paz
tensa, sostenida por el miedo y la prudencia, por la obstinación de dos hombres
atrapados en una espiral de poder y amenaza, es quizá el mayor legado de la
crisis de los misiles. Fue el recordatorio de que el equilibrio mundial, en la
era nuclear, era una paz suspendida sobre el abismo, un hilo invisible y frágil
que, al final, dependía de la voluntad de no precipitarse, de renunciar a la
locura.
La
construcción del mito
La
visión de Sheldon M. Stern, historiador adscrito de la Biblioteca John F.
Kennedy de 1977 a 1999, se enfrenta a la memoria oficial de la crisis. La versión
dominante en Estados Unidos, ampliamente difundida por los discursos de la
época, los libros de texto y los medios de comunicación, presenta a John F.
Kennedy como el líder que salvó al mundo, enfrentándose cara a cara con Nikita
Khrushchev, y, con una mezcla de inteligencia y valor, evitando que la guerra
nuclear estallara. En este relato, la diplomacia estadounidense emerge como
inquebrantable y triunfante, y la figura de Kennedy se eleva a la de un héroe.
Esta visión, sin embargo, ha sido constantemente amplificada y simplificada
para servir a un propósito mayor: la construcción de una narrativa nacional que
presenta a Estados Unidos como un campeón de la paz y la justicia.
Pero
Stern nos invita a cuestionar esta imagen construida, a desafiar lo que parece
ser una interpretación clara y unívoca de los eventos. Porque, si algo no puede
decirse de la Crisis de los Misiles, es que fue clara o sencilla. No se trató
de una confrontación donde solo hubo victorias y derrotas. En sus decisiones,
Kennedy no solo gestionó la presión interna de una sociedad en plena Guerra
Fría, sino que también tuvo que hacer frente a las complejidades y los dilemas
de una situación extremadamente incierta, con información muchas veces
contradictoria y decisiones que, en algunos casos, fueron tomadas sin una
comprensión total de las implicaciones. Por ejemplo, pocos recuerdan que uno de
los elementos más cruciales en la resolución de la crisis fue la promesa
secreta de Kennedy de retirar los misiles estadounidenses de Turquía, un gesto
que no formó parte del relato público, pero que fue clave para desactivar la
tensión con la URSS.
La
crisis de octubre se presenta hoy como una batalla ganada por Kennedy, no solo
contra los soviéticos, sino contra los miedos de la humanidad misma. Pero, como
todo mito, esta versión de los hechos oculta tanto como revela. En primer
lugar, el relato heroico no hace justicia a las tensiones internas dentro del
gobierno de Kennedy, que estuvieron marcadas por la incertidumbre y el temor.
La verdad es que el presidente y su equipo no sabían a ciencia cierta cuáles
eran los movimientos de Khrushchev ni cuáles eran las verdaderas intenciones de
la URSS. En lugar de enfrentarse a un oponente claramente definido, Kennedy
lidió con un laberinto de suposiciones, presiones internas y señales ambiguas.
En
segundo lugar, la narrativa oficial ignora las concesiones que fueron
necesarias para evitar una guerra nuclear así como el rol de la presión pública
y el manejo de la imagen internacional de ambos líderes. Al retirar los misiles
de Turquía, Kennedy dio una victoria diplomática secreta a los soviéticos, algo
que se omitió deliberadamente del relato público para no dañar la imagen de
invulnerabilidad de Estados Unidos. Esta omisión es clave para comprender la
verdadera naturaleza de la crisis: fue una negociación, no un enfrentamiento
unívoco. De hecho, la falta de esta parte de la historia contribuye a que hoy
veamos a Kennedy no como un hombre que gestionó una crisis de manera complicada
y arriesgada, sino como un líder infalible que resolvió todo con maestría.
Los
mitos y la política
Michel
Foucault, el filósofo e historiador francés, nos ofrece una crítica aún más
radical sobre el reduccionismo histórico . Para Foucault, la simplificación
histórica no solo ignora las estructuras sociales y políticas, sino que también
elimina las dinámicas de poder que las atraviesan. “La historia no puede ser
reducida a un conjunto de causas directas”, sostiene Foucault, “debe considerar
las dinámicas de poder y los discursos que moldean las sociedades”. Los mitos
que han surgido en torno a la crisis de los misiles tienen implicaciones mucho
más allá de la memoria histórica dada su complejidad. Como argumenta Stern,
estos mitos han sido utilizados estratégicamente para reforzar la imagen de
Estados Unidos en el mundo, especialmente durante la Guerra Fría. La narrativa
de la victoria limpia sobre la URSS ayudó a consolidar la posición moral de
Estados Unidos frente al bloque soviético. Pero este relato también distorsionó
las verdaderas dinámicas de poder y las complejidades políticas que subyacían
en las decisiones de ambas naciones.
Al
mismo tiempo, estos mitos también han influido en la política estadounidense
posterior. Al presentar la crisis como una “victoria” sin concesiones, se dejó
de lado la importancia de las negociaciones secretas y el carácter táctico de
la resolución. En la memoria colectiva, el episodio se convirtió en un ejemplo
de la superioridad de la diplomacia estadounidense, una imagen que no solo fue
reconfortante para la nación, sino que también alimentó una visión
unidimensional de los líderes soviéticos, cuyo papel en la crisis fue más
complejo y ambiguo de lo que se ha dicho.
Stern
nos llama a una revisión profunda y matizada de la memoria histórica de la
crisis. Para comprender de manera más completa lo que sucedió durante esos
trece días de octubre, es necesario revisar los registros de los debates
internos en el gobierno de Kennedy, los informes de inteligencia, y los
documentos no clasificados que arrojan luz sobre la incertidumbre que marcó la
toma de decisiones. En lugar de rendirse a una visión simplificada y
complaciente, la historia debe ser contada de manera más honesta, reconociendo
las dificultades, las equivocaciones y las concesiones que formaron parte de la
resolución de la crisis.
La
memoria histórica, nos recuerda Stern, no debe ser un refugio para la
idealización o la manipulación, sino una herramienta para entender la
complejidad del pasado y sus implicaciones para el presente. Solo al desafiar los
mitos podemos acercarnos a una visión más rica, más completa y, sobre todo, más
verdadera de los eventos que definieron el curso de la Guerra Fría.
En
última instancia, la Crisis de los Misiles en Cuba no fue una simple victoria
estadounidense; fue un ejemplo de las tensiones y los sacrificios que la
diplomacia puede exigir. Y la memoria de ese momento, si queremos que sea fiel
a la realidad, debe dejar atrás los héroes y villanos, y abrazar las
complejidades que definen la historia de los hombres.
La actual
situación mundial, marcada por una competencia entre potencias y narrativas
simplificadas que incluyen vientos de guerra, recuerda cómo los mitos de la
crisis de los misiles distorsionaron las verdaderas dinámicas de poder y las
complejidades de la diplomacia. Hoy, como entonces, necesitamos una memoria
histórica que rechace visiones unilaterales y busque entender las decisiones y
concesiones detrás de cada conflicto internacional o nacional.
José
Luis Farias
@fariasjoseluis
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