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sábado, 20 de octubre de 2012

La victoria imperfecta



Boris Muñoz 19 de Octubre, 2012

¿Cómo crees que será el resultado de las elecciones?”, le pregunté a P V, el conductor que me llevó de Maiquetía a Caracas dos semanas antes del 7-O. Habíamos transitado juntos varias veces esa ruta matizando el tráfico con animados debates sobre el único tema los venezolanos tenemos en común desde hace demasiado tiempo: la política. P V es un férreo opositor al gobierno, por lo cual su respuesta podía resultarme en cierto grado previsible. “Por todo lo que he oído y visto, creo que le ganamos a Chávez 80 a 20 legal”, sentenció sin dejar lugar a la duda. Cuando dos semanas después P V me buscó para llevarme al aeropuerto, le repetí la pregunta, aunque esta vez conjugada en pretérito: “¿Cómo viste el resultado electoral?”. Pensé que escucharía una amarga perorata sobre el robo de votos y las trampas electrónicas del gobierno, pero P V dejó clara su posición con un lacónico: “Nos ganaron”. Para mí, la más sorprendente de las respuestas de P V no fue su fantasiosa predicción de una victoria arrolladora, sino la sencilla asunción de la derrota.

Esa ductilidad expresa un hecho novedoso. Por dura que haya sido la derrota para la oposición, perder forma parte de la normalidad democrática. Sin embargo, esta nueva normalidad es una moneda de dos caras. Una cara se caracteriza por dos rasgos singulares. El primero es la despolarización parcial de la sociedad expresada en la alta votación. La segunda es la asimilación del continuismo chavista. “Nos ganaron” implica reconocer que hay buenas razones para el triunfo de Chávez (desde los programas sociales, hasta su liderazgo personal y la capacidad de movilización de votantes el día de la elección). Esto lleva a concluir que el 7-O no fue el Día de la Bestia y que el país sobrevivió para seguir cargando a cuestas con sus problemas, como el hombre de la Emulsión de Scott carga el pesado bacalao. Esta cara de la normalidad puede ser un viento refrescante para la política venezolana, sofocada por el discurso pugnaz y la intolerancia hacia quienes disienten o simplemente piensan diferente.

Sin embargo, la nueva normalidad muestra otra cara con rasgos agraviantes para el juego democrático. Aunque no haya habido fraude en el proceso de votación y escrutinio, el descarado ventajismo oficialista le resta transparencia y méritos al resultado. Aunque Chávez no ofreció nada nuevo, ganó encaramado en las razones ya mencionadas. Pero también lo hizo usando recursos del Estado para crear un ventajismo prácticamente imbatible, apelando al temor de los más desprotegidos de la sociedad a perderlo todo y controlando en buena medida al árbitro que esta vez mostró una complicidad activa con el atropello constante a las reglas del juego electoral. El gobierno trato de hacer pasar todo esto como algo normal. Pero no hay nada de normal en estas tretas y ardides execrables . Los venezolanos no deben admitir la normalización del manipuleo de reglas y condiciones de la competencia electoral, pues vuelven el juego tan disparejo que el resultado termina siempre empañado por la duda. En particular, la oposición tiene el reto de impugnar esta situación y lograr un CNE más balanceado que le permita competir en términos adecuados y hacer creíble los resultados. Esa es una tarea inmediata que puede lograrse sobre la base de una legitimidad ganada contra todo obstáculo. De lo contrario, el sistema electoral colapsará por la fuerza de la paradoja: que haya un ganador predeterminado acaba con la posibilidad de elegir. Como lo estableció Adam Pzeworski, la democracia es un juego basado en la incertidumbre electoral. Si una parte de la población cree que uno de los competidores controla al árbitro o que los resultados están predeterminados, nos alejamos de la democracia.

Nada de esto debe impedir un examen a fondo de la actuación de Henrique Capriles Radonski y la Mesa de la Unidad. Nadie puede regatearle méritos a su mística y entrega como candidato. Le dio identidad a una oposición que hasta ahora se definía por una negación: ser anti-chavista. Esto fue patente ya desde agosto cuando sus seguidores comenzaron a definirse como caprilistas y a usar la gorra tricolor como un símbolo de pertenencia. Capriles, sin las dotes oratorias de su rival, creó un discurso propio y una forma de transmitirlo. Desarrolló también un ágil juego de cintura para esquivar los ataques e invectivas de Chávez, haciendo que se revirtieran contra éste como por efecto bumerán. A lo largo de casi toda la campaña Capriles fijó la agenda de temas logrando colocar a Chávez en una esquina defensiva y obligándolo a prometer más eficiencia.

Chávez debió bailarle pegado, como quien dice, y hasta tuvo que cantar bajo la lluvia para no quedar como un mero actor de reparto en la campaña. Él mismo reconoció que el ritmo de Capriles lo obligó a salir más de lo previsto de Miraflores, en alusión a su recuperación del cáncer. Tenía más claro que nadie que era demasiado lo que había en juego. Es lo que llamé estrategias de combate aikido para dirigir la fuerza del atacante en su contra. Con esto no le regateo méritos a un talante de líder excepcional, simplemente subrayo la astucia de Capriles para comprender cómo enfrentar a su contrincante. Pero el curso de la campaña hizo también evidente que Chávez y su oferta política pierden terreno de manera considerable y constante. Su victoria fue imperfecta, aunque como buen publicista y absolutista él se empeñe en proclamar lo contrario. “Hay una victoria clara pero para el ganador el resultado no ofrece un mensaje claro. Considerando toda la ventaja con que compitió, cualquier resultado debajo de 10 puntos de ventaja hubiese equivalido a una desaprobación. Chávez gana en el límite cuando esperaba una ventaja mayor para hacer avanzar el estado comunal. Su posición es buena pero no suficiente para celebrar”, me comentó la historiadora Margarita López Maya.

Algo de eso sentí al pasar revista a las caras reunidas en el Comando Carabobo la noche del domingo 7 de Octubre. A pesar de conocer ya el resultado, del elenco alineado de izquierda a derecha, solo Diosdado Cabello parecía gozoso. El rostro de José Vicente Rangel era el de un jugador de póker, pero los de Darío Vivas y Aristóbulo Istúriz traslucían preocupación. En los días previos a la elección, algunos chavistas afirmaban que Chávez superaría a Capriles por entre 13 y 15 por ciento, otros daban una ventaja reducida entre 6 y 8 por ciento. En ese sentido, fueron más realistas que los miembros de la Mesa de la Unidad, quienes una semana antes, tras los bastidores de la marcha de la Avenida Bolívar, expresaban la euforia de los descorchadores de botellas sobre la base de una ventaja de entre dos y 6 por ciento, supuestamente sólida, supuestamente irreversible.

El viernes de la víspera, a la entrada de un hotel donde se celebraba una reunión de la oposición que se suponía de muy petit comité, me tropecé literalmente con un prominente jerarca de la MUD. En un breve intercambio le pregunté cómo iban los números de Capriles. “Estamos entre 5 y 6 puntos arriba”, me respondió. Como en esas situaciones y muchas otras mi naturaleza me vuelve impertinente. “¿No hay algo de triunfalismo en su apreciación?”, le pregunté. El jerarca me reprochó airadamente poner en duda en su propia cara lo que me decía. Le ofrecí una disculpa sincera pero sin dejar de aclararle que las experiencias pasadas contribuían a reforzar el escepticismo. Hablando de caras, lo que más me sorprendió de la del jerarca fue que a pesar de lo agrio de su reclamo su rostro fuera solo una máscara sin expresión alguna.

Más allá de las anécdotas está el asunto medular. A pesar de ofrecer una enorme ganancia neta para la oposición, la campaña de Capriles tuvo unos pocos e importantes fallos que es preciso reconocer. El primero es haber sobreestimado su crecimiento solo sobre la base de encuestas que ofrecían perspectivas halagadoras sobre factores especulativos e impresiones no cuantificables. Esas encuestas suponían que los electores indecisos favorecerían casi unánimemente al candidato opositor. Quienes debían tener los pies más en la tierra estaban en las nubes. A partir de ahí la campaña opositora se volvió una caja de resonancia.

Sobre este equívoco se desarrolló una campaña publicitaria paralela para persuadir a los factores de opinión de que el auge de Capriles sobrepasaría a Chávez y su maquinaria. Era cierto que el impulso acompañaba a Capriles, pero también que en las últimas tres semanas de campaña Chávez hizo un esfuerzo titánico por frenar ese ascenso. Este error de apreciación se puso de manifiesto en el acto de cierre chavista. El comentario dominante ante los miles de autobuses que colmaron las calles y avenidas de Caracas fue que transportaban a una grey misionera que había viajado largas horas obligada, comprada o jalada bajo amenaza. Eso puede ser cierto en alguna medida. Sin embargo, la verdadera demostración de fuerza no eran las miles de franelas rojas que, con obediencia de soldadesca pero espíritu de carnaval, acompañaron a su líder bajo el aguacero de ese día. En realidad, el dato más relevante eran los miles de autobuses que trancaron la ciudad, pues probaban no solo una gran movilización sino también una meticulosa organización. En el bando opositor se hizo sentir la falta de una movilización a fondo que permitiera mover las bases electorales de todos partidos y grupos electorales de la Mesa de la Unidad. En ese sentido, el señalamiento de Capriles sobre la falta de campañas paralelas, no solo es revelador sino preocupante.

A pesar de que ahora esas falencias se pongan de bulto, aun así nada garantizaba remontar los 10 puntos de ventaja que obtuvo Chávez. No hay duda que la movilización y el líder fueron factores críticos. Pero el crecimiento económico, por el alto precio del petróleo y el gran endeudamiento, que provocaron una expansión del consumo en los sectores populares, fue un importante aliado del gobierno. Este factor había sido ponderado repetidamente por los grandes bancos en Nueva York que, basándose en estas variables, daban a Chávez una ventaja rotunda. Si un votante está relativamente satisfecho con su economía personal será reacio cambiar el estado de las cosas. Si su bolsillo está vacío tratará de echar abajo las puertas del palacio. Chávez gastó buena cantidad del oro de su bolsa en la movilización del voto a través del aumento del gasto público. Esta vez ganó. Sin embargo, los efectos secundarios del crecimiento artificial de la economía se harán sentir más temprano que tarde y podrían llevarlo a tener que implementar el odioso paquete de ajustes  -llámenlo neoliberal o periodo especial – que, según él, su contrincante hubiera implementado en el caso de ganar. Esos mismos bancos neoyorquinos que anunciaron su victoria predicen que si estos correctivos no son llevados a cabo en breve, la economía venezolana colapsará en no más de un par de años.

Los jerarcas de la campaña y el mismo Capriles cometieron otra pifia al esquivar a toda costa un enfrentamiento más personal entre los dos líderes. Chávez no consiguió el cuerpo a cuerpo que buscaba con Capriles para -en su fantasía de bravucón camorrero- aplastarlo y pulverizarlo. Pero quizás habría convenido que el flaquito lo bailara más de cerca e incluso le conectara un par de jabs, así recibiera uno que otro manotazo. Las dos ocasiones más claras para hacerlo fueron durante la semana negra de agosto. Las inundaciones en Sucre, la caída del puente de Cúpira y el incendio de Amuay dejaron al desnudo la incompetencia y la falta de planes de contingencia eficientes para disminuir el impacto de las tragedias. Aunque resulta pusilánime explotar la desdicha con fines políticos –cosa que Chávez si ha hecho hasta la saciedad en función continuada desde el deslave en 1999 pasando por las inundaciones en 2010 hasta Amuay en 2012-, lo medular es que estos eventos fueron una ilustración clara del ruinoso estado en que se encuentran muchas cosas en el país y que Capriles denunció hasta la saciedad en sus recorridos pueblo por pueblo. Lo congruente habría sido señalarlos de forma más contundente. Otra situación que no se abordó con suficiente profundidad fue el asesinato de tres activistas de oposición en Barinas. A pesar de que estos jóvenes dieron su vida por la causa opositora, arrastrados por el fragor de la campaña, ni el candidato ni la dirigencia de la MUD confrontaron a Chávez todo lo que debían por estos crímenes políticos ni le rindieron a estos mártires el debido homenaje. Aunque en este caso la oposición optó por no hacer bulla para que sus adeptos no sintieran miedo de asistir a sus manifestaciones, en un ámbito más amplió fue vaga para enfrentar las amenazas e intimidaciones que Chávez perifoneaba a diestra y siniestra. Le faltó imaginación y arrojo. Finalmente, Capriles tampoco hizo todo lo que debía por exponer algo bastante obvio para cualquier observador: el probado desfase entre la prédica de Chávez, sus logros como mandatario y el estilo de vida de sus principales operadores con respecto al pueblo desposeído que claman representar. El camino del progreso, pasa también por la identificación clara de la senda que hay que dejar atrás.

A pesar de que a esas alturas era poco lo que se podía a hacer, las distracciones, omisiones y errores de cálculo aluden tanto a cierto voluntarismo opositor como a una subestimación de la maquinaria chavista. Estas cosas yuxtapuestas añaden otro lastre al resultado y muestran a una oposición que no termina de conocer a su adversario ni tampoco a sí misma.

Con todo, la evaluación que Capriles y la MUD hagan de la candidatura y la campaña, no debe ser un mea culpa, sino un examen a conciencia. Hubo puntos débiles pero sobre todo muchos aciertos que colocan a la oposición en un lugar inédito en 14 años y en buena medida la comprometen frente a los electores que los respaldaron. Interesantemente, Capriles y la MUD quedan a cargo de 45% de quienes votaron el 7-O. No hay mayorías absolutas, sino un país dividido en dos toletes casi iguales que están unidos por la voluntad de resolver sus diferencias.

Sin embargo, un examen de esa naturaleza no es cosa que pueda despacharse en un conciliábulo de un par de días. Primero hay que pasar por la previsible desmoralización producto del resultado y la depresión que sigue a la efervescencia. En los días que vienen se encontrará el lugar de cada cosa y eso debería llevar a entender que la campaña de Capriles ha sido la espina dorsal de un nuevo momento político.

Una visión crítica de la candidatura, podría comenzar por la revisión de los límites del discurso empleado durante la campaña. Capriles demostró una disciplina espartana y un compromiso ritual con su causa, pero el guión que lo llevó al famoso “in crescendo” tenía límites. Aunque había que mantener el entusiasmo en las filas opositoras, también era necesario una alta dosis de realismo. Por ejemplo decir con toda claridad que además de mantener las misiones y mejorarlas, urge en Venezuela una reconstrucción institucional. El mensaje de Capriles era el progreso pero la precondición para éste es la reconciliación. Reconciliar pasa por limpiar el ámbito político del personalismo, el abuso de poder y la corrupción. Capriles consiguió darle forma a este mensaje y hacerlo creíble, en virtud de la amplia sed de renovación moral en el país, pero le faltó tiempo para proyectarlo.

Obsesionado consigo mismo, Chávez centró su discurso en la unidad pueblo-líder, entendiendo al pueblo como el cuerpo de la nación y al líder como su corazón y su cerebro. Chávez así lo hizo porque sabe de sobra como hacer saltar los resortes melodramáticos del pueblo venezolano, en buena medida reflejos condicionados por un rancio patriotismo. Por eso su oferta fue muy concreta: no importa que el país se esté cayendo, lo que importa es que sigan conmigo, porque yo soy la patria y los que quieran patria que vengan conmigo. De allí que haya promovido la ficción de su potencial muerte como la muerte del pueblo. La oposición, por su parte, tenía la tediosa pero imprescindible tarea de contrarrestar esa narrativa. Para ello debía tomar al asunto por los cuernos y recordarle a los votantes la inmoralidad y el ventajismo que enfrentaba. No se puede negar que Chávez sigue cautivando a un sector grande de la población más pobre. Pero una cosa es competir contra un dirigente declinante aunque todavía fuerte y otra muy distinta sumar a ese liderazgo el descomunal aparato propagandístico y la masa de recursos proveniente de la renta petrolera puesta a su total disposición para captar votantes y movilizarlos. De nuevo, había que recordar que no se competía en condiciones normales. Había que recordar, digo, que la lucha democrática es también una lucha de resistencia contra una autocracia. Y esto debe ser así hasta que el paisaje de fondo haya cambiado.

Una consecuencia natural de una derrota es el reflujo de movilización. Hay gente que hará sus maletas para marcharse del país, pero siempre será una fracción pequeña de los 6.500.000 de venezolanos que votaron por Capriles. La oposición debe lamer sus heridas con paciencia, como recomienda el verso de un poeta colombiano. Acto seguido tiene que asumir los retos del presente inmediato.

Conservar la unidad es el mayor desafío hasta nuevo aviso. El oficialismo ha pretendido minar la alianza opositora diciendo que se trata de un saco de gatos. Ostensiblemente, la unidad es la verdadera bestia negra para el chavismo, puesto que es la única forma en que la oposición ha logrado recortar una distancia significativa.

Pero al mismo tiempo la alianza opositora debe constituirse como una fuerza política con contenido propio y diferenciado para promover el debate sobre la gestión de gobierno y presentar políticas públicas mejor concebidas que las de Chávez. Debe hacerse más competitiva y atractiva. Solo así se logrará consolidar la afiliación de dos millones de nuevos votos que causó la figura de Capriles. De ahora en adelante el cobre debe batirse en las agendas, en la redacción de políticas y leyes, y en la denuncia de la lepra de la corrupción.

Los desafíos de Capriles son diferentes. Ya logró encontrar una voz para conectarse con un público. Es la figura nacional que no era hace cuatro meses y logró no solo venir de atrás en una carrera muy dispareja sino llegarle muy cerca a la presidencia. En síntesis, ha unido a la oposición tras de sí dándole voz, cuerpo y rostro. Ahora necesita darle sustancia a su propuesta política aterrizándola en la realidad y alejándola del juego maniqueo del pensamiento mágico planteado por Chávez. La era Chávez se caracterizó por mostrar la realidad de los venezolanos que fueron olvidados por sus élites: él los reconoció y les dio significado a sus vidas, prometiéndoles vengarlos y recuperar el igualitarismo que ha sido una fuerza conductora en buena parte de la historia venezolana. Aunque las élites que aun conservan buena parte del poder económico del país han comenzado asumir su responsabilidad en el desmadre que condujo al reinado de Chávez, es necesario dar ese debate de una vez por todas para poder ampliar el terreno del disenso que permita a largo plazo la construcción de un nuevo contrato social.

En ese sentido, Capriles tiene la tarea de hacer valer el voto opositor evitando que Chávez haga caída y mesa limpia como es su costumbre. En el terreno del liderazgo ideológico, si Capriles es realmente un político de centro izquierda tiene que probarlo demostrando una mejor comprensión de los problemas estructurales de Venezuela. A partir de allí necesita plantear su propia agenda con soluciones que vayan a la raíz de esos problemas. De esa manera podrá situarse más allá de las coyunturas inmediatas y competir políticamente, sea dentro de seis años o ante cualquier imprevisto ocasionado por la salud de Chávez.

Lo mejor del resultado del 7-O fue el 82 por ciento de participación electoral. Una enorme masa crítica de venezolanos se movilizó por la democracia. Pongo el acento en la palabra crítica, porque es una masa dispuesta defender electoralmente sus preferencias. Ese es el recado más claro del proceso electoral. Ahora, esos venezolanos deben mantenerse movilizados para articular propuestas desde el seno de la sociedad civil y demandar de su gobernante un ejercicio del poder menos retórico y más eficiente. Pero también hay que entender que la sociedad se muestra marcadamente dividida en dos opciones políticas. De la porción electoral conquistada por la oposición se desprende otro mandato evidente: para hacer viable al país es indispensable reconocer que hay un enorme sector de la sociedad que quiere un país diferente. Si cualquier sociedad estuviera compuesta por 45 por ciento de oligarcas y burgueses, como dice parte del chavismo, de la oposición, no estaríamos en el planeta Tierra sino en Marte o en Júpiter. El empeño de Chávez de estigmatizar a ese 45 por ciento, recuerda el desprecio de Mitt Romney por el 47 por ciento del electorado que lo adversa. Para Romney y para Chávez, casi la mitad de la población son rémoras que impiden el avance del neoliberalismo y la revolución, respectivamente. Es obvio que Chávez debe abandonar el discurso del antagonismo maniqueo que sembró un virtual apartheid político (ésa fue siempre una monserga oportunista y superficial que medró del resentimiento atomizado en toda la sociedad venezolana). Aunque dio resultados en su momento, hoy está agotado y en vía al fracaso. En suma, el gobierno debe dejar de verse al ombligo y promover la inclusión y el protagonismo no solo social sino también político. Hay incluso sectores dentro del chavismo que ya lo han pedido. Pero que Chávez acate ese anhelo es cuestión de ver para creer. Mientras tanto, la victoria perfecta solo existirá en el delirio.

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