Por Golcar
Rojas, 03/12/2014
Como es
habitual luego del cambio de huso horario inventado por el difunto, en
Venezuela, por estas épocas de fin de año, a las seis y media de la tarde
ya es noche y, a las siete el cielo está negro como boca de lobo.
Para quien no
está acostumbrado a circular por las carreteras en horas nocturnas, no es fácil
esquivar los huecos y los policías acostados que no cuentan con la más mínima
señalización y que proliferan sin necesidad de riego.
Esa noche, el
cielo estaba nublado y la luna en cuarto creciente no se veía. Esto, sumado a
la total ausencia de iluminación en las vías y falta de un efectivo pintado de
la carretera, hacían de la vía una segura guillotina. Y si, a todo esto, le
sumamos el cansancio producido por la angustia y tensión de no saber si
conseguiríamos donde poner gasolina, la hora y pico que estuvimos sofocados en una
cola para repostar el combustible y una pequeña falla que estaba presentando
nuestro carro que hacía que por momentos se ahogara y corcoveara, pues todo nos
aconsejaba que buscásemos un sitio donde pasar la noche, reposar el estrés,
descansar y continuar el viaje al día siguiente.
Afortunadamente,
nos detuvimos en esa estación de gasolina de La Morita y colocamos los 30
litros que nos permitieron. Después de esa, pasamos unas cuantas que estaban
cerradas y, de no haber colocado allí, habríamos tenido que hacer como vimos en
una gasolinera: aunque el lugar estaba fuera de servicio, a sus puertas ya
había una fila de autos que se quedaron sin combustible en el camino al no
encontrar gasolineras abiertas y no tenían más remedio que pernoctar allí
a esperar que en algún momento de la noche o a la mañana siguiente, abrieran el
sitió y pudieran repostar.
Fuimos
afortunados y, por eso mismo, decidimos no tentar más la suerte. Debíamos
encontrar un lugar para dormir y descansar.
Entramos a un
extraño, lúgubre y solitario hotel de carretera que parecía no haber sido
terminado de construir. Subimos unas amplias escaleras estilo italiano, de
madera, hasta la recepción y consultamos con un señor moreno, el único ser vivo
que se apreciaba en metros a la redonda, si disponía de habitación.
Luego de su
afirmativa respuesta, solicitamos verla. Era una pieza en la que no coincidía
una funda de almohada con la otra ni la sábana y el forro de la cama. Mucho
menos tenían parecido éstas con las de la cama vecina y las cobijas se
notaban viejas, con flores desteñidas. Las paredes desconchadas y el piso
manchado. El baño con baldosas manchadas de moho.
Me senté en una
de las camas para probar el colchón. Total, lo que queríamos era dormir.
–¡No la
arrugue! –Gritó nervioso el moreno–. Si ven la cama arrugada piensan que
alquilé la habitación y me la cobran.
Me paré de un
brinco. Y traté de alisar la sábana pasando la mano por encima.
Pero lo que
hizo finalmente que desistiéramos de rentar la covacha, fue cuando vi el
diminuto aire acondicionado que tenía. No pasaba los 12 mil btu y en Caja Seca,
tierra de calor húmedo y sofocante, eso eraindicio de pasar una noche de
acalorado insomnio y amanecer más cansados de lo que ya estábamos.
El moreno nos
dijo que más adelante había un hotel más familiar y con piscina, que fuéramos a
ese que estaba a unos 15 minutos. Dimos las gracias y marchamos.
Previendo que
el lugar no contase con un restaurante donde tomar algo, paramos y en Fito’s
Burguer, –un carrito de arepas, perros calientes y hamburguesas, a orillas de
la carretera–. Nos comimos una hamburguesa mixta de pollo y carne, con todo,
incluyendo parásitos y amebas porque ¡hay que ver el tobo de pintura en el que
lavaban las verduras!
“Cenamos” por
doscientos bolívares y seguimos rodando por la oscura carretera. Por fin,
después de pasar unas cuantas fuera de servicio, vimos una gasolinera abierta.
Rellenamos el tanque para no tener que hacerlo en la mañana en una larga cola y
seguimos.
Una alcabala,
casi a la salida de la gasolinera:
–¿De dónde
vienen los señores? Sonó la voz del Guardia Nacional en la penumbra a través de
la ventanilla.
–De San
Cristóbal.
–Aquí huele a
gasolina –dijo en un tono como insinuando que podíamos andar cargando
combustible ilegalmente. Parece que nos vio cara de “bachaqueros”.
–Claro,
acabamos de llenar el tanque allí.
Abrió la puerta
trasera del carro, iluminó el interior con su linterna y nos permitió seguir
sin más preguntas ni insinuaciones.
Por fin
encontramos el “Hotel familiar” del que nos habló el moreno. Un sitio pequeño
con entrada de tierra y granzón. Rodeado por una reja y coronado por cerca de
alambre electrificado.
Un señor con
camisa desabotonada y panza al aire, con mirada un podo perdida apareció del
fondo.
–¿Tendrá
habitación disponible?
El hombre
balbuceaba sin saber si decir que sí o que no. Me miraba a mí que me había bajado
del carro para hablarle y miraba hacía el vehículo con desconfianza. Finalmente
dijo algo que asumí como un “sí”.
–¿Podemos
verla?
Quitó el
candado de la reja corrediza y empujó para dar paso al auto. Yo seguía parado
mientras Cristian metía el carro en el terreno pedregoso que fungía de
estacionamiento. Mientras lo hacía, el hombre con la mirada cada vez más de
loco y tono de voz que demostraba que estaba tan asustado de recibirnos como
nosotros de estar allí, me dijo:
–Entren rápido
para cerrar porque hace ratico vino un loco a pedir habitación –hablaba mirando
a los lados para asegurarse de que el hombre no estaba por allí–. Estaba todo
sudado y dijo que era un estudiante. Pa’mí que era uno de los presos esos que
se fugaron.
–¿De los 43 de
Santa Teresa del Tuy?
–Ajá. Cuando le
dije que no tenía habitación me dijo que le diera un sitio con techo donde
pasar la noche. Le dije que no podía porque el dueño estaba aquí.
La habitación
estaba limpia y el baño impecable. El aire acondicionado funcionaba a
perfección. Ya eran las once de la noche. Teníamos 12 horas de viaje y no
podíamos más con nuestras almas. Pagamos los 400 bolívares que costaba el
cuarto y el hombre agarró de una estantería dos cobijas enrolladas. Las miró
dudoso. No parecía estar muy convencido de darnos esas. Tomó las que estaban
desordenadas sobre la que, evidentemente, era su cama. Las levantó en el aire y
las olió y dijo:
–Estas están
mejor.
–No se preocupe
–dije tomando las enrolladas con rapidez–, Con estas nos apañamos. ¿Estará
seguro el carro allí?
–A menos que
aparezca el loco y le tire piedras… era muy raro ese tipo. Menos mal que allí
tengo a dos que llegaron hoy…
Caminamos a la
habitación y decidimos pegar la pesada litera de madera de pino contra la
puerta. Si alguien –el tipo que no se sabía si era un loco sudado o un preso
fugado– quería entrar, con esa tranca no podría.
Tomamos una
ducha con agua helada. Las cobijas de la duda tenían un tamaño como para
Barbie, al igual que las sábanas. Encendimos el televisor para distraernos un
rato y dormir relajados. El sitio es tan “Familiar” que al hacer zapping,
aparecieron desbloqueados los canales pornográficos de Direct TV. “Me
tiré a mi padrastro blanco” ponía en inglés el título de una de las películas.
Apagamos el aparato y agotados nos dormimos.
Al día
siguiente nos paramos. Salimos apurados y tomamos de nuevo la carretera. En un
mercado de “microempresarios” socialistas desayunamos cuatro empanadas
chiclosas y dos jugos rancios por el “precio justo” de 160 bolívares, todo. En
el pueblo de El Venado nos detuvimos a tomarle fotos a los bustos de Bolívar y
Chávez que parecen tratarse de tú a tú en el pedestal del centro de la plaza.
Un lugareño,
tirando verdes para recoger maduras, al vernos haciendo fotos a los bustos nos espetó:
–Yo estoy
cobrando por eso.
–¿Cobrando por
qué? Dije.
–Por las fotos.
Yo soy el que cuida la plaza.
–Estás clarito.
Dije. El tipo sonrió y siguió su camino.
Unos
motorizados con cara de pocos amigos hicieron que apurásemos la labor y
pusiéramos pies en polvorosas.
A eso de la una
de la tarde, cruzábamos el Puente sobre el Lago que, a esa hora, tenía
encendido su alumbrado eléctrico en un país donde el gobierno nos culpa a los
ciudadanos de no ahorrar energía.
Hicimos en 26
horas el viaje de San Cristóbal a Maracaibo que en condiciones normales no
debería durar más de cinco o seis horas.
Un paseo para
celebrar la unión y el reencuentro familiar termina convertido en una crónica
del miedo. La fiesta deviene en el horror de no saber nunca quién es quién.
Todos tememos de todos porque todos sabemos que de cualquier pretina de
pantalón puede saltar el arma que nos apuntará. Cosas y formas de vivir que nos
ha legado al morir ese hombre que en un pedestal de plaza pretende tutearse con
El Libertador.
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