Por Claudio Nazoa
La genialidad es como la
fama, mientras más la buscas, menos la consigues.
Leonardo Padrón… perdón, él
no, quise decir, Leonardo Da Vinci, nació genio. Es increíble que inventara
cuánta cosa imposible podamos pensar. Y ¿quién le enseñó? Nadie. Él nació así.
Yo no me imagino enamorado
de una genio como madame Marie Curie, ganadora del Premio Nobel de Física en
1903 y de Química en 1911.
—Marie, mi amor. Hazme una
arepita.
—Claudio –diría Marie
mientras escribe en una pizarra– arepa al cuadrado por mantequilla sobre
diablito elevado a la potencia de queso dividido entre el café, uno para ti y
otro para mí, da igual a… ¡Nooo, mi amorrrr! ¡Prepara tu vaina que yo estoy
ocupada!
Pero dejemos a Marie Curie y
hablemos de Albert Einstein, quien casose con Mileva Maric, una brillante
colega matemática, bastante feíta por cierto, de quien se dice lo ayudó a
elaborar su famosa ecuación que nadie entiende: E = m.c2.
Einstein, obstinado de su
matrimonio, le propuso a su esposa un divorcio con cláusulas más brillantes que
su incomprensible fórmula. Leamos esa maravilla:
“Deberás asegurarte de
mantener mi ropa y la del hogar en buen estado. De servirme tres comidas en mi
habitación. De mantener mi dormitorio y el estudio limpios, y debe quedar
claro que mi mesa de trabajo es para mi uso exclusivo.
“Renunciarás a cualquier
tipo de relación personal conmigo en la medida en que no sean estrictamente
necesarias por razones sociales. En concreto, renunciarás a sentarte en casa
junto a mí y a pasear o viajar juntos.
“Tendrás en cuenta los
siguientes puntos: no mantendremos relaciones íntimas ni me reprocharás nada.
Dejarás de hablarme si yo te lo pido. Abandonarás mi dormitorio o estudio
inmediatamente y sin protestar, si te lo pido. Además, te comprometerás a
no menospreciarme delante de nuestros hijos, ya sea con palabras o hechos”.
Su esposa no aceptó.
Entonces, Einstein, seguro de que jamás le darían el Premio Nobel, le propuso
que si algún día lo ganaba, le entregaría completo el dinero del premio a
cambio del divorcio. Lo asentaron en acta y firmaron. Su suerte duró poco. En
1921 llegó el Nobel, y tuvo que entregarle a su ex mujer lo que hoy
representarían 260.000 euros.
Aunque no soy Einstein, hice
como él, para que mi esposa me diera el divorcio.
—Si firmas, y algún día me
gano el Nobel, el dinero del premio será tuyo.
—Entonces moriré vieja,
casada y limpia –replicó.
—¿Y si me lo gano?
13-06-16
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