MIBELIS ACEVEDO DONÍS 15 de mayo de 2017
A
expensas del desenfreno del poder en Venezuela -tanto, que a veces cuesta
divisar oportunidades en la afirmación de Julien Freund, “mientras haya
política, el enemigo sigue siendo humano”- y en contraste con la iluminación de
notables camaradas, no deja de sorprender la regresión de algunas figuras
emblemáticas del chavismo: antes, y a pesar de sus apegos, aparentemente
movidas por el reconocimiento de la institucionalidad, el respeto natural por
la vida: ahora, burócratas ganados por la idea de que el fin justifica los
medios, arrastrados por la centrífuga que los planta en el lado oscuro. Allí
los vemos llevados por impulsos cada vez más deformes, más pasmosos, estampa de
esa irrealidad que es atributo de lo infernal, como diría Borges: pareciera que
ni aún la muerte de compatriotas logra sacudir cierta secuestrada psiquis, como
si la tragedia recurrente, las bajas en el terreno del cosificado contrario
sólo apilasen motivos para la desensibilización progresiva. ¡Maldad!, claman
algunos: y no les falta razón. Hybris, la desmesura –ese temerario afán por
vulnerar límites, el desprecio por el espacio personal de otros que adquiere
monstruosa vista cuando se asocia a la falta de autocontrol- podría estar dando
pistas de que la maldad política está ganando terreno como nunca antes en
nuestra historia.
Son
los corolarios del fanatismo. Hace daño deliberado y deshumaniza al adversario
quien primero ha perdido la pista de su propia humanidad. Esa merma de la
capacidad para conectar con el otro, la anulación de la más básica empatía, de
la compasión; esa nada íntima, ese anestesiamiento ante la crueldad, es parte
sin duda del proceso de doblez de la conciencia que va procurando la
ideologización, la propaganda asentada en el sesgo cognitivo, la identificación
del distinto como enemigo. El mal, en fin, formando parte ineludible de nuestra
compleja naturaleza, adquiere un rostro menos abstracto cuando surge como
problema político: en especial si el sistema carece de contrapesos que lo
contengan.
Nos
topamos acá con dos conceptos capitales de la obra de Hanna Arendt, siempre
útiles a la hora de diseccionar los espinosos infiernos del hombre. Por un
lado, el “mal radical” -el horror totalitario propio del siglo XX- referido a
la serie de prácticas que llevadas a cabo por el nazismo propendieron a la
aniquilación de la singularidad, la muerte de la persona física, jurídica y
moral. Por otro lado, la “banalidad del mal”, fenómeno que explica el
nacimiento de ese burócrata-victimario, ese nuevo criminal que acepta, obediente,
el plegarse a los intereses de “orden y autoridad” de la hegemonía y hacer daño
por encargo, sin que medie en ese proceso la resistencia ética para cuestionar
órdenes o el temor a que el futuro pueda ser diferente.
De esa
gradual desconexión de la conciencia se van cebando los parámetros de los
agentes de estos regímenes, quienes hechizados por las posibilidades de una
maldad no-moral como forma de dominio, optan por despachar el estorbo del
sentido común, la prerrogativa de la vida humana. La eliminación de un enemigo
cosificado, entonces, deja de representar un conflicto para quienes lo
combaten; y mientras un “bien mayor” se convierte en complaciente coartada,
toda “audacia” es válida. En sintonía con ese pensamiento, en Venezuela vemos
por estos días no sólo a gobernantes desentendidos del trance, retozando sobre
una tarima mientras río arriba el aire se vuelve irrespirable por las
lacrimógenas; o diputados que con turbia sonrisa amenazan con entrenar
militarmente a civiles del PSUV para lanzarse sobre opositores “violentos”,
mientras lo cierto es que en las manifestaciones cada vez más y más jóvenes se
suman a una mortífera estadística; también se nos revelan escenas atroces en
las que funcionarios de los cuerpos de seguridad del Estado arremeten contra
personas indefensas, sin que el gusanillo del daño irreparable logre contener
la embestida. Ni hablar de la tortura de toda índole, las detenciones
arbitrarias, el terror, las desapariciones, el suplicio que espera a los
insurrectos: la ordalía, pues, el triunfo de lo irracional. “Son órdenes”: y la
frase presta paraguas, aséptico refugio, sedante contra el ocasional dolor,
caja fuerte donde la circunstancia sepulta toda responsabilidad personal. Una
desmedida maldad que se les hace irrelevante si la “anormalidad”, la guerra,
así lo exige.
Vadeando
campos arrasados por la cultura del odio, la negación de la otredad, Lucifer se
pasea con ropajes ambiguos. ¿Cómo conjurarlo? ¿Qué podría convencer al régimen
de que su gesta siembra polvorines suicidas, cuando al parecer sólo ve en la
conmoción una oportunidad para imponerse? Menudo infierno: el reconocimiento de
ese absurdo, no obstante, sólo puede llevarnos a combatirlo. Reflexión vs
paroxismo: la fuerza creciente de quienes entendemos que la maldad política no
tiene por qué gobernarnos ni poseernos, es signo de que la razón siempre
ofrecerá precioso broquel contra los demonios. No lo olvidemos.
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