Francisco Fernández-Carvajal 10 de marzo de
2020
@hablarcondios
— Identificar en todo
nuestra voluntad con la del Señor. Corredimir con Él.
— Ofrecimiento del
dolor y de la mortificación voluntaria. Penitencia en la vida ordinaria.
Algunos ejemplos de mortificación.
— Mortificaciones que
nacen del servicio a los demás.
I. Jesús habla por
tercera vez a sus discípulos de su Pasión y Muerte, y de su Resurrección
gloriosa, mientras se encamina a Jerusalén. En un alto del camino, cerca ya de
Jericó, una mujer, la madre de Santiago y Juan, se le acerca para hacerle una
petición en favor de sus hijos. Se postró, cuenta San Mateo, para
hacerle una petición. Con toda sencillez le dice a Jesús: Ordena
que estos hijos míos se sienten en tu Reino uno a tu derecha y otro a tu
izquierda1. El Señor le respondió enseguida: No sabéis lo que
pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber? Ellos dijeron: —Podemos2.
Los dos hermanos no debieron entender mucho, pues poco
antes, cuando Jesús hablaba de la Pasión, dice San Lucas: Ninguna de
estas cosas comprendían; al contrario, para ellos era un lenguaje desconocido,
y no entendían lo que les decía3.
Es difícil de entender el lenguaje de la Cruz. Sin
embargo, ellos están dispuestos, aunque sea con una intención general, a querer
todo lo que Jesús quiera. No habían puesto ningún límite a su Señor; tampoco
nosotros lo hemos puesto. Por eso, cuando pedimos algo en nuestra oración
debemos estar dispuestos a aceptar, por encima de todo, la Voluntad de Dios;
también, cuando no coincida con nuestros deseos. «Su majestad –dice Santa
Teresa– sabe mejor lo que nos conviene; no hay para qué le aconsejar lo que nos
ha de dar, que nos puede con razón decir que no sabemos lo que pedimos»4.
Quiere que le pidamos lo que necesitamos y deseemos pero, sobre todo, que
conformemos nuestra voluntad con la suya. Él nos dará siempre lo mejor.
Juan y Santiago piden un puesto de honor en el nuevo
reino, y Jesús les habla de la redención. Les pregunta si están dispuestos a
padecer con Él. Utiliza la imagen hebrea del cáliz, que simboliza la voluntad
de Dios sobre un hombre5.
El del Señor es un cáliz amarguísimo que se trocará en cáliz de
bendición6 para todos los hombres.
Beber la copa de otro era la señal de una profunda
amistad y la disposición de compartir un destino común. A esta estrecha
participación invita el Señor a quienes quieran seguirle. Para participar en su
Resurrección gloriosa es necesario compartir con Él la Cruz. ¿Estáis dispuestos
a padecer conmigo? ¿Podéis beber mi cáliz conmigo? Podemos, le
respondieron aquellos dos Apóstoles.
Santiago murió pocos años más tarde, decapitado por
orden de Herodes Agripa7.
San Juan padeció innumerables sufrimientos y persecuciones por amor a su Señor.
«También a nosotros nos llama, y nos pregunta, como a
Santiago y a Juan: Potestis bibere calicem quem ego bibiturus sum? (Mt 20,
22): ¿Estáis dispuestos a beber el cáliz –este cáliz de la entrega completa al
cumplimiento de la voluntad del Padre– que yo voy a beber? Possumus (Mt 20,
22); ¡Sí, estamos dispuestos!, es la respuesta de Juan y de Santiago. Vosotros
y yo, ¿estamos seriamente dispuestos a cumplir, en todo, la voluntad de nuestro
Padre Dios? ¿Hemos dado al Señor nuestro corazón entero, o seguimos apegados a
nosotros mismos, a nuestros intereses, a nuestra comodidad, a nuestro amor
propio? ¿Hay algo que no responde a nuestra condición de cristianos, y que hace
que no queramos purificarnos? Hoy se nos presenta la ocasión de rectificar»8.
II. Cuando aquella
mujer hizo su petición de madre, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿podéis
beber el cáliz...? El Señor sabía que podrían imitar su pasión, y sin
embargo les pregunta, para que todos oigamos que nadie puede reinar con Cristo
si no ha imitado antes su pasión; porque las cosas de mucho valor no se
consiguen más que a un precio muy alto»9.
No existe vida cristiana sin mortificación: es su precio. «El Señor nos ha
salvado con la Cruz; con su muerte nos ha vuelto a dar la esperanza, el derecho
a la vida. No podemos honrar a Cristo si no lo reconocemos como nuestro
Salvador, si no lo honramos en el misterio de la Cruz... El Señor hizo del
dolor un medio de redención; con su dolor nos ha redimido, siempre que nosotros
no rehusemos unir nuestro dolor al suyo y hacer de este con el suyo un medio de
redención»10.
El dolor tendrá ya para siempre la posibilidad de
sumarse al cáliz del Señor, unirse a su pasión, para la salvación de toda la
humanidad. Lo que no tenía sentido ya lo tiene en Cristo. También nosotros
podemos decir: Todo lo sufro por amor de los escogidos, a fin de que
consigan también ellos la salvación, adquirida por Jesucristo, con la gloria
celestial11; no hay día, hermanos, en que yo no muera por la
gloria vuestra y también mía, que está en Jesucristo nuestro Señor12.
La mortificación y la vida de penitencia, a la que nos
llama la Cuaresma, tiene como motivo principal la corredención, «la
participación en los sufrimientos de Cristo»13,
participar del mismo cáliz del Señor. Nosotros somos los primeros beneficiados,
pero la eficacia sobrenatural de nuestro dolor ofrecido y de la mortificación
voluntaria alcanzan a toda la Iglesia, y aun al mundo entero. Esta voluntaria
mortificación es medio de purificación y de desagravio, necesario para poder
tratar al Señor en la oración e indispensable para la eficacia apostólica,
porque «la acción nada vale sin la oración: la oración se avalora con el
sacrificio»14.
El espíritu de penitencia y de mortificación lo
manifestamos en nuestra vida corriente, en el quehacer de cada día, sin
necesidad de esperar ocasiones extraordinarias. «Penitencia es el cumplimiento
exacto del horario que te has fijado, aunque el cuerpo se resista o la mente
pretenda evadirse con ensueños quiméricos. Penitencia es levantarse a la hora.
También, no dejar para más tarde, sin un motivo justificado, esa tarea que te
resulta más difícil o costosa.
»La penitencia está en saber compaginar tus
obligaciones con Dios, con los demás y contigo mismo, exigiéndote de modo que
logres encontrar el tiempo que cada cosa necesita. Eres penitente cuando te
sujetas amorosamente a tu plan de oración a pesar de que estés rendido,
desganado o frío.
»Penitencia es tratar siempre con la máxima caridad a
los otros, empezando por los tuyos. Es atender con la mayor delicadeza a los
que sufren, a los enfermos, a los que padecen. Es contestar con paciencia a los
cargantes e inoportunos. Es interrumpir o modificar nuestros programas, cuando
las circunstancias –los intereses buenos y justos de los demás, sobre todo– así
lo requieran.
»La penitencia consiste en soportar con buen humor las
mil pequeñas contrariedades de la jornada; en no abandonar la ocupación, aunque
de momento se te haya pasado la ilusión con que la comenzaste; en comer con
agradecimiento lo que nos sirven, sin importunar con caprichos.
»Penitencia, para los padres y, en general, para los
que tienen una misión de gobierno o educativa, es corregir cuando hay que
hacerlo, de acuerdo con la naturaleza del error y con las condiciones del que
necesita esa ayuda, por encima de subjetivismos necios y sentimentales.
»El espíritu de penitencia lleva a no apegarse desordenadamente
a ese boceto monumental de los proyectos futuros, en el que ya hemos previsto
cuáles serán nuestros trazos y pinceladas maestras. ¡Qué alegría damos a Dios
cuando sabemos renunciar a nuestros garabatos y brochazos de maestrillo, y
permitimos que sea Él quien añada los rasgos y colores que más le plazcan!»15.
III. Los
demás discípulos, que habían oído el diálogo de Jesús con los dos
hermanos, comenzaron a indignarse. Entonces les dijo el
Señor: Sabéis que los jefes de los pueblos los oprimen, y los poderosos
los avasallan. No ha de ser así entre vosotros; el que quiera llegar a ser
grande, sea vuestro servidor; y quien entre vosotros quiera ser el primero, sea
el esclavo de todos; porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino
a servir y a dar su vida en redención por muchos16.
El servicio de Cristo a la humanidad va encaminado a
la salvación. Nuestra actitud ha de ser servir a Dios y a los demás con visión
sobrenatural, especialmente en lo referente a la salvación, pero también en
todas las ocasiones que se presentan cada día. Servir incluso al que no lo agradece,
sin esperar nada a cambio. Es la mejor ocasión de dar la vida por los demás, de
un modo eficaz y discreto, que apenas se nota, y de combatir el propio egoísmo,
que tiende a robarnos la alegría.
La mayoría de las profesiones suponen un servicio
directo a los demás: amas de casa, comerciantes, profesores, empleadas de
hogar, y todas, aunque sea de modo menos directo, son un servicio.
Ojalá no perdamos de vista este aspecto, que contribuirá a santificarnos en el
trabajo.
Servir a los demás requiere mortificación y presencia
de Dios, y olvido de uno mismo. En ocasiones, este espíritu de servicio chocará
con la mentalidad de muchos que solo piensan en sí mismos. Para nosotros los
cristianos es «nuestro orgullo» y nuestra dignidad, porque así imitamos a Cristo,
y porque para servir voluntariamente, por amor, es necesario poner en juego
muchas virtudes humanas y sobrenaturales. «Esta dignidad se expresa en la
disponibilidad para servir, según el ejemplo de Cristo, que no ha
venido a ser servido, sino a servir. Si, por consiguiente, a la luz de esta
actitud de Cristo se puede verdaderamente reinar solo sirviendo, a
la vez, el servir exige tal madurez espiritual que es
necesario definirlo como el reinar. Para poder servir digna y
eficazmente a los otros, hay que saber dominarse, es necesario poseer las
virtudes que hacen posible tal dominio»17.
No nos importe servir y ayudar mucho a quienes están a
nuestro lado, aunque no recibamos ningún pago ni recompensa. Servir, junto a
Cristo y por Cristo, es reinar con Él. Nuestra Madre Santa María, que sirvió a
su Hijo y a San José, nos ayudará a darnos sin medida ni cálculo.
1 Mt 20,
21-22. —
2 Mt 20,
22. —
3 Lc 18,
34. —
4 Santa
Teresa, Moradas, 11, 8. —
5 Cfr. Sal 16,
5. —
6 Is 51,
17-22. —
7 Cfr. Hech 12,
2. —
8 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 15. —
9 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 35. —
10 Pablo
VI, Alocución, 24-II-1967. —
11 1
Tim 2, 10. —
12 1
Cor 15, 31. —
13 Pablo
VI, Paenitemini, 17-II-1966. —
14 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 81. —
15 ídem, Amigos
de Dios, 138. —
16 Mt 20,
24-28. —
17 Juan
Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 21.
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