Francisco Fernández-Carvajal 06 de noviembre de 2018
—
Miembros de un mismo Cuerpo.
— La
unión en la caridad.
— La
unión en la fe. Apostolado.
I. El
Señor ha querido asociarnos a Él con los más apretados lazos, con nudos tan
estrechos como aquellos que atan a los miembros de un cuerpo vivo. San Pablo
nos enseña en una de las lecturas de la Misa1 que siendo
muchos formamos un solo cuerpo en Cristo, siendo todos miembros los unos de los
otros. Cada cristiano, conservando su propia vida, está insertado en la
Iglesia con vínculos vitales muy íntimos. El Cuerpo Místico de Cristo, la
Iglesia, es algo inmensamente más trabado y compacto que un cuerpo moral, algo
más sólido que cualquier grupo humano. La misma Vida, la Vida de Cristo, corre
por todo el Cuerpo, y mucho dependemos unos de otros. El más pequeño dolor lo
acusa el ser entero, y todo el cuerpo trabaja en la reparación de cualquier
herida. «Volvemos a encontrar en las palabras de Pablo el eco fiel de las
enseñanzas del mismo Jesús, que nos ha revelado la misteriosa unidad de sus discípulos
con Él y entre sí, presentándola como imagen y prolongación de aquella arcana
comunión que liga el Padre al Hijo y el Hijo al Padre en el vínculo amoroso del
Espíritu (cfr. Jn17, 21). Es la misma unidad de la que habla Jesús
con la imagen de la vid y de los sarmientos: Yo soy la vid, vosotros
los sarmientos (Jn 15, 5); imagen que da luz no solo para
comprender la profunda intimidad de los discípulos con Jesús, sino también la
comunión vital de los discípulos entre sí: todos son sarmientos de la única
Vid»2.
Cada
fiel cristiano, con sus obras buenas, con su empeño por estar más cerca del
Señor, enriquece a toda la Iglesia, a la vez que hace suya la riqueza común.
«Esta es la Comunión de los Santos que profesamos en el Credo; el
bien de todos se convierte en el bien de cada uno, y el bien de cada uno se
convierte en el bien de todos»3.
De una
manera misteriosa pero real, con nuestra santidad personal estamos
contribuyendo a la vida sobrenatural de todos los miembros de la Iglesia. El
cumplimiento del deber diario, la enfermedad, la oración... son una continua
fuente de méritos sobrenaturales para nuestros hermanos. «Si tú oras por todos,
también la oración de todos te aprovechará a ti, pues tú formas parte del todo.
De esta manera obtendrás un gran beneficio, pues la oración de cada miembro del
Pueblo se enriquece con la oración de los demás»4.
La meditación de esta verdad, ¿nos mueve a vivir mejor el día de hoy, con más
amor, con más entrega?
II. Cada
uno de nosotros hemos de sentir la responsabilidad personal de aportar –con
nuestro empeño por ser mejores, con el ejercicio de las virtudes– nueva savia a
los miembros del Cuerpo Místico de Cristo, y a la humanidad entera. Todos los
días, «cada uno sostiene a los demás y los demás le sostienen a él»5.
Por eso, no son del todo exactas «esas formas de discurrir, que distinguen las
virtudes personales de las virtudes sociales. No cabe virtud alguna que pueda
facilitar el egoísmo; cada una redunda necesariamente en bien de nuestra alma y
de las almas de los que nos rodean (...). Todos hemos de sentirnos solidarios
y, en el orden de la gracia, estamos unidos por los lazos sobrenaturales de la
Comunión de los Santos»6.
San
Pablo, después de indicar los diversos carismas, las gracias particulares que
Dios otorga para servicio de los demás, señala el gran don común a todos, que
es la caridad, con la que cada día podemos sembrar tanto bien a nuestro
alrededor, amándoos de corazón unos a otros con el amor fraterno,
honrando cada uno a los otros más que a sí mismo; diligentes en el deber,
fervorosos en el espíritu, servidores del Señor; alegres en la esperanza,
pacientes en la tribulación; en la oración constantes; compartiendo las
necesidades de los santos, procurando practicar la hospitalidad.
Quizá
pensemos en alguna ocasión que no tenemos dotes excepcionales para ayudar a los
demás, que carecemos de medios...; sin embargo, la caridad, participación en el
amor de Cristo por sus hermanos, está al alcance de todos los que siguen al
Maestro. Todos los días damos mucho y recibimos mucho. Nuestra vida es un
intercambio continuo en lo humano y en lo sobrenatural. ¡Qué grato es al Señor
cuando nosotros al ver una rotura en ese tejido finísimo que componemos los
miembros de la lglesia, procuramos repararla con amor, con desagravio! ¡Cómo se
alegra cuando nos ve compartir, hacer nuestras, las necesidades de los
santos! No existe flaqueza ni virtud solitaria. Lo bueno y lo malo tienen
efectos centuplicados en los demás. Sembramos un grano de trigo en la tierra y
brota una espiga, buena o mala según la semilla que esparcimos. Si caminamos
con firmeza hacia Cristo, nuestros amigos corren. Si flaqueamos, quizá ellos se
detengan. «Todo lo bueno y santo que emprende un individuo –enseña el Catecismo
Romano– repercute en bien de todos, y la caridad es la que permite les
aproveche, pues esta virtud no busca su propio provecho»7.
No dejemos de sembrar; nuestra vida es en realidad una gran siembra en la que
nada se pierde. Son incontables las oportunidades de hacer el bien, de
enriquecer a los hombres, de aumentar el Cuerpo Místico de Cristo. No
desaprovechemos las ocasiones, no esperemos grandes momentos que quizá nunca
lleguen a presentarse.
III. Al
crearnos, Dios nos hizo a los hombres hermanos, necesitados unos de otros en la
vida familiar y social. Y también mantuvo esta complementariedad en el plano
sobrenatural. La Trinidad Beatísima ha querido salvar a los hombres a través de
los hombres y propagar la fe por medio de ellos. A través del apostolado
personal de los cristianos, que se encuentran en el mundo, en las situaciones
más variadas (en el hogar, en una peluquería, en el comercio, en la banca, en
el Parlamento...), «la irradiación del Evangelio puede hacerse extremadamente
capilar, llegando a tantos lugares y ambientes como son aquellos ligados a la
vida cotidiana y concreta de los laicos. Se trata, además, de una
irradiación constante, pues es inseparable de la continua
coherencia de la vida personal con la fe; y se configura también como una forma
de apostolado particularmente incisiva, ya que al compartir
plenamente las condiciones de vida y de trabajos, las dificultades y esperanzas
de sus hermanos, los fieles laicos pueden llegar al corazón de sus vecinos,
amigos o colegas, abriéndolo al horizonte total, al sentido pleno de la
existencia humana: la comunión con Dios y entre los hombres»8.
Cada miembro trabaja para el mejor rendimiento de todo el cuerpo, y encender la
fe de otros, o avivarla si estaba en sus cenizas, es el mayor bien que podemos
comunicar. «Ansí me acaece –escribe Santa Teresa– que, cuando en la vida de los
santos leemos que convirtieron almas, mucha más devoción me hace y más ternura
y más envidia que todos los martirios que padecen (por ser esta la inclinación
que Dios me ha dado), pareciéndome que precia más un alma que por nuestra
industria y oración le ganásemos mediante su misericordia, que todos los
servicios que le podamos hacer»9.
Si con
el ejemplo y la palabra acercamos a otros a Cristo, no permaneceremos
indiferentes a sus necesidades corporales: ¡Tanta ignorancia, tanta miseria,
tanta soledad...! El trato diario con el Señor llenará nuestro corazón, cada
vez más, de misericordia y de generosidad para compartir lo mucho o lo poco que
tengamos: el talento, el tiempo, los bienes materiales, la alegría... Si no
está en nuestras manos remediar esos males, al menos sentirán el calor de
nuestra amistad, de nuestro empeño por ayudarles. No dejaremos solos a los
enfermos, a los impedidos, a quien lleva una carga superior a sus fuerzas...
Aunaremos nuestros esfuerzos con otros cristianos y con los hombres de buena
voluntad en orden al bien común, superando posiciones partidistas que separan y
enfrentan. Así imitaremos a los primeros cristianos, que con su amor, y muchas
veces con sus escasos medios materiales para ayudar a los demás, asombraron al
mundo pagano porque hicieron realidad el mandato de Jesucristo: un
precepto nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; como Yo os he amado,
amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si
os tenéis amor entre vosotros10.
El amor es ingenioso y suple, cuando es preciso, la escasez de tiempo, de
medios económicos, de posibilidades humanas.
1 Primera
lectura. Año I. Rom 12, 5-16. —
2 Juan
Pablo II, Exhort. Apost. Christifideles laici, 30-XII-1988,
12. —
3 Ibídem,
28. —
4 San
Ambrosio, Tratado sobre Caín y Abel, 1. —
5 San
Gregorio Magno, Homilías sobre Ezequiel, 2, 1, 5. —
6 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 76. —
7 Catecismo
Romano, I, 10, n. 23. —
8 Juan
Pablo II, loc. cit., 28. —
9 Santa
Teresa, Libro de las Fundaciones, 1, 7. —
10 Jn 13,
34-35.
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