Fernando Mires 04 de noviembre de 2018
Alrededor
de los libros
A
Teodoro Petkoff, In Memoriam
Tratamos,
pero no siempre podemos entender. Nos vamos de este mundo sin saber muchas
cosas y así debe ser porque estamos hechos a la medida humana y no a la divina.
Ese es el profundo sentido teológico del llamado pecado original: “la falta”,
la ausencia de Dios con la que llegamos al mundo. Pero a la vez, si Dios es la
Verdad, la vida encierra la posibilidad de acercarnos a su presencia a través
del pensamiento, aún sabiendo que nunca la encontraremos. Hundidos en la oscura
noche de la incertidumbre, vivir supone buscar la luz, en el más exacto sentido
del cavernícola platónico. Fue ese el impulso que, después de muchos años me
llevó a sacar del estante la gran novela escrita por Louis - Ferdinand Céline,
Viaje Hacia el Fondo de la Noche (1932). Quería entender algo durante esa
noche.
No a
la novela, esta se deja leer de modo fácil, aún sin conocer la jerga del bajo
pueblo francés a la que recurre con frecuencia Céline. El argumento, el sentido
y hasta la lógica del libro se entienden sin necesidad de leer nada dos veces.
Lo que no he podido entender es lo que no ha entendido nadie de los que se
ocuparon alguna vez de Céline. ¿Cómo un hombre tan brillante, uno que escribía
de un modo tan intenso, pudo descender hasta llegar al último escalón de la
abyección que es el racismo (antisemitismo) razón que lo llevó incluso a ser un
colaborador francés de los nazis?
Con
toda justicia Ferdinand Céline fue condenado a muerte por lo que había sido: un
criminal de guerra. Logró escapar a Dinamarca y después, acogido a la ley de
amnistía general de 1950, pudo volver a Francia a ejercer su profesión de
médico en los barrios pobres de París.
Ciertamente,
Céline siempre sintió atracción por conocer la vida de la gente pobre. Su Viaje
está llena de pobres y pobreza. Pero ese interés no tiene nada que ver con el
espíritu denunciador de un Emile Zola, por ejemplo. Los pobres son para Céline
la materia literaria que le permite acceder al corazón egoísta del ser. Uno de
los tantos medios que le sirven para viajar a lo largo de su noche, ya sea en
la guerra del catorce, en tugurios africanos, en las calles pobres de New York,
en los barrios marginales de Rancy. La pobreza material solo le interesaba como
una condición para conocer a los pobres de espíritu, a los que no tienen medios
para ocultarse detrás de vestidos, modales y morales. O como el mismo
dictaminó: “El ser humano no es noble. Nadie lo debe tomar a mal”. Y a eso
vamos: la fascinación que ha ejercido y sigue ejerciendo la obra de Céline,
tiene que ver con la miseria del alma humana. Entendemos entonces por qué casi
no existe un autor de nuestro tiempo que no haya rendido pleitesía a la
literatura de Céline.
Seguramente
no es el mejor escritor de los últimos dos mil años como dijo el pantagruélico
Charles Bukowski, pero sí un escritor salvaje – así lo definió Thomas Mann-
vale decir, uno que escribe sin contemplaciones moralistas ni estéticas.
Incluso, un gran escritor judío, lleno de nobleza, Philip Roth, no pudo menos
que rendirse frente al talento literario de Ferdinand Céline. Escribió Roth:
“Mi Proust en Francia es Céline. El es verdaderamente un gran escritor. Aún
cuando su anti-semitismo hace de él una persona repugnante e insoportable. Para
leerlo hube de desconectarme de mi conciencia judía. Lo pude hacer: el
antisemitismo no está en el centro de su novela. Céline es un gran liberador”.
¿Céline,
un gran liberador como escritor y un detestable antisemita como ciudadano? Roth
solo lo constata. No intentó, quizás tampoco pudo o quiso hacerlo. Al fin y al
cabo la historia del arte está colmada de genios que fuera de su arte son unos
desalmados. El problema es que Céline no fue músico ni pintor, ni siquiera
poeta. Céline fue un escritor que trabajaba sus novelas con argumentos, ideas,
e incluso -como todos los grandes novelistas- con tesis filosóficas envueltas
en papel literario. Y en todas las líneas de el Viaje no encontramos un atisbo
de antisemitismo. Hay dos respuestas posibles: Una: Céline perseguía el éxito y
como tal no le convenía aparecer como antisemita en su gran novela. Respuesta
muy débil pues todo el mundo conocía a Céline más como antisemita que como
escritor. Otra: Céline, cuando escribía el Viaje, no “necesitaba” ser
antisemita. ¿El antisemitismo como necesidad extra-literaria? Parece absurdo,
pero puede que no lo sea tanto. Pensemos:
Nadie
llega al mundo como racista o fascista. Ni como ateo o religioso. Ni como nada.
Nos vamos haciendo en las circunstancias que atraviesa cada vida donde
realizando “adquisiciones” nos definimos frente a los demás y en nosotros. Idea
que comenzó a aparecer releyendo algunas líneas por mí subrayadas, hace ya
muchos años, en el Viaje. Un parrafo dice: “La verdad de esta vida es la
muerte. Uno debe decidir entre morir y mentir. Yo nunca me he podido
sucicidar”. Y al márgen yo mismo había escrito “Camus”.
Evidentemente:
el párrafo parecía ser la anunciación de una famosa tesis de Albert Camus: “el
problema de la filosofía es por qué no nos suicidamos”. Eso significa, el personaje
de Celine, Ferdinand Bardamur, vive la vida desde la perspectiva de su finitud.
O desde su propia agonía espiritual. Ahí precisamente yace el concepto de “lo
absurdo” en Camus: en ese afán de conferir un valor absoluto a una vida
radicalmente efímera. Ferdinand Bardamur, héroe negativo de Ferdinand Céline,
era plenamente conciente de ese absurdo. Por eso, justo cuando releía las
frases por mí subrayadas, me dí cuenta de algo que antes no había percibido: El
Viaje de Céline es en cierto modo una suerte de reproducción ampliada de El
Extranjero de Camus. Como el héroe camusiano, vive la vida desde una dimensión
agónica. Ahí reside quizás el secreto que explica la atracción que todavía
ejerce el Viaje hacia el Fondo de la Noche.
Bardamur
es un ser que va voluntariamente a la guerra sin sentir odio por el enemigo ni
amor por su patria. Bardamur tiene contactos personales, amigos y amores, pero
a sus amigos no los estima y a sus amores no los ama. El está ahí, viviendo,
pero como simple observador, como si todo lo que acontece a su alrededor no le
importara, lejano y ajeno frente a lo que sucede. Bardamur no ama ni odia a
nadie ni a nada. Mientras Ferdinand escribe sobre Ferdinand, ambos comparten
una agonía que sostiene sus vidas. ¿Y que tiene que ver todo eso con el racismo
antisemita y el desprecio a su propia patria invadida por los nazis? -se
preguntará el estimado lector-.
Gracias
a Freud sabemos -siempre hay que recurrir a Freud- que en cada ser anidan dos
pulsiones: la de la vida y la de la muerte, la de Eros y la de Thanatos (Más
allá del Principio del Placer) Ambas se encuentran en lucha permanente al
interior de nuestras almas. A veces vence una, a veces otra. Cada una espera su
turno. Hay casos, sim embargo, en los cuales, en determinados seres, el
principio de la muerte logra establecer su hegemonía por sobre el de la vida, o
para decirlo en términos que parecen ser más heideggerianos que freudianos, el
no-ser subordina al ser dentro del propio ser. En esos seres la muerte se
instala en el alma (Sartre). Pero la pulsión de la muerte no lleva a la muerte
sino a un vacío de ser (Ratzinger nos hablaba de un “vacío de Dios”). Y ese
vacío de ser -volvamos a Freud– nos produce miedo, horror, terror: Es lo
“Unheimlich”, lo siniestro, la nada, la oscuridad total; es el fin de la noche:
es nuestra propia muerte.
Para
protegernos del miedo a la nada, a esa naúsea provocada por nuestro propio
vacío, nos apoyamos en determinados objetos. Según Freud esos objetos pueden
ser de amor u odio. Cuando nos odiamos buscamos nuestra salvación en un odio
re-objetivizado. En la prueba fóbica clínicamente certificada que da el
analista al paciente. Pues no hay fobias sin un odio preliminar y no hay odio
sin ese terror infinito que de pronto nos embarga frente a la presencia implacable
de la muerte, muerte que no solo nos espera sino, además, “vive” dentro de cada
uno de nosotros. Como en los dos Ferdinand: Céline y Bardamur, la muerte es un
“fantasma hegemónico” (Reiner Schurmann) No por casualidad ambos fueron
médicos. Un médico es un observador de la muerte.
¿Y el
antisemitismo? El antisemitismo es la fobia personal que ofreció la época de
Céline a Céline. Pues, aunque solo lo enunció levemente Freud en su El Malestar
en la Cultura, cada tiempo produce sus propios miedos-odios-fobias. En ese
sentido, el término “mal de época” dista de ser errado. Las culturas, en tanto
están formadas por seres humanos, cultivan, amplían y reproducen sus fobias.
Podríamos hablar de patologías históricas.
El
racismo, vale decir el odio a los otros, es sin duda una patología histórica
que logra establecer cada cierto tiempo su hegemonía. Eso quiere decir que sin
un mínimo de conocimientos psicológicos jamás podremos entender al espíritu que
reina en cada tiempo. Y de acuerdo al mercado de las fobias de su tiempo,
Céline adquirió la enfermedad del racismo en una de sus formas más deleznables:
el antisemitismo. Nunca lo abandonó. Su correspondencia privada, publicada en
2009, prueba que en Céline el antisemitismo era su enfermedad y al mismo tiempo
su droga. En nuestros días Céline habría sido xenófobo, homofóbico, misógino. Y
quien sabe cuanto más.
Queda
por responder a la pregunta: ¿Y por qué en sus novela magna Céline no aparece
como antisemita? Quizás hay una explicación: cuando Céline la escribía,
enfrentaba directamente a la muerte, la miraba a sus ojos. No necesitaba por lo
tanto de objetos sustitutivos. En cierto modo, esa es mi impresión, como en
tantos escritores, escribir era la terapia de Céline. Por lo demás, no pocos
grandes escritores lo han dicho: “Si yo no hubiera escrito, me habría vuelto
loco”. Y así sucedía con Céline: dejaba de escribir y volvía a su locura, es
decir, a sus miedos, a sus fobias, a entregarse por completo a la potestad de
la muerte. O de su noche. Pocas veces una novela ha llevado consigo un título
tan apropiado como Viaje hacia el Fondo de la Noche. Trata, efectivamente, del
viaje de Ferdinad Bardamur y de la noche de Ferdinand Céline.
Puede
entonces que no haya sido casualidad cuando entre tantos libros decidí hojear
Viaje hacia el fondo de la Noche. ¿Será porque en estos momentos yo también veo
avanzar la noche? Creo que así es. Veo a esa noche en movimientos que proclaman
el odio al prójimo, la veo en gobernantes y presidentes que sin pudor emiten
expresiones homofóbicas, la veo en la ostentación pública de la brutalidad, de
la ignorancia y del odio. Y sobre todo la veo en esas muchedumbres que con
gritos destemplados aclaman nuevamente a ídolos con pies de barro, tal como
sucedió durante la vida y época de Louis-Ferdinand Céline. Quisiera
equivocarme.
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