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lunes, 5 de noviembre de 2018

VIAJE HACIA EL FONDO DE LA NOCHE, por @FernandoMiresOl




Fernando Mires 04 de noviembre de 2018

Alrededor de los libros

A Teodoro Petkoff, In Memoriam

Tratamos, pero no siempre podemos entender. Nos vamos de este mundo sin saber muchas cosas y así debe ser porque estamos hechos a la medida humana y no a la divina. Ese es el profundo sentido teológico del llamado pecado original: “la falta”, la ausencia de Dios con la que llegamos al mundo. Pero a la vez, si Dios es la Verdad, la vida encierra la posibilidad de acercarnos a su presencia a través del pensamiento, aún sabiendo que nunca la encontraremos. Hundidos en la oscura noche de la incertidumbre, vivir supone buscar la luz, en el más exacto sentido del cavernícola platónico. Fue ese el impulso que, después de muchos años me llevó a sacar del estante la gran novela escrita por Louis - Ferdinand Céline, Viaje Hacia el Fondo de la Noche (1932). Quería entender algo durante esa noche.

No a la novela, esta se deja leer de modo fácil, aún sin conocer la jerga del bajo pueblo francés a la que recurre con frecuencia Céline. El argumento, el sentido y hasta la lógica del libro se entienden sin necesidad de leer nada dos veces. Lo que no he podido entender es lo que no ha entendido nadie de los que se ocuparon alguna vez de Céline. ¿Cómo un hombre tan brillante, uno que escribía de un modo tan intenso, pudo descender hasta llegar al último escalón de la abyección que es el racismo (antisemitismo) razón que lo llevó incluso a ser un colaborador francés de los nazis?

Con toda justicia Ferdinand Céline fue condenado a muerte por lo que había sido: un criminal de guerra. Logró escapar a Dinamarca y después, acogido a la ley de amnistía general de 1950, pudo volver a Francia a ejercer su profesión de médico en los barrios pobres de París.

Ciertamente, Céline siempre sintió atracción por conocer la vida de la gente pobre. Su Viaje está llena de pobres y pobreza. Pero ese interés no tiene nada que ver con el espíritu denunciador de un Emile Zola, por ejemplo. Los pobres son para Céline la materia literaria que le permite acceder al corazón egoísta del ser. Uno de los tantos medios que le sirven para viajar a lo largo de su noche, ya sea en la guerra del catorce, en tugurios africanos, en las calles pobres de New York, en los barrios marginales de Rancy. La pobreza material solo le interesaba como una condición para conocer a los pobres de espíritu, a los que no tienen medios para ocultarse detrás de vestidos, modales y morales. O como el mismo dictaminó: “El ser humano no es noble. Nadie lo debe tomar a mal”. Y a eso vamos: la fascinación que ha ejercido y sigue ejerciendo la obra de Céline, tiene que ver con la miseria del alma humana. Entendemos entonces por qué casi no existe un autor de nuestro tiempo que no haya rendido pleitesía a la literatura de Céline.

Seguramente no es el mejor escritor de los últimos dos mil años como dijo el pantagruélico Charles Bukowski, pero sí un escritor salvaje – así lo definió Thomas Mann- vale decir, uno que escribe sin contemplaciones moralistas ni estéticas. Incluso, un gran escritor judío, lleno de nobleza, Philip Roth, no pudo menos que rendirse frente al talento literario de Ferdinand Céline. Escribió Roth: “Mi Proust en Francia es Céline. El es verdaderamente un gran escritor. Aún cuando su anti-semitismo hace de él una persona repugnante e insoportable. Para leerlo hube de desconectarme de mi conciencia judía. Lo pude hacer: el antisemitismo no está en el centro de su novela. Céline es un gran liberador”.

¿Céline, un gran liberador como escritor y un detestable antisemita como ciudadano? Roth solo lo constata. No intentó, quizás tampoco pudo o quiso hacerlo. Al fin y al cabo la historia del arte está colmada de genios que fuera de su arte son unos desalmados. El problema es que Céline no fue músico ni pintor, ni siquiera poeta. Céline fue un escritor que trabajaba sus novelas con argumentos, ideas, e incluso -como todos los grandes novelistas- con tesis filosóficas envueltas en papel literario. Y en todas las líneas de el Viaje no encontramos un atisbo de antisemitismo. Hay dos respuestas posibles: Una: Céline perseguía el éxito y como tal no le convenía aparecer como antisemita en su gran novela. Respuesta muy débil pues todo el mundo conocía a Céline más como antisemita que como escritor. Otra: Céline, cuando escribía el Viaje, no “necesitaba” ser antisemita. ¿El antisemitismo como necesidad extra-literaria? Parece absurdo, pero puede que no lo sea tanto. Pensemos:

Nadie llega al mundo como racista o fascista. Ni como ateo o religioso. Ni como nada. Nos vamos haciendo en las circunstancias que atraviesa cada vida donde realizando “adquisiciones” nos definimos frente a los demás y en nosotros. Idea que comenzó a aparecer releyendo algunas líneas por mí subrayadas, hace ya muchos años, en el Viaje. Un parrafo dice: “La verdad de esta vida es la muerte. Uno debe decidir entre morir y mentir. Yo nunca me he podido sucicidar”. Y al márgen yo mismo había escrito “Camus”.

Evidentemente: el párrafo parecía ser la anunciación de una famosa tesis de Albert Camus: “el problema de la filosofía es por qué no nos suicidamos”. Eso significa, el personaje de Celine, Ferdinand Bardamur, vive la vida desde la perspectiva de su finitud. O desde su propia agonía espiritual. Ahí precisamente yace el concepto de “lo absurdo” en Camus: en ese afán de conferir un valor absoluto a una vida radicalmente efímera. Ferdinand Bardamur, héroe negativo de Ferdinand Céline, era plenamente conciente de ese absurdo. Por eso, justo cuando releía las frases por mí subrayadas, me dí cuenta de algo que antes no había percibido: El Viaje de Céline es en cierto modo una suerte de reproducción ampliada de El Extranjero de Camus. Como el héroe camusiano, vive la vida desde una dimensión agónica. Ahí reside quizás el secreto que explica la atracción que todavía ejerce el Viaje hacia el Fondo de la Noche.

Bardamur es un ser que va voluntariamente a la guerra sin sentir odio por el enemigo ni amor por su patria. Bardamur tiene contactos personales, amigos y amores, pero a sus amigos no los estima y a sus amores no los ama. El está ahí, viviendo, pero como simple observador, como si todo lo que acontece a su alrededor no le importara, lejano y ajeno frente a lo que sucede. Bardamur no ama ni odia a nadie ni a nada. Mientras Ferdinand escribe sobre Ferdinand, ambos comparten una agonía que sostiene sus vidas. ¿Y que tiene que ver todo eso con el racismo antisemita y el desprecio a su propia patria invadida por los nazis? -se preguntará el estimado lector-.

Gracias a Freud sabemos -siempre hay que recurrir a Freud- que en cada ser anidan dos pulsiones: la de la vida y la de la muerte, la de Eros y la de Thanatos (Más allá del Principio del Placer) Ambas se encuentran en lucha permanente al interior de nuestras almas. A veces vence una, a veces otra. Cada una espera su turno. Hay casos, sim embargo, en los cuales, en determinados seres, el principio de la muerte logra establecer su hegemonía por sobre el de la vida, o para decirlo en términos que parecen ser más heideggerianos que freudianos, el no-ser subordina al ser dentro del propio ser. En esos seres la muerte se instala en el alma (Sartre). Pero la pulsión de la muerte no lleva a la muerte sino a un vacío de ser (Ratzinger nos hablaba de un “vacío de Dios”). Y ese vacío de ser -volvamos a Freud– nos produce miedo, horror, terror: Es lo “Unheimlich”, lo siniestro, la nada, la oscuridad total; es el fin de la noche: es nuestra propia muerte.

Para protegernos del miedo a la nada, a esa naúsea provocada por nuestro propio vacío, nos apoyamos en determinados objetos. Según Freud esos objetos pueden ser de amor u odio. Cuando nos odiamos buscamos nuestra salvación en un odio re-objetivizado. En la prueba fóbica clínicamente certificada que da el analista al paciente. Pues no hay fobias sin un odio preliminar y no hay odio sin ese terror infinito que de pronto nos embarga frente a la presencia implacable de la muerte, muerte que no solo nos espera sino, además, “vive” dentro de cada uno de nosotros. Como en los dos Ferdinand: Céline y Bardamur, la muerte es un “fantasma hegemónico” (Reiner Schurmann) No por casualidad ambos fueron médicos. Un médico es un observador de la muerte.

¿Y el antisemitismo? El antisemitismo es la fobia personal que ofreció la época de Céline a Céline. Pues, aunque solo lo enunció levemente Freud en su El Malestar en la Cultura, cada tiempo produce sus propios miedos-odios-fobias. En ese sentido, el término “mal de época” dista de ser errado. Las culturas, en tanto están formadas por seres humanos, cultivan, amplían y reproducen sus fobias. Podríamos hablar de patologías históricas.

El racismo, vale decir el odio a los otros, es sin duda una patología histórica que logra establecer cada cierto tiempo su hegemonía. Eso quiere decir que sin un mínimo de conocimientos psicológicos jamás podremos entender al espíritu que reina en cada tiempo. Y de acuerdo al mercado de las fobias de su tiempo, Céline adquirió la enfermedad del racismo en una de sus formas más deleznables: el antisemitismo. Nunca lo abandonó. Su correspondencia privada, publicada en 2009, prueba que en Céline el antisemitismo era su enfermedad y al mismo tiempo su droga. En nuestros días Céline habría sido xenófobo, homofóbico, misógino. Y quien sabe cuanto más.

Queda por responder a la pregunta: ¿Y por qué en sus novela magna Céline no aparece como antisemita? Quizás hay una explicación: cuando Céline la escribía, enfrentaba directamente a la muerte, la miraba a sus ojos. No necesitaba por lo tanto de objetos sustitutivos. En cierto modo, esa es mi impresión, como en tantos escritores, escribir era la terapia de Céline. Por lo demás, no pocos grandes escritores lo han dicho: “Si yo no hubiera escrito, me habría vuelto loco”. Y así sucedía con Céline: dejaba de escribir y volvía a su locura, es decir, a sus miedos, a sus fobias, a entregarse por completo a la potestad de la muerte. O de su noche. Pocas veces una novela ha llevado consigo un título tan apropiado como Viaje hacia el Fondo de la Noche. Trata, efectivamente, del viaje de Ferdinad Bardamur y de la noche de Ferdinand Céline.

Puede entonces que no haya sido casualidad cuando entre tantos libros decidí hojear Viaje hacia el fondo de la Noche. ¿Será porque en estos momentos yo también veo avanzar la noche? Creo que así es. Veo a esa noche en movimientos que proclaman el odio al prójimo, la veo en gobernantes y presidentes que sin pudor emiten expresiones homofóbicas, la veo en la ostentación pública de la brutalidad, de la ignorancia y del odio. Y sobre todo la veo en esas muchedumbres que con gritos destemplados aclaman nuevamente a ídolos con pies de barro, tal como sucedió durante la vida y época de Louis-Ferdinand Céline. Quisiera equivocarme.


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