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lunes, 5 de noviembre de 2018

Yo soy el castigador, por @CarlosRaulHer




CARLOS RAÚL HERNÁNDEZ 04 de noviembre de 2018

Cada vez que triunfa una de esas pesadillas como Jair Bolsonaro, queda la esperanza de que finalmente se imponga la racionalidad y las instituciones frenen esas bestias apocalípticas con la manía de destruir una parte de la sociedad para “adecentarla” o favorecer a otra. Este stand-by sicológico es humano, comprensible y a veces resulta. Con Chávez quienes confiaban que tuviera su epifanía, vivieron la realidad. Pepe Mujica, al contrario, pese a haber sido jefe tupamaro y preso político víctima de torturas, hizo un gobierno democrático y de apertura económica, cuyos beneficios aun no terminan. El caso de Lula es contrario.

Realizó una gestión correcta desde los puntos de vista democrático y de política económica, mientras edificaba un Estado paralelo de corrupción como pocos, cosa que, por cierto, nada influyó en los resultados del domingo pasado. Era previsible, sin embargo, que la destitución de Rousseff se tradujera en algún cisne negro. Con el apoyo de notorios exponentes de la cultura, generalmente ciegos en política, López Obrador es una tensa expectativa, pero quienes sí ven piensan que es una amenaza.

Escribió Isaiah Berlin que cuando un pistolero poderoso y decidido se planta frente a las instituciones democráticas, a éstas les tiemblan las piernas y tienden a incumplir su misión de bloquearlo, reducirlo y defenderlas. A Chávez lo coronaron entre el Presidente de la República que lo precedió, la presidenta de la Corte de Justicia y los jefes de las instituciones y organizaciones sociales encargadas de neutralizarlo. El triunfo de Bolsonaro revela las taras del análisis político de peluquería que, casi sin excepción, lo atribuye a la reacción contra las taras del sistema, la crisis de los partidos, las fallas del liderazgo y bla bla.

Lugar común, lugar de todos

Enumeran la corrupción, la ineficacia, la miseria y demás lugares comunes que sirven para todo. Pero contra esta retahíla de naderías políticamente correctas, como se sabe, casi todos los estudios de opinión decían que Lula, el fundador de la corrupción sistémica en Brasil, patriarca de Odebrecht, líder de un partido tradicional, barrería con apoyo masivo si no lo impedía el Poder Judicial. A las mayorías esos pecados no les molestaban demasiado y deseaban votar específicamente por ellos, lo que deberían reflexionar los análisis tapa amarilla en los que el pueblo es el verdugo republicano par excellance a nombre de la moral pública.

Las posibilidades de Fernando Haddad no eran brillantes. Para adular a su jefe, dijo que con el apoyo de Lula ganaría “hasta un poste”, lo que ayuda a comprender por qué su gestión en la alcaldía de Río de Janeiro fue gris. Sin embargo, el PT obtuvo la altísima votación de 45%. Parte del país quería votar por el gran corrupto carismático y benefactor. Como no lo tuvo sino a una especie de nulidad, escogen el punisher que suena como potencial nuevo repartidor, el antisistema que demostró repetidamente su carisma electo muchas veces como diputado y que en 2014, fue el candidato que recibió en Río la mayor votación al Parlamento.

Un underdog como Haddad no tenía vida entre las figuras tan fuertes de Lula y Bolsonaro, quien como López Obrador, tiene por delante ejecutar o no los programas con los que ganaron. Ambos son amenazas populistas, de izquierda o de derecha lo mismo da, que pueden o no materializarse. Que dos países gigantes de Latinoamérica estén a un paso de lo que vivió Venezuela, tiene que mantenernos en ascuas. Si Bolsonaro intenta llevar adelante sus prejuicios racistas y sus políticas del siglo XIX contra las mujeres, los homosexuales y otras minorías, iniciará la desestabilización.

El otro es López Obrador Igual que si López Obrador pretende avanzar con sus odios contra las clases medias proyankis, los blancos, el Acuerdo de Libre Comercio con EEUU, la modernización, los riquitos, las empresas privadas y todo lo que ha construido la prosperidad de México. Estamos en la era Trump y por lo tanto la extravagancia, la irracionalidad, la inmoderación, tienen papeles de identidad en el mundo. Vargas Llosa dijo recientemente que era el problema de tener un presidente tercermundista en Estados Unidos.

Hillary le dio una paliza electoral, con casi tres millones de votos por arriba, pero por razones técnicas él está en la presidencia. El único estadista europeo occidental es la señora Merkel, mientras los líderes en España se debaten entre quién es el más fiel plagiario o el mejor agente de una amenaza revolucionaria. Rajoy se sumergió en el anonimato y Felipe mejor si hiciera lo mismo. Un grupo de países latinoamericanos se involucró en Venezuela con el fin de ayudarla a recuperar la democracia y sacar a Maduro, asesorados por algunos dementes, y su efecto fue contrario.

Contribuyeron a desvalorizar el voto ante la ciudadanía y sumergieron a Venezuela en una laguna Estigia, sin esperanza democrática visible, con una oposición malherida. No existe ni vale la pena que exista unidad ni niño muerto, ni puente ni túnel, que pasen por otro lugar que no sea la estrategia democrática, constitucional, pacífica, negociada, cuyo centro sea la recuperación del voto y reconstruir los partidos políticos. Hablar de unidad fuera de eso, nos tiende a ubicar entre los parámetros conceptuales de esa categoría analítica divulgada por Norkys Batista.

Carlos Raúl Hernández

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