CARLOS RAÚL HERNÁNDEZ 04 de noviembre de 2018
Cada
vez que triunfa una de esas pesadillas como Jair Bolsonaro, queda la esperanza
de que finalmente se imponga la racionalidad y las instituciones frenen esas
bestias apocalípticas con la manía de destruir una parte de la sociedad para
“adecentarla” o favorecer a otra. Este stand-by sicológico es humano,
comprensible y a veces resulta. Con Chávez quienes confiaban que tuviera su
epifanía, vivieron la realidad. Pepe Mujica, al contrario, pese a haber sido
jefe tupamaro y preso político víctima de torturas, hizo un gobierno democrático
y de apertura económica, cuyos beneficios aun no terminan. El caso de Lula es
contrario.
Realizó
una gestión correcta desde los puntos de vista democrático y de política
económica, mientras edificaba un Estado paralelo de corrupción como pocos, cosa
que, por cierto, nada influyó en los resultados del domingo pasado. Era
previsible, sin embargo, que la destitución de Rousseff se tradujera en algún
cisne negro. Con el apoyo de notorios exponentes de la cultura, generalmente
ciegos en política, López Obrador es una tensa expectativa, pero quienes sí ven
piensan que es una amenaza.
Escribió
Isaiah Berlin que cuando un pistolero poderoso y decidido se planta frente a
las instituciones democráticas, a éstas les tiemblan las piernas y tienden a
incumplir su misión de bloquearlo, reducirlo y defenderlas. A Chávez lo
coronaron entre el Presidente de la República que lo precedió, la presidenta de
la Corte de Justicia y los jefes de las instituciones y organizaciones sociales
encargadas de neutralizarlo. El triunfo de Bolsonaro revela las taras del
análisis político de peluquería que, casi sin excepción, lo atribuye a la
reacción contra las taras del sistema, la crisis de los partidos, las fallas
del liderazgo y bla bla.
Lugar común, lugar de todos
Enumeran
la corrupción, la ineficacia, la miseria y demás lugares comunes que sirven
para todo. Pero contra esta retahíla de naderías políticamente correctas, como
se sabe, casi todos los estudios de opinión decían que Lula, el fundador de la
corrupción sistémica en Brasil, patriarca de Odebrecht, líder de un partido
tradicional, barrería con apoyo masivo si no lo impedía el Poder Judicial. A
las mayorías esos pecados no les molestaban demasiado y deseaban votar
específicamente por ellos, lo que deberían reflexionar los análisis tapa
amarilla en los que el pueblo es el verdugo republicano par excellance a nombre
de la moral pública.
Las
posibilidades de Fernando Haddad no eran brillantes. Para adular a su jefe,
dijo que con el apoyo de Lula ganaría “hasta un poste”, lo que ayuda a
comprender por qué su gestión en la alcaldía de Río de Janeiro fue gris. Sin
embargo, el PT obtuvo la altísima votación de 45%. Parte del país quería votar
por el gran corrupto carismático y benefactor. Como no lo tuvo sino a una
especie de nulidad, escogen el punisher que suena como potencial nuevo
repartidor, el antisistema que demostró repetidamente su carisma electo muchas
veces como diputado y que en 2014, fue el candidato que recibió en Río la mayor
votación al Parlamento.
Un
underdog como Haddad no tenía vida entre las figuras tan fuertes de Lula y
Bolsonaro, quien como López Obrador, tiene por delante ejecutar o no los
programas con los que ganaron. Ambos son amenazas populistas, de izquierda o de
derecha lo mismo da, que pueden o no materializarse. Que dos países gigantes de
Latinoamérica estén a un paso de lo que vivió Venezuela, tiene que mantenernos
en ascuas. Si Bolsonaro intenta llevar adelante sus prejuicios racistas y sus
políticas del siglo XIX contra las mujeres, los homosexuales y otras minorías,
iniciará la desestabilización.
El
otro es López Obrador Igual que si López Obrador pretende avanzar con sus odios
contra las clases medias proyankis, los blancos, el Acuerdo de Libre Comercio
con EEUU, la modernización, los riquitos, las empresas privadas y todo lo que
ha construido la prosperidad de México. Estamos en la era Trump y por lo tanto
la extravagancia, la irracionalidad, la inmoderación, tienen papeles de
identidad en el mundo. Vargas Llosa dijo recientemente que era el problema de
tener un presidente tercermundista en Estados Unidos.
Hillary
le dio una paliza electoral, con casi tres millones de votos por arriba, pero
por razones técnicas él está en la presidencia. El único estadista europeo
occidental es la señora Merkel, mientras los líderes en España se debaten entre
quién es el más fiel plagiario o el mejor agente de una amenaza revolucionaria.
Rajoy se sumergió en el anonimato y Felipe mejor si hiciera lo mismo. Un grupo
de países latinoamericanos se involucró en Venezuela con el fin de ayudarla a
recuperar la democracia y sacar a Maduro, asesorados por algunos dementes, y su
efecto fue contrario.
Contribuyeron
a desvalorizar el voto ante la ciudadanía y sumergieron a Venezuela en una
laguna Estigia, sin esperanza democrática visible, con una oposición malherida.
No existe ni vale la pena que exista unidad ni niño muerto, ni puente ni túnel,
que pasen por otro lugar que no sea la estrategia democrática, constitucional,
pacífica, negociada, cuyo centro sea la recuperación del voto y reconstruir los
partidos políticos. Hablar de unidad fuera de eso, nos tiende a ubicar entre
los parámetros conceptuales de esa categoría analítica divulgada por Norkys
Batista.
Carlos
Raúl Hernández
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