Laureano Márquez 05 de julio de 2019
Ya
perdí la cuenta de cuantas veces lo he leído y todas me afecta de la misma
manera: el capitán de corbeta llegó al tribunal “molido” por las torturas, con
la mirada perdida, sentado en una silla de ruedas ante la imposibilidad de
tenerse en pie, solo era capaz de pronunciar débilmente una palabra,
dirigiéndose a su abogado: “¡auxilio!”. Me revuelve el alma el pensar en qué
clase de horrores viviría este ser humano en sus últimas horas, en el dolor de
su familia, de su esposa, de su madre, que no trajo un hijo al mundo para verlo
sufrir. Pienso en María ante la cruz.
El
llamado de “¡Auxilio!”, del capitán de corbeta Rafael Acosta Arévalo no es solo
suyo, es el de toda una nación desesperada que ya no sabe qué hacer. Una nación
que se equivocó en su elección -ciertamente- por la confluencia de una multitud
de razones y de ignorancias acumuladas, que también tienen culpables, pero que
no merece ser torturada hasta morir por ello. Venezuela está siendo asesinada
cruelmente y se necesitaría no tener corazón para no denunciarlo a los cuatro
vientos, para no gritarlo con desesperación.
La
tortura en Venezuela hoy tiene demasiadas formas y modalidades. Como en toda
situación de maldad generalizada solo trascienden las más relevantes, pero el
horror se nos ha vuelto el pan nuestro de cada día: los mayores que viven de su
pensión también están siendo torturados, los niños que padecen en los
hospitales públicos, todo aquel que muere por falta de asistencia médica, por
carencia de insumos, aquel cuyo sueldo no alcanza para dar de comer a sus hijos
recibe su dosis de tortura cada vez que se sienta a la mesa, el que huye
caminando por la frontera, cruzando páramos helados o perdiendo la vida ahogado
en el mar, las víctimas de la brutal represión, como terrible y doloroso caso
del joven tachirense que acaba de perder la vista a causa de perdigonazos a
quemarropa en medio de una protesta por la falta de gas, ¡le dispararon a los
ojos!: ¿qué clase de monstruo hay que ser para dispararle a la cara a un niño
de 16? ¿Cómo no va a estar nuestra alma destrozada?¿Cómo no vamos a increparla,
señora Bachelet, con tanto sufrimiento acumulado?
Toda
Venezuela es un solo grito de auxilio. Como en toda situación desesperada, ya
nadie sabe qué hacer, hemos perdido el rumbo, la razón nos abandona y cede su
espacio a la indignación y la rabia. ¿Cómo saldremos de este infierno en el que
nos hemos convertido? También eso nos tortura: ya no sólo detestamos al
narcoregimen criminal, asesino, corrupto y cruel, nos detestamos todos, incluso
los que estamos de acuerdo, a favor de la democracia, bien por una ambición de
poder que luce absurda ante los acontecimientos que nos agobian, bien porque
toda propuesta nos parece una traición que nos lleva a descalificar al que ayer
era nuestro héroe.
Estamos
perdidos señores del mundo y tenemos razones para ello, no es poca cosa lo que
nos ha tocado. El régimen venezolano será estudiado en ciencia política como
una de las peores degradaciones de la convivencia humana en la historia
universal. El nuestro es el peor de todos los rumbos que puede tomar la
conducción de un Estado: su conversión en una banda criminal de asesinato y
tortura. La situación venezolana puede terminar en una de las más dolorosas
tragedias de la historia, si el mundo no se la toma en serio, si gente
deleznable continúa mediando en nuestra desgracia, zamureando nuestras ruinas
para su propio provecho. Lo que sucede en Venezuela es para que las
organizaciones de derechos humanos actúen con claridad, contundencia y rapidez.
Eso de que este tiempo de dictadura no se mide en meses ni años, sino en
muertes es una angustiosa verdad.
Uno
entiende que los organismos internacionales no pueden hacer mucho, porque están
diseñados justamente para que no puedan hacer mucho. Un orden mundial de
justicia es imposible de lograr, mientras los intereses de las potencias lo
frenen, pero algo serio hay que hacer, más allá de contemplar la masacre y la
estampida de una nación. Nuestros connacionales tienen que ser socorridos,
dentro y fuera del país. Ya Venezuela, como como el capitán de corbeta Acosta
Arévalo, no puede tenerse en pie, con la mirada perdida, solo tiene fuerzas ya
ni siquiera para gritar, sino para susurrar una sola palabra: “¡auxilio!”.
Laureano
Márquez
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