Francisco Fernández-Carvajal 05 de julio de
2019
— Disponer el alma para recibir el don divino de la
gracia; los odres nuevos.
— La contrición restaura y prepara para recibir nuevas
gracias.
— La Confesión sacramental, medio para crecer en la
vida interior.
I. Jesús enseñaba,
y quienes le escuchaban le entendían bien. Todos los que oyeron por vez primera
las palabras que recoge el Evangelio de la Misa sabían de remiendos en los
vestidos, y todos también, acostumbrados a las faenas del campo, conocían lo
que pasa cuando se echa el vino nuevo, sacado de la uva recién vendimiada, en
los odres viejos. Con estas imágenes sencillas y bien conocidas enseñaba el
Señor las verdades más profundas acerca del Reino que Él vino a traer a las
almas: Nadie echa un remiendo de paño sin remojar a un manto pasado;
porque la pieza tira del manto y deja un roto peor. Tampoco se echa vino nuevo
en los odres viejos; porque revientan los odres: se derrama el vino y los odres
se estropean; el vino nuevo se echa en odres nuevos, y así las dos cosas se
conservan1.
Jesús declara la necesidad de acoger su doctrina con
un espíritu nuevo, joven, con deseos de renovación; pues de la misma manera que
la fuerza de la fermentación del vino nuevo hace estallar los recipientes ya
envejecidos, así también el mensaje que Cristo trae a la tierra tenía que
romper todo conformismo, rutina y anquilosamiento. Los Apóstoles recordarían
aquellos días junto a Jesús como el principio de su verdadera vida. No
recibieron su predicación como una interpretación más de la Ley, sino como una
vida nueva que surgía en ellos con ímpetu extraordinario y requería
disposiciones nuevas.
Siempre que los hombres se han encontrado con Jesús a
lo largo de estos veinte siglos, algo ha surgido en ellos, rompiendo actitudes
viejas y gastadas. Ya el Profeta Ezequiel había anunciado2 que
Dios otorgaría a los suyos otro corazón y les daría un espíritu nuevo. San
Beda, al comentar este pasaje del Evangelio, explica3 cómo
los Apóstoles serán transformados en Pentecostés y repletos a la vez del fervor
del Espíritu Santo. Esto ocurrirá después en la Iglesia con cada uno de sus
miembros, una vez recibido el Bautismo y la Confirmación. Estos nuevos odres,
el alma limpia y purificada, deben estar siempre llenos; «pues vacíos, los
carcome la polilla y la herrumbre; la gracia los conserva llenos»4.
El vino nuevo de la gracia necesita unas disposiciones
en el alma constantemente renovadas: empeño por comenzar una y otra vez en el
camino de la santidad, que es señal de juventud interior, de esa juventud que
tienen los santos, las personas enamoradas de Dios. Disponemos el alma para
recibir el don divino de la gracia cuando correspondemos a las mociones e
insinuaciones del Espíritu Santo, pues nos preparan para recibir otras nuevas
y, si no hemos sido del todo fieles, cuando acudimos al Señor pidiéndole que
sane nuestra alma. «Quita, Señor Jesús –le pedimos con San Ambrosio–, la
podredumbre de mis pecados. Mientras me tienes atado con los lazos del amor,
sana lo que está enfermo (...). Yo he encontrado un médico, que vive en el
Cielo y derrama su medicina sobre la tierra. Solo Él puede curar mis heridas,
pues no tiene ninguna; solo Él puede quitar al corazón su dolor, al alma su
palidez, pues Él conoce los secretos más recónditos»5.
Solo tu amor, Señor, puede preparar mi alma para
recibir más amor.
II. El Espíritu
Santo trae constantemente al alma un vino nuevo, la gracia santificante, que
debe crecer más y más. Este «vino nuevo no envejece, pero los odres pueden
envejecer. Una vez rotos se echan a la basura y el vino se pierde»6.
Por eso es necesario restaurar continuamente el alma, rejuvenecerla, pues son
muchas las faltas de amor, los pecados veniales quizá, que la indisponen para
recibir más gracias y la envejecen. En esta vida sentiremos siempre las heridas
del pecado: defectos del carácter que no se acaban de superar, llamadas de la
gracia que no sabemos atender con generosidad, impaciencias, rutina en la vida
de piedad, faltas de comprensión...
Es la contrición la que nos dispone para nuevas
gracias, acrecienta la esperanza, evita la rutina, hace que el cristiano se
olvide de sí mismo y se acerque de nuevo a Dios en un acto de amor más
profundo. La contrición lleva consigo la aversión al pecado y la conversión a
Cristo. Ese dolor de corazón no se identifica con el estado en que puede
encontrarse el alma por los efectos desagradables de la falta (la ruptura de la
paz familiar, la pérdida de una amistad...); ni siquiera consiste en el deseo
de no haber hecho lo que se ha hecho...: es la decidida condena de una acción,
la conversión hacia lo bueno, hacia la santidad de Dios manifestada en Cristo,
es «la irrupción de una vida nueva en el alma»7,
llena de amor al encontrarse otra vez con el Señor. Por eso no sabe
arrepentirse, no se siente movido a la contrición, quien no relaciona sus
pecados, los grandes y las pequeñas faltas, con el Señor.
Delante de Jesús, todas las acciones adquieren su
verdadera dimensión; si nos quedáramos solos ante nuestras faltas, sin esa
referencia a la Persona ofendida, probablemente justificaríamos y restaríamos
importancia a las faltas y pecados, o bien nos llenaríamos de desaliento y de
desesperanza ante tanto error y omisión. El Señor nos enseña a conocer la
verdad de nuestra vida y, a pesar de tantos defectos y miserias, nos llena de
paz y de deseo de ser mejores, de recomenzar de nuevo.
El alma humilde siente la necesidad de pedir a Dios
perdón muchas veces al día. Cada vez que se aparta de lo que el Señor esperaba
de ella ve la necesidad de volver como el hijo pródigo, con dolor
verdadero: padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de
ser llamado hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros8.
Y el Señor, «que está cerca de los que tienen el corazón contrito»9,
escuchará nuestra oración. Con esta contrición el alma se prepara continuamente
para recibir el vino nuevo de la gracia.
III. El
Señor, sabiendo que éramos frágiles, nos dejó el sacramento de la Penitencia,
donde el alma no solo sale restablecida, sino que, si había perdido la gracia,
surge con una vida nueva. A este sacramento debemos acudir con sinceridad
plena, humilde, contrita, con deseos de reparar. Una Confesión bien hecha
supone un examen profundo (profundo no quiere decir necesariamente largo, sobre
todo si nos confesamos con frecuencia): si es posible, ante el Sagrario, y
siempre en la presencia de Dios. En el examen de conciencia, el cristiano ve lo
que Dios esperaba de su vida y lo que en realidad ha sido; la bondad o malicia de
sus acciones, las omisiones, las ocasiones perdidas..., la intensidad de la
falta cometida, el tiempo que se permaneció en ella antes de pedir perdón10.
El cristiano que desea tener una conciencia delicada,
y para ello se confiesa con frecuencia, «no se contentará con una confesión
simplemente válida, sino que aspirará a una confesión buena que
ayude al alma eficazmente en su aspiración hacia Dios. Para que la confesión
frecuente logre este fin, es menester tomar con toda seriedad este principio:
sin arrepentimiento no hay perdón de los pecados. De aquí nace esta norma
fundamental para el que se confiesa con frecuencia: no confesar ningún pecado
venial del que uno no se haya arrepentido seria y sinceramente.
»Hay un arrepentimiento general. Es el
dolor y la detestación de los pecados cometidos en toda la vida pasada. Ese
arrepentimiento general es para la confesión frecuente de una importancia
excepcional»11, pues ayuda a restañar las heridas que dejaron las flaquezas,
purifica el alma y la hace crecer en el amor al Señor.
La sinceridad nos llevará siempre que sea necesario a
descender a esos pequeños detalles que dan a conocer mejor nuestra flaqueza:
¿cómo?, ¿cuándo?, ¿por qué motivo?, ¿cuánto tiempo?; evitando tanto el detalle
insustancial y prolijo como la generalización, diciendo con sencillez y
delicadeza lo que ha ocurrido, el verdadero estado del alma, huyendo de las
divagaciones, como «no fui humilde», «tuve pereza», «he faltado a la
caridad»..., cosas, por otra parte, aplicables casi siempre al común de los
mortales. Al practicar la Confesión frecuente hemos de cuidar siempre que
sea un acto personal en el que nosotros pedimos perdón al
Señor de flaquezas muy concretas y reales, no de generalidades difusas.
Este sacramento de la misericordia es refugio seguro;
allí se curan las heridas, se rejuvenece lo que ya estaba gastado y envejecido,
y todos los extravíos, grandes y pequeños, se remedian. Porque la Confesión no
solo es un juicio en el que las deudas son perdonadas, sino también medicina
del alma.
La Confesión impersonal esconde con frecuencia un
punto de soberbia y de amor propio que trata de enmascarar o justificar lo que
humilla y deja, humanamente, en mal lugar. Quizá pueda ayudarnos, para hacer
más personal este acto de la penitencia, cuidar hasta el modo de confesarnos:
«yo me acuso de ...», pues no es este sacramento un relato de cosas sucedidas,
sino autoacusación humilde y sencilla de nuestros errores y flaquezas ante Dios
mismo, que nos perdonará a través del sacerdote y nos inundará con su gracia.
«¡Dios sea bendito!, te decías después de acabar tu
Confesión sacramental. Y pensabas: es como si volviera a nacer.
»Luego, proseguiste con serenidad: “Domine, quid me
vis facere?” —Señor, ¿qué quieres que haga?
»—Y tú mismo te diste la respuesta: con tu gracia, por
encima de todo y de todos, cumpliré tu Santísima Voluntad: “serviam!” —¡te
serviré sin condiciones!»12.
Te serviré, Señor, como siempre has querido que lo haga: con sencillez, en
medio de mi vida corriente, en lo ordinario de todos los días.
1 Mt 9,
16-17. —
2 Ez 36,
26. —
3 San
Beda, Comentario al Evangelio de San Marcos, 2, 21-22.
—
4 San
Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, 5, 26.
—
5 Ibídem,
5, 27. —
6 G.
Chevrot, El Evangelio al aire libre, Herder, Barcelona
1961, p. 111. —
7 Cfr. M.
Schmaus, Teología dogmática, Rialp, 2ª ed., Madrid 1963,
vol. VI, p. 562. —
8 Lc 15,
18-19. —
9 San
Agustín Comentario al Evangelio de San Juan, 15, 25.
—
10 Cfr. San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, II, 19.
—
11 B.
Baur, La confesión frecuente, Herder, Barcelona 1957, pp.
37-38. —
12 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 238.
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