Francisco Fernández-Carvajal 07 de julio de
2019
— No es posible amar, seguir o escuchar a Cristo, sin
amar, seguir o escuchar a la Iglesia.
— En Ella, participamos de la Vida de Cristo.
— Fe, esperanza y amor a la Iglesia.
I. Todos buscan a
Jesús. Todos lo necesitan, y Él siempre está dispuesto a compadecerse de
cuantos se le acercan con fe. Su Humanidad Santísima era como el canal por el
que discurrían todas las gracias, mientras permaneciera entre los hombres. Por
eso, toda la multitud intentaba tocarle, porque salía de Él una fuerza
que sanaba a todos.
La mujer de la que habla el Evangelio de la Misa1 también
se sintió movida a acercarse a Cristo. A sus sufrimientos físicos –ya doce
años– se añadía la vergüenza de sentirse impura según la ley. En el pueblo
judío se consideraba impura no solamente la mujer afectada de una enfermedad de
este tipo, sino todo lo que ella tocaba. Por eso, para no ser notada por la
gente, se acercó a Jesús por detrás y tocó tan solo su manto. «Tocó
delicadamente el ruedo del manto, se acercó con fe, creyó y supo que había sido
sanada...»2.
Estas curaciones, los milagros, las expulsiones de los
demonios que Cristo realizó mientras vivía en la tierra, eran una prueba de que
la Redención era ya una realidad, no una mera esperanza. Estas gentes que se
acercan hasta el Maestro son como un anticipo de la devoción de los cristianos
a la Santísima Humanidad de Cristo. Después, cuando estaba próximo a marcharse
al Cielo, junto al Padre, sabiendo que siempre andaríamos necesitados de Él,
dispuso los medios para que, en cualquier tiempo y lugar, pudiéramos recibir la
infinita riqueza de la Redención: fundó la Iglesia, bien visible y localizable.
Con ella ocurre algo parecido a lo que buscaban aquellas gentes en el Hijo de
María. Estar en la Iglesia es estar con Jesús, unirse a este redil
es unirse a Jesús, pertenecer a esa sociedad es ser miembro de su Cuerpo. Solo en
ella encontramos a Cristo, al mismo Cristo, aquel que esperaba el pueblo
elegido.
Quienes pretenden ir a Cristo dejando a un lado a su
Iglesia, o incluso maltratándola, podrían un día llevarse la misma sorpresa de
San Pablo en el camino de Damasco: Yo soy Jesús, a quien tú persigues3.
Y «no dice –resalta San Beda–: ¿por qué persigues a mis miembros?, sino ¿por
qué me persigues?, porque Él todavía padece afrentas en su Cuerpo, que es la
Iglesia»4. Pablo no supo hasta ese momento que perseguir a la
Iglesia era perseguir al mismo Jesús. Más tarde, cuando hable sobre Ella,
lo hará describiéndola como el Cuerpo de Cristo5,
o simplemente como Cristo6;
y a los fieles como sus miembros7.
No es posible amar, seguir o escuchar a Cristo, sin
amar, seguir o escuchar a la Iglesia, porque Ella es la presencia, sacramental
y misteriosa a la vez, de Nuestro Señor, que prolonga su misión salvífica en el
mundo hasta el final de los tiempos.
II. Nadie puede
decir que ama a Dios si no escoge el camino –Jesús– establecido por el mismo
Dios: Este es mi Hijo amado (...), escuchadle8.
Y resulta ilógica la pretensión de ser amigos de Cristo despreciando su palabra
y sus deseos.
Aquellas gentes que llegan de todas partes encuentran
en Jesús a alguien que, con autoridad, les habla de Dios –Él mismo es la
Palabra divina hecha carne–: encuentran a Jesús Maestro. Y ahora quedamos
vinculados a Él cuando aceptamos la doctrina de la Iglesia: El que a
vosotros oye, a Mí me oye, y el que a vosotros desecha, a Mí me desecha9.
Jesús es, además, nuestro Redentor. Es el Sacerdote,
poseedor del único sacerdocio, que se ofreció a sí mismo como propiciación por
los pecados. Cristo no se apropió la gloria de ser Sumo Sacerdote, sino
que se lo otorgó el que le dijo: Tú eres mi hijo...10.
A Jesús-Sacerdote y Víctima, que honra a Dios Padre y nos santifica a nosotros,
nos unimos en cuanto participamos en la vida de la Iglesia; de sus sacramentos
en particular, que son como canales divinos por los que fluye la gracia hasta
llegar a las almas. Cada vez que los recibimos nos ponemos en contacto con
Cristo mismo, fuente de toda gracia. A través de los sacramentos, los méritos
infinitos que Cristo nos ganó alcanzan a los hombres de todas las épocas y son,
para todos, firme esperanza de vida eterna. En la Sagrada Eucaristía, que
Cristo mandó celebrar a la Iglesia, renovamos su oblación e inmolación: Este
es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en conmemoración mía11;
y solo la Sagrada Eucaristía nos garantiza esa Vida que Él nos ha ganado: si
alguno come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que Yo le daré es mi
carne, vida del mundo...12.
La condición para participar en este sacrificio y
banquete radica en otro de los sacramentos, que Cristo confirió a su Iglesia,
el Bautismo: Id, pues; enseñad a todas las gentes bautizándolas en el
nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo13. El
que creyere y fuere bautizado se salvará...14.
Y Si nuestros pecados nos han apartado de Dios, también la Iglesia es el medio
para restituir nuestra condición de miembros vivos del Señor: a quien
perdonareis los pecados -dice a sus Apóstoles- les serán
perdonados; a quienes se los retuviereis les serán retenidos15.
Nuestro Señor estableció que esta vinculación profundísima con Él se realizara
a través de esos signos visibles de la vida sacramental de su Iglesia. En los
sacramentos también encontramos a Cristo.
Y aunque alguna vez se dieran disensiones dentro de la
Iglesia, no nos sería difícil encontrar a Cristo. Las mayorías o las minorías
poco significan cuando se trata de encontrar a Jesús: en el Calvario solo
estaba su Madre con unas pocas mujeres y un adolescente, ¡pero allí, a pocos
metros, estaba Jesús! En la Iglesia también sabemos dónde está el Señor: Yo
te daré -declaró a Pedro- las llaves del reino de los cielos,
y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la
tierra será desatado en los cielos16.
Y ni siquiera las negaciones de Simón fueron suficientes para revocar estos
poderes. El Señor, una vez resucitado, los confirmó de modo solemne: Apacienta
mis corderos (...). Apacienta mis ovejas17.
La Iglesia está donde están Pedro y sus sucesores, los obispos en comunión con
él.
III. En
la Iglesia vemos a Jesús, al mismo Jesús a quien las multitudes querían
tocar porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos. Y pertenece
a la Iglesia quien a través de su doctrina, de sus sacramentos y de su régimen,
se vincula a Cristo Maestro, Sacerdote y Rey. Con la Iglesia, en cierto modo,
mantenemos las mismas relaciones que con el Señor: fe, esperanza y caridad.
En primer lugar fe, que significa creer lo
que en tantas ocasiones no es evidente. También los contemporáneos de Jesús
veían a un hombre que trabajaba, se fatigaba, necesitaba de alimento, sentía
dolor, frío, miedo..., pero aquel Hombre era Dios. En la Iglesia conocemos a
gentes santas, que muchas veces pasan en la oscuridad de una vida corriente,
pero vemos también a hombres débiles, como nosotros, mezquinos, perezosos,
interesados... Pero si han sido bautizados y permanecen en gracia, a pesar de
todos los defectos están en Cristo, participan de su misma vida. Y si son
pecadores, también la Iglesia los acoge en su seno, como a miembros más
necesitados.
Nuestra actitud ante la Iglesia ha de ser también
de esperanza. Cristo mismo aseguró: Sobre esta piedra
edificaré Yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella18.
Será siempre la roca firme donde buscar seguridad ante los
bandazos que va dando el mundo. Ella no falla, porque en Ella encontramos
siempre a Cristo.
Y si a Dios le debemos caridad, amor, este
debe ser nuestro mismo sentir ante nuestra Madre la Iglesia, pues «no puede
tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre»19.
Es la madre que nos comunica la vida: esa vida de Cristo por la que somos hijos
del Padre. Y a una madre se la quiere. Solo los malos hijos permanecen
indiferentes, a veces hostiles, hacia quien les dio el ser. Nosotros tenemos
una buena madre: por eso nos duelen tanto las heridas que le producen los de fuera
y los de dentro, y las enfermedades que pueden sufrir otros miembros. Por eso,
como buenos hijos, procuramos no airear las miserias humanas –pasadas o
presentes– de tales o cuales cristianos, constituidos o no en autoridad: no de
la Iglesia, que es Santa, y tan misericordiosa que ni a los pecadores niega su
solicitud maternal. ¿Cómo hablar de Ella con frialdad, con dureza o con
desgarro? ¿Cómo se puede permanecer «imparcial» ante una madre? No lo somos, ni
queremos serlo. Lo suyo es lo nuestro, y no se nos puede pedir una postura de
neutralidad, propia de un juez frente a un reo, pero no de un hijo en relación
a su madre.
Somos de Cristo cuando somos de la Iglesia: en Ella nos hacemos miembros de su Cuerpo, que
concibió, gestó y alumbró Nuestra Señora. Por eso, María Santísima es «Madre de
la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como
de los pastores»20.
La última joya que la piedad filial ha engarzado en las letanías de Nuestra
Señora, el más reciente piropo a la Madre de Cristo, es apenas un
sinónimo: Madre de la Iglesia.
1 Mt 9,
20-22. —
2 San
Ambrosio, Comentario al Evangelio de San Lucas, VI, 56.
—
3 Hech 9,
5. —
4 San
Beda, Comentario a los Hechos de los Apóstoles, in loc.
—
5 1
Cor 12, 27. —
6 1
Cor 1, 13. —
7 Rom 12,
5. —
8 Mt 17
5. —
9 Lc 10,
16. —
10 Heb 5,
5. —
11 Lc 22,
19. —
12 Lc 6,
51. —
13 Mt 28,
19. —
14 Mc 16,
16. —
15 Jn 20,
23. —
16 Mt 16,
19. —
17 Jn 21,
15-17 —
18 Mt 16,
18. —
19 San
Cipriano, Sobre la unidad, 6, 8.—
20 Pablo
VI, Alocución 21-XI-1964.
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