Francisco Fernández-Carvajal 02 de julio de
2019
— El Señor se presenta, en ocasiones, de manera
distinta a como nosotros le esperábamos.
— Desprendimiento para ver a Jesús y para hacer su
voluntad cuando no coincide con la nuestra.
— Mirar con fe las circunstancias humanamente
desfavorables, y descubrir en ellas al Señor.
I. Llegó Jesús a la
otra orilla del lago, a la región de los gadarenos, en tierra de
gentiles1; quizá busca un sitio retirado para descansar con sus
discípulos. Allí curó el Señor a dos endemoniados que le salieron al encuentro.
Cerca del lugar había una piara de cerdos; los demonios le rogaron que, si los
expulsaba de estos hombres atormentados, los enviara a la piara. Y el Señor se
lo permitió. Y ellos salieron y entraron en los cerdos. Entonces toda
la piara corrió con ímpetu por la pendiente hacia el mar y pereció en el agua.
Los porqueros huyeron y al llegar a la ciudad contaron todo, en particular lo
de los endemoniados. Ante esto, toda la ciudad salió al encuentro de Jesús y,
al verle, le rogaron que se alejara de su región.
Le rogaron que se alejara de aquel lugar. Fue la gran oportunidad perdida
por estas gentes; tuvieron a Dios mismo entre ellos, y no supieron verlo. Quizá
nunca más pasó por aquellas tierras. ¡Lo tuvieron tan cerca!, ¡y le rogaron que
se alejara! ¡A Aquel que llevaba consigo todos los bienes! ¡Qué poco
hospitalario es a veces el mundo para con su Señor! Con frecuencia, para muchos,
son los bienes materiales lo que cuenta, y no es raro ver cómo se intenta
construir una sociedad en la que el Señor no está presente, no le dejan sitio,
«como si Dios no mereciera ningún interés en el ámbito del proyecto operativo y
asociativo del hombre»2.
El que da sentido a todo es excluido. El Señor ilumina el dolor, la alegría, la
vida, la muerte, el trabajo... Y sin Él nada vale la pena. «Exclusión
de Dios, ruptura con Dios, desobediencia a Dios; a lo largo de toda la
historia humana esto ha sido y es bajo formas diversas el pecado, que puede
llegar hasta la negación de Dios y de su existencia, hasta el ateísmo»3.
En el fondo de muchas actitudes que rechazan o excluyen la verdad sobrenatural
se encuentra un radical materialismo práctico, el aprecio a los bienes
materiales por encima de todo, que impide ver la acción del Señor en lo que nos
rodea.
Nosotros decimos a Jesús que queremos ponerle en la
cima de todas las tareas humanas, a través de un trabajo profesional hecho a
conciencia; que queremos que entre de lleno en nuestra vida, en la familia, que
dé sentido a lo que somos y a lo que poseemos: a nuestra inteligencia, a
nuestro corazón, a la amistad, a los amores limpios de cada uno según su
peculiar vocación. Le decimos que queremos estar vigilantes, como el centinela,
para darle entrada en el alma, también cuando se presente de una manera
distinta a como le esperábamos.
II. Aquellos
gentiles, a pesar del milagro relatado por los porqueros y de ver libres y
sanos a los dos endemoniados, no quisieron recibir a Jesús. ¡Cómo se hubieran
llenado de bienes sus casas y, sobre todo, sus almas!; pero estaban ciegos para
los bienes espirituales. Como ocurre hoy a tantos; muchos tienen sus proyectos
para ser felices, y demasiado a menudo miran a Dios simplemente como alguien
que les ayudará a llevarlos a cabo. «El estado verdadero de las cosas es
completamente al contrario. Dios tiene sus planes para nuestra felicidad, y
está esperando que le ayudemos a realizarlos. Y quede bien claro que nosotros
no podemos mejorar los planes de Dios»4.
Algunos cristianos, por estar excesivamente apegados a
sus ideas y caprichos, le dicen a Jesús que se retire de su vida, precisamente
cuando más cerca estaba y cuando más le necesitaban: al llegar la enfermedad,
la contradicción..., cuando se han perdido unos bienes materiales que
probablemente era necesario perder para recibir al Bien supremo, que llega, en
bastantes ocasiones, por caminos distintos a los que ellos deseaban. Quizá le
esperaban en el triunfo, y se presenta en la ruina o en el fracaso; no en el
fracaso producido por la desidia, por no haber puesto los medios o el estudio
necesario, que debe llevar en todo caso a un acto de contrición y a recomenzar
con un propósito firme, sino al fracaso que llega cuando, a nuestro entender,
se habían puesto todos los medios humanos y sobrenaturales para salir a flote.
Él llega en ocasiones por caminos diferentes a aquellos por los que le
estábamos esperando. ¡Cuántas veces la lógica de Dios no coincide con la lógica
de los hombres! Es el momento de abrazarse a su santa voluntad: «¿Lo quieres,
Señor?... ¡Yo también lo quiero!»5.
¡Cuántas veces, ante la contradicción que no esperábamos, hemos hecho nuestra
esta oración, de mil modos repetida!
Se ha dicho que «el plan de Dios es de una pieza».
Quizá la conversión de aquellos gentiles habría comenzado por la pérdida de
estos cerdos, por el desprendimiento que esto suponía; quizá habrían sido los
primeros gentiles en recibir el Bautismo después de la dispersión producida con
motivo de la primera persecución en Judea. Al final de la vida, a veces mucho
antes, veremos cómo encajan esas piezas que parecían sueltas y sin sentido:
todas las cosas concurren para el bien de los que aman a Dios6.
Para descubrir la voluntad del Señor en todos los
acontecimientos de la vida, también en los menos gratos, en los que nos han
ocasionado perjuicios y molestias, para seguir de cerca a Cristo en toda
circunstancia, «hemos de estar seriamente desprendidos de nosotros mismos: de
los dones de la inteligencia, de la salud, de la honra, de las ambiciones
nobles, de los triunfos, de los éxitos.
»Me refiero también (...) a esas ilusiones limpias,
con las que buscamos exclusivamente dar toda la gloria a Dios y alabarle,
ajustando nuestra voluntad a esta norma clara y precisa: Señor, quiero esto o
aquello solo si a Ti te agrada, porque si no, a mí, ¿para qué me interesa?
Asestamos así un golpe mortal al egoísmo y a la vanidad, que serpean en todas
las conciencias; de paso que alcanzamos la verdadera paz en nuestras almas, con
un desasimiento que acaba en la posesión de Dios, cada vez más íntima y más
intensa»7.
Es necesario purificar el corazón de amores
desordenados (con frecuencia el amor desordenado de uno mismo, el excesivo
apagamiento a los bienes que posee o a los que desearía tener, a las propias
ideas y opiniones, a los proyectos que uno se ha hecho acerca de su propia
felicidad...) para confiar más en nuestro Padre Dios. Entonces podremos ver con
claridad y podremos interpretar acertadamente los acontecimientos, descubriendo
siempre a Jesús en ellos.
III. Si
no hubiera tenido lugar aquella hecatombe de los cerdos, los porqueros
probablemente no habrían bajado al pueblo y sus habitantes no se habrían
enterado de que Jesús estaba allí, tan cerca. Si la mujer que encontró al
Maestro en Cafarnaún no hubiera estado tantos años enferma y malgastado sus
bienes en médicos, no se hubiera quizá acercado al Maestro para tocar la orla
de su vestido y no habría oído nunca aquellas palabras consoladoras de Jesús,
las más importantes de su vida, que bien valían todos los sufrimientos y los
gastos inútiles... Lo que a nosotros nos parece un mal, quizá no lo es tanto;
solo el pecado es un mal absoluto, y de él –con amor, con humildad y
contrición– se puede sacar el sabrosísimo fruto de un encuentro nuevo con
Cristo8, en el que el alma sale rejuvenecida.
Detrás de esos males aparentes (enfermedad, cansancio,
dolor, ruina...) encontramos siempre a Jesús que nos sonríe y nos da la mano
para sobrellevar esa situación y crecer por dentro. ¡Cómo daría gracias aquel
leproso por el mal terrible de su enfermedad, pues fue lo que le llevó a
Cristo! Los males de esta vida son una continua llamada a nuestro corazón, que
nos dice: ¡el Maestro está aquí y te llama!9.
Pero si estamos más apegados a nuestros proyectos, a la salud, a la vida... que
a la voluntad de Dios –a veces misteriosa e incomprensible al principio para
nosotros–, solo veremos en la desgracia la pérdida de un bien que, siendo
relativo y parcial, quizá nosotros hemos convertido en absoluto y definitivo.
¡Qué error tan grande si no supiéramos ver en esos momentos a Jesús que nos
visita!
Con una lógica distinta a la nuestra, el Señor va
disponiendo los acontecimientos para que, con dolor unas veces y con gusto
otras, nos vayamos desprendiendo de todo para que Él llene nuestra existencia
entera. Muchas veces hemos de pensar en la acción íntima de Dios en nosotros,
pues Él dispone hasta la más pequeña circunstancia para que seamos felices,
para facilitar el desprendimiento de nosotros mismos, de nuestros proyectos...,
para que seamos santos. A los ojos de Dios «una sola alma tiene más valor que
todo el universo, y las maravillas que Dios opera en lo secreto de nuestras
vidas son, con mucho, más extraordinarias que todos los esplendores del cosmos
material»10. Si estos gentiles hubieran comprendido quién estaba delante
de ellos, si hubieran captado el prodigio obrado en aquellos dos hombres que
fueron redimidos del demonio, ¿qué hubiera importado la desgracia económica, si
por ella habían conocido a Jesús? Habrían dado gracias por ella, invitarían a
Jesús y habrían organizado una buena fiesta porque el Maestro estaba con ellos
y porque habían recuperado a dos hombres de los suyos.
Si miramos con fe las pequeñas o las grandes
desgracias de la vida, terminaremos siempre dando gracias por ellas: por
aquella enfermedad, por la humillación que sufrimos por parte de quien menos la
esperábamos, por el hambre, por la sed, por la pérdida de un empleo...
¡Gracias, Señor –le diremos en la intimidad del corazón–, porque Te has
presentado, aunque haya sido por donde menos te esperaba! Pidámosle a la
Virgen, ¡que tanto supo de contradicciones, de zozobras y de dolor!, que nos
enseñe a no perder esas oportunidades de encontrar a Jesús en medio de esas
circunstancias humanamente más desfavorables.
1 Mt 8,
28-34. —
2 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et poenitentia,
2-XII-1984, 14. —
3 Ibídem.
—
4 E.
Boylan, El amor supremo, Rialp, Madrid 1954, vol. II, p.
46. —
5 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 762. —
6 Rom 8,
28. —
7 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, Rialp, 2ª ed., Madrid
1977, 114. —
8 Cfr. San
Bernardo, Sobre La falacia y brevedad de la vida, 6.
—
9 Jn 11,
28. —
10 M.
M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid
1983, p. 249.
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