Francisco Fernández-Carvajal 08 de julio de
2019
— Muchos combates se libran cada día en el corazón del
hombre. Ayuda constante del Señor.
— Para seguir a Cristo es necesario el esfuerzo
diario, alegre y humilde.
— Recomenzar muchas veces. Acudir a la Virgen Nuestra
Madre.
I. La lucha
misteriosa de Jacob con un ángel con figura de hombre a orillas del río Yaboc
señala un cambio radical en la vida del Patriarca. Hasta aquí Jacob había
llevado una conducta demasiado humana, apoyado solo en medios puramente
naturales. A partir de este momento confiará sobre todo en Dios, que reafirma
en él la Alianza con el pueblo elegido.
Pudo Jacob vencer en el combate solamente por la
fuerza que Dios le comunicó, y la lección de esta hazaña era que no le había de
faltar la bendición y la protección divina en las dificultades venideras1.
Así lo expresa el libro de la Sabiduría: Le concedió la palma en duro
combate para enseñarle que la piedad prevalece contra todo2.
Para los Santos Padres, esta escena del Antiguo
Testamento es imagen del combate espiritual que ha de sostener el cristiano
ante fuerzas muy superiores a él, y contra sus propias pasiones y tendencias,
inclinadas al mal después del pecado de origen: no es nuestra lucha la
sangre y la carne -advierte San Pablo-, sino contra los
principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo,
contra los espíritus malos de los aires3.
Son los ángeles rebeldes, vencidos ya por Cristo, pero que no dejarán de
incitar al mal hasta el fin de la vida del hombre. Todos los días hay combates
en nuestro corazón, enseña San Agustín. Cada hombre en su alma lucha contra un
ejército. Los enemigos son la soberbia, la avaricia, la gula, la sensualidad,
la pereza... Y es difícil –añade el santo– que estos ataques no nos produzcan
alguna herida4. Sin embargo, tenemos la seguridad de la victoria si echamos
mano de los recursos que el Señor nos ha dado: la oración, la mortificación, la
sinceridad plena en la dirección espiritual, la ayuda de nuestro Ángel Custodio
y, sobre todo, de nuestra Madre Santa María. Además, «si Aquel que ha entregado
su vida por nosotros es el juez de esta lucha, ¿qué orgullo y qué confianza no
tendremos?
»En los juegos olímpicos, el árbitro permanece en
medio de los dos adversarios, sin favorecer ni al uno ni al otro, esperando el
desenlace. Si el árbitro se coloca entre los dos contendientes, es porque su
actitud es neutral. En el combate que nos enfrenta al diablo, Cristo no
permanece indiferente: está por entero de nuestra parte. ¿Cómo puede ser esto?
Veis que nada más entrar en la liza –son palabras de San Juan Crisóstomo a unos
cristianos en el día de su bautismo– nos ha ungido, mientras que encadenaba al
otro. Nos ha ungido con el óleo de la alegría y a él le ha atado con lazos
irrompibles para paralizar sus asaltos. Si yo tengo un tropiezo, Él me tiende
la mano, me levanta de mi caída, y me vuelve a poner de pie»5.
Por muchas que sean las tentaciones, las dificultades,
las tribulaciones, Cristo es nuestra seguridad. ¡Él no nos deja!, ¡Él
no es neutral!, está siempre de nuestra parte. Todos podemos decir con San
Pablo: Omnia possum in eo qui me confortat... Todo lo puedo en
Cristo que me conforta, que me da las ayudas necesarias si acudo a Él, a los
medios que tiene establecidos.
II. Caminaba un
montañero hacia un refugio de alta montaña. El sendero subía más y más, y en
ocasiones resultaba difícil dar un paso; el frío azotaba su cara, pero el lugar
era impresionante por el gran silencio que allí reinaba y por la belleza del
paisaje.
El refugio, sencillo y tosco, resultó muy acogedor.
Muy pronto observó que, sobre la chimenea, estaba escrito algo con lo que se
identificó plenamente: «Mi puesto está en la cumbre». Allí está también nuestro
sitio: en la cumbre, junto a Cristo, en un deseo continuo de aspirar a la
santidad en el lugar donde estamos y a pesar de conocer bien el barro del que
estamos hechos, las flaquezas y los retrocesos. Pero sabemos también que el
Señor nos pide el esfuerzo pequeño y diario, la lucha sin tregua contra las
pasiones que tienden a tirarnos para abajo, el no pactar con los defectos, con
los errores. Lo que nos hará perseverar en este combate es el amor, el amor
profundo a Cristo, a quien buscamos incesantemente6.
La lucha ascética del cristiano ha de ser positiva,
alegre, constante, con «espíritu deportivo». «La santidad tiene la flexibilidad
de los músculos sueltos. El que quiere ser santo sabe desenvolverse de tal
manera que, mientras hace una cosa que le mortifica, omite –si no es ofensa a
Dios– otra que también le cuesta y da gracias al Señor por esta comodidad. Si
los cristianos actuáramos de otro modo, correríamos el riesgo de volvernos
tiesos, sin vida, como una muñeca de trapo.
»La santidad no tiene la rigidez del cartón: sabe
sonreír, ceder, esperar. Es vida: vida sobrenatural»7.
En la lucha interior encontraremos también fracasos.
Muchos de ellos tendrán poca importancia; otros sí la tendrán, pero el
desagravio y la contrición nos acercarán más al Señor. Y si hubiéramos roto en
pedazos lo más preciado de nuestra vida, Dios sabrá recomponerla si somos
humildes. Él perdona y ayuda siempre, cuando acudimos con el corazón contrito.
Hemos de aprender a recomenzar muchas veces; con una alegría nueva, con una
humildad nueva, pues incluso si se ha ofendido mucho a Dios y se ha hecho mucho
daño a los demás, se puede estar después muy cerca del Señor en esta vida y
luego en la otra, si existe verdadero arrepentimiento, si se lleva una vida
acompañada de penitencia. Humildad, sinceridad, arrepentimiento..., y volver a
empezar.
Dios cuenta con nuestra fragilidad y perdona siempre,
pero es preciso ser sinceros, arrepentirse, levantarse. Hay una alegría
incomparable en el Cielo cada vez que recomenzamos. Y a lo largo de nuestro
caminar tendremos que hacerlo en muchas ocasiones, porque siempre habrá faltas,
deficiencias, fragilidades, pecados. Que no nos falte nunca la sinceridad de
reconocerlo y de abrir el alma al Señor en el Sagrario y en la dirección
espiritual.
III. La
lucha diaria del cristiano se concretará de ordinario en cosas pequeñas: en
fortaleza para cumplir delicadamente los actos de piedad con el Señor, sin
abandonarlos por cualquier otra cosa que se nos presente, sin dejarnos llevar
por el estado de ánimo de ese día o de ese momento; en el modo de vivir la
caridad, corrigiendo formas destempladas del carácter (del mal carácter),
esforzándonos por tener detalles de cordialidad, de buen humor, de delicadeza
con los demás; en realizar acabadamente el trabajo que hemos ofrecido a Dios,
sin chapuzas, con perfección; en poner los medios para recibir la formación que
necesitamos...
Victorias y derrotas, caer y levantarse, recomenzar
siempre..., esto es lo que pide el Señor a todos. Esta lucha supone un amor
vigilante, un deseo eficaz de buscarle a lo largo del día. Este esfuerzo alegre
es el polo opuesto a la tibieza, que es dejadez, falta de interés en buscar a
Dios, pereza y tristeza en nuestras obligaciones para con Él y para con los
demás.
En este combate siempre contamos con la ayuda de
nuestra Madre Santa María, que sigue paso a paso nuestro caminar hacia su Hijo.
En la Liturgia de las Horas, la Iglesia recomienda todos los días a
los sacerdotes esta Antífona de la Virgen: Salve,
Madre soberana del Redentor, Puerta del Cielo siempre abierta, Estrella del
mar; socorre al pueblo que sucumbe y lucha por levantarse...8.
Este pueblo que cae y lucha por levantarse somos nosotros todos. Y este cambio
que se produce cada vez que comenzamos –aunque sea en aspectos que parecen de
poca importancia: en el examen particular, en los consejos recibidos en la
dirección espiritual, en los propósitos del examen de conciencia– es el más
grande que podemos imaginar. ¡Cuánto más cuando se trata de pasar de la muerte
del pecado a la vida de la gracia! «La humanidad ha hecho admirables
descubrimientos y ha alcanzado resultados prodigiosos en el campo de la ciencia
y de la técnica, ha llevado a cabo grandes obras en la vía del progreso y de la
civilización, y en épocas recientes se diría que ha conseguido acelerar el
curso de la historia. Pero el cambio fundamental, cambio que se puede definir
“original”, acompaña siempre el camino del hombre y, a través de los diversos
acontecimientos históricos acompaña a todos y a cada uno. Es el cambio entre el
“caer” y el “levantarse”, entre la muerte y la vida»9.
Cada vez que recomenzamos, que nos decidimos a luchar
una vez más, nos llega la ayuda de Santa María, Medianera de todas las
gracias. A Ella hemos de acudir con pleno abandono cuando las tentaciones
arrecien. «¡Madre mía! Las madres de la tierra miran con mayor predilección al
hijo más débil, al más enfermo, al más corto, al pobre lisiado...
»—¡Señora!, yo sé que tú eres más Madre que todas las
madres juntas... —Y, como yo soy tu hijo... Y, como yo soy débil, y enfermo...
y lisiado... y feo...»10.
1 Primera
lectura. Año I. Gen 32, 22-32. —
2 Sab 10,
12. —
3 Ef 6,
12. —
4 San
Agustín, Comentario al Salmo 99. —
5 San
Juan Crisóstomo, Catequesis bautismales, 3, 9-10. —
6 Tanquerey, Compendio
de teología ascética y mística, n. 193 ss. —
7 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 156. —
8 Liturgia
de las horas, Antífona Alma Redemptoris Mater. —
9 Juan
Pablo II, Enc. Redemptoris Mater, 25-III-1987, 52. —
10 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 234.
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