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martes, 2 de julio de 2019

¿NEGOCIAR CON EL MAL?, por Luis Gómez Calcaño




Luis Gómez Calcaño 01 de julio de 2019

La muerte del capitán Acosta Arévalo a manos de sus torturadores se suma a innumerables violaciones gravísimas de los derechos humanos cometidas directa y conscientemente bajo órdenes emitidas por la cúpula del poder, que incluye a los representantes del régimen cubano en Venezuela. No hay forma de escapar de la responsabilidad de los jerarcas en ese y muchos otros crímenes, por lo que, en un mundo ideal, ellos deberían ser perseguidos, juzgados y condenados como criminales. Sin embargo, al mismo tiempo se anuncia que la próxima semana se reanudarán conversaciones con representantes del régimen, auspiciadas por diversos países. La superposición de ambas noticias es chocante: ¿Cómo es posible sentarse a “conversar” con quienes cada día se manchan de la sangre de más venezolanos? ¿Se puede esperar que una banda de psicópatas atrincherada en el poder vaya a aceptar cualquier concesión y además la cumpla? ¿Sentarse con ellos no es legitimarlos y hacerse su cómplice?

Dos artículos recientes plantean argumentos en este sentido. Uno, breve, de Carlos Blanco en El Nacional del 26/6 (http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/lagrimas-negras_286478) y otro más extenso de Miguel Martínez Meucci en Trópico Absoluto del 29/6 (http://tropicoabsoluto.com/?p=1124).


Blanco, al referirse a la visita de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, a Venezuela, afirma que en fin de cuentas dicha visita favorece al régimen al normalizarlo: “En el lenguaje político nacional e internacional reciente hay una pugna entre la visión que sostiene que hay un enfrentamiento entre la mafia criminal roja y el movimiento democrático venezolano y mundial, y la que sostiene que hay dos partes legítimas –digamos, gobierno y oposición– contrapuestos, con altos niveles de intolerancia mutua. […] Bachelet entra a jugar como refuerzo de esta segunda posición. Más allá de sus intenciones, su metamensaje se orienta a que los ‘dos sectores políticos en pugna’ (nada de víctimas y victimarios) se sienten a noruegar por el Mar del Norte.”

La argumentación es clara: por definición, una “mafia criminal” no es un interlocutor válido, por lo que cualquier negociación o diálogo con ella sólo puede ser la de negociar sus condiciones de rendición. Como dice Blanco en otro artículo (http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/pueden-las-paralelas-converger_285710) “Maduro solo negociará cuando esté completamente derrotado; es decir, cuando le toque negociar a qué país va y cómo. […] La única forma de detener la violencia es que una fuerza superior a la del régimen, democrática, nacional e internacional, lo imponga.”

Por lo tanto, cualquier negociación, diálogo o conversaciones con el régimen debe descartarse por inútil e incluso por contraproducente. La única salida posible es la fuerza.

Martinez Meucci argumenta más extensamente. Basándose en el paralelismo entre los psicópatas individuales y los regímenes de vocación totalitaria, plantea que ante ambas variantes del mal, tanto los individuos como los actores políticos “normales” suelen desconcertarse, porque su mente, acostumbrada a suponer un mínimo de empatía en los otros humanos o en quienes dirigen las instituciones, no es capaz de comprender la profundidad del abismo que separa a esos actores (“oligofrénicos morales”, los denomina) de las interacciones humanas o políticas “normales” o esperables. Si en el caso individual es posible que las instituciones logren reducir y controlar la acción de los psicópatas usando la fuerza del Estado, la situación es diferente cuando en algunas sociedades se ha dado un grado tal de deterioro y hasta inversión de los valores de la convivencia, que las instituciones mismas son controladas por las tendencias psicopáticas y los individuos que mejor las representan. Y es por eso que los actores políticos que intentan interactuar con los dirigentes de este tipo por las vías normales del diálogo, la negociación o la invocación de principios morales o jurídicos están destinados al fracaso, por la impermeabilidad del “oligofrénico moral” a esas apelaciones, ya que su único objetivo es dominar, explotar o destruir al otro.

Aunque el autor plantea que el análisis debe tomar en cuenta la diversidad de casos individuales y se abstiene de hacer recomendaciones específicas para países o situaciones actuales, el núcleo de su argumentación consiste en que cuando el totalitarismo ha logrado controlar las instituciones, es casi imposible evitar el camino de la violencia: “Ahora bien, mientras en el primero de los casos –el del psicópata aislado– es relativamente factible que esta fuerza neutralizadora del mal extremo se mantenga bajo ciertos límites, en el segundo –el de un régimen totalitario– es en verdad imposible prever hasta dónde pueda o deba llegar, o hasta qué punto se vea obligada a emplear la violencia. En este segundo caso la magnitud de la tarea es inmensa, dado que quienes en principio están en capacidad de moldear las instituciones, elaborar la ley y ejercer la violencia son, precisamente, los agentes del mal extremo. En consecuencia, la fuerza necesaria suele 1) provenir de instancias “antisistémicas”, 2) construir su legitimidad en abierta oposición al orden instituido y 3) funcionar por fuera de las instituciones existentes. En otras palabras, se tratará casi necesariamente de una fuerza exógena al sistema, de carácter fundacional o refundacional, una fuerza cuyo carácter político habrá de ser radicalmente nuevo, edificado desde las instancias más básicas y capaz de rearticular a la sociedad desde sus raíces más elementales.”

El autor está consciente del peligro de que este recurso a la violencia termine por contaminar a quien lo ejerce de algunos de los rasgos de su enemigo, por lo que plantea la necesidad de que la intervención de la fuerza esté “firmemente apegada a unos valores indeclinables y al propósito fundamental de (re)generar las condiciones que de verdad permitan a todos, nuevamente, volver a compartir el mundo desde el reconocimiento de su pluralidad intrínseca.”

A pesar del interés de los argumentos presentados, pienso que, aun si se está de acuerdo con el carácter de “mal absoluto” o de “mafia criminal” de quienes ejercen el poder real hoy en Venezuela, no es realista plantear como única opción posible para el logro del “cese de la usurpación” el uso de la fuerza para despojarles del poder.

• En el último siglo y lo que va del presente no escasean los ejemplos de mafias criminales cuyos crímenes permiten calificarlos de “mal absoluto”: el nazismo, el comunismo en sus distintas versiones, algunas dictaduras latinoamericanas y del Medio Oriente. Sin embargo, no siempre el combate contra ellos, y hasta sus derrotas, se lograron por la intervención de la fuerza, sino por combinaciones de la amenaza de fuerza, el estímulo a sus debilidades y a sus enemigos internos, y la negociación. Si bien en el caso del nazismo fue necesaria una guerra mundial para desplazarlo, no debe olvidarse que sólo se recurrió a la fuerza cuando el nazismo pretendió alcanzar la hegemonía mundial, amenazando los intereses vitales de otras potencias. No fue para liberar a los alemanes, a los judíos ni a otros pueblos sometidos por el nazismo que se libró esa guerra, sino para defender el predominio mundial de las otras potencias. Mientras el nazismo no amenazó ese predominio, el destino de sus víctimas no era una motivación para la acción bélica.

• Lo mismo ocurrió y ocurre con el comunismo en sus diferentes versiones. Hoy en día nadie ignora que las violaciones a los derechos humanos en esos regímenes son comparables a las del nazismo, pero no por ello se ha emprendido una cruzada mundial para erradicarlo, simplemente porque la correlación de fuerzas y el cálculo de costos y beneficios geopolíticos no lo han permitido. En plena guerra fría y auge del anticomunismo en los EEUU, este país no intervino cuando los tanques soviéticos sometieron a la insurrección húngara de 1956, ni en episodios posteriores como la invasión a Checoslovaquia en 1968.

• Es cierto que en la periferia, y especialmente en el “patio trasero” de los EEUU, América Latina, sí se produjeron intervenciones militares, pero mucho más centradas en defender el predominio geopolítico regional que en los derechos humanos de los pueblos cuyos gobiernos se derrocaban, gobiernos militarmente débiles y sin respaldo de la potencia rival. Al producirse este respaldo, como en el caso de la crisis de los cohetes de 1962, los EEUU se vieron obligados a negociar con la URSS un status incómodo que permanece hasta hoy.

• En este sentido, lo que se percibe como vacilaciones y contramarchas del gobierno de Trump respecto a Venezuela reflejan el debate no resuelto sobre si los intereses estratégicos de los EEUU están siendo afectados en grado tal que amenacen su hegemonía en la región; los derechos humanos de los venezolanos y la “responsabilidad para proteger” son claramente secundarios, especialmente para la orientación ideológica de un gobierno republicano.

• Es cierto que en el caso de Venezuela parecieran haberse agotado los mecanismos pacíficos, electorales y de protesta cívica para lograr un cambio de régimen. Sin embargo, no debe olvidarse que también han fracasado diversos mecanismos de ejercicio de la fuerza para lograr este mismo fin: desde el fallido golpe de 2002 hasta conspiraciones reales o imaginarias, pasando por el intento desesperado de generar un movimiento opositor armado que culminó con el asesinato de su promotor, Oscar Pérez, a pesar de haber intentado negociar su rendición.

• La dificultad para una salida por la fuerza en la que participen miembros de la actual estructura de poder se ponen de manifiesto en los intentos más recientes de ejercer esta vía: o bien la institución está tan penetrada por el espionaje que se vuelve prácticamente imposible conspirar, o se termina conspirando con representantes de lo peor de esa estructura, que parecen buscar más un cambio cosmético que uno real. Y de paso, se muestra que quienes buscaron, desde la oposición, esa vía, aceptaron “negociar” con esos potenciales traidores en aras de lograr un fin superior, lo que muestra la dificultad de enfrentarse a un poder totalitario sin “ensuciarse las manos”, permaneciendo en una pureza incontaminada.

• Aunque los análisis comparativos están sujetos a innumerables trampas conceptuales, el estudio de diversos casos de transición desde este tipo de régimen (es decir, no de simples dictaduras o autoritarismos, sino de los caracterizados como de “mal absoluto” o “mafias criminales”, si es que esta distinción fuera válida) podría mostrar que en muchos casos, como los de la URSS y Europa oriental, la caída de esos regímenes debió más a una combinación de factores que incluyó, ciertamente, una cierta amenaza (pero indirecta y tenue) del ejercicio de la fuerza por las potencias rivales, movilizaciones internas, presiones y sanciones, pero también negociaciones con el régimen. Para citar sólo un ejemplo, la oposición polaca se tuvo que sentar a negociar en muchas ocasiones con los representantes de la dictadura que había asesinado al sacerdote Jerzy Popiełuszko en 1984. Lo mismo hicieron los opositores de los demás países del este, que tuvieron que superar sus escrúpulos para negociar con reconocidos torturadores y violadores de derechos humanos, y convivir con infiltrados del régimen en sus organizaciones. Naturalmente, todas estas revoluciones pacíficas no habrían tenido éxito sin un cambio fundamental en las correlaciones de fuerza entre los EEUU y la URSS, y la renuncia explícita de esta última a ejercer la fuerza para mantener su hegemonía en la región.

• Otro factor que debe tomarse en cuenta es que, si adoptáramos la visión dicotómica de “pureza o contaminación”, donde sólo son legítimos los que evitan todo contacto con el régimen y los que lo aceptan se contaminan irremisiblemente, nadie quedaría indemne en Venezuela. Como lo han mostrado los estudiosos de la vida cotidiana en los regímenes totalitarios (por ejemplo, Anne Applebaum), en ese tipo de régimen es imposible no ser hasta cierto punto cómplice si se quiere simplemente sobrevivir. Al solicitar una cédula, pasaporte o documento público, al pagar impuestos o al contratar cualquier servicio público estatizado, al inscribirnos para cursar o validar estudios universitarios, estamos reconociendo la validez fáctica del régimen, y frecuentemente tenemos que negociar con funcionarios del mismo para obtener lo que por derecho nos correspondería. Si esto es cierto para el ciudadano común, lo es mucho más para quienes ocupan posiciones de responsabilidad como empresarios, dueños y gerentes de medios de comunicación, contratistas, abogados de presos políticos, alcaldes y funcionarios medios que quieren hacer su trabajo aunque no se identifiquen con el régimen, y hasta quienes usamos redes sociales administradas y censuradas por el Estado. Si estamos dispuestos a someternos de hecho al poder del régimen y a negociar con él para lograr nuestros fines o hasta nuestra supervivencia personal, ¿por qué demonizar la negociación dirigida a buscar las vías para el cambio, como si fuera una evidencia de traición a la lucha por ese cambio?

• Por otra parte, si bien puede considerarse la caracterización como “mal absoluto” o “mafia criminal” como una simplificación necesaria, no se debe olvidar su carácter de abstracción que deja de lado la complejidad interna de los actores sociopolíticos. Si bien el marco general del régimen venezolano actual puede caracterizarse de esa manera, es más complejo definir los límites de lo “interno” y “externo” de ese mal absoluto. Para algunos, la “mafia” incluye a casi todos los partidos de la oposición, ya condenados por sus faltas anteriores a la pureza. Para otros, en cambio, es posible distinguir dentro de los minoritarios afectos al régimen algunos matices entre tendencias, grupos de interés y hasta en generaciones. Un análisis político realista debe ir más allá de las dicotomías, porque en cualquier momento esas dicotomías pueden volverse contra el que las analiza: un recurso retórico incesante hoy entre tendencias de la oposición es la de acusarse unos a otros de ser cómplices, objetivos o subjetivos, del régimen. Y este debate llega a extremos casi ridículos cuando nos convertimos en tribunal de inquisición dispuesto a juzgar sumariamente a los actores políticos externos según las declaraciones que vayan dando en uno u otro momento.

• Finalmente, incluso en conflictos políticos que han escalado hasta la guerra civil, llega un momento en el que los rivales tienen que negociar; ojalá, como lo exigen algunos, en el caso de Venezuela sólo fuera para negociar las “condiciones de rendición” de Maduro; pero, dado que cada día se ve con mayor claridad que -por el momento- no hay países que sientan sus intereses geopolíticos realmente amenazados por la “mafia criminal” de Venezuela lo suficiente como para asumir los costos de un conflicto armado, sólo la movilización pacífica interna (con los riesgos que reconocemos), la presión económica y política externa, y la comunicación con sectores del régimen aparecen como opciones viables.


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