Trino Márquez 08 de agosto de 2019
@trinomarquezc
El
asunto es complicado de encarar y no admite respuestas simples. Las sanciones
aplicadas por Donald Trump contra el gobierno de Nicolás Maduro, por rebote
terminarán golpeando a los venezolanos, desde los empresarios hasta los
modestos trabajadores. Este efecto no buscado le servirá a Maduro para
alimentar el sentimiento antinorteamericano existente entre los militantes del
Psuv y en otros sectores, incluidos algunos grupos opositores.
Conviene
recordar que ninguno de los graves problemas que enfrenta el país se debe a las
sanciones. Ha sido la mezcla letal de soberbia, incompetencia, desidia y
corrupción la que los ha provocado. La debacle del sistema eléctrico, la falta
de mantenimiento de los acueductos, la diáspora, el deterioro del sistema de
salud público y del sistema educativo, aparecieron en plena bonanza de los
precios petroleros. No puede afirmarse que la hiperinflación, causa de la
pulverización del salario de los venezolanos, sea debido a las sanciones
financieras. Tampoco que la decadencia de Pdvsa tenga que ver algo con el cerco
económico. La destrucción del sector privado de la economía, que tanto les
preocupa a algunos economistas, no comenzó con las penalizaciones al régimen.
La aniquilación de los empresarios particulares fue una decisión de Hugo Chávez
luego de los sucesos del 11 de abril de 2002. A partir de esa fecha su venganza
consistió en asfixiar al sector privado para construir un sistema económico al
estilo cubano: grandes empresas públicas controladas por la burocracia del
régimen, especialmente los militares, y un segmento residual subordinado a la
‘economía comunal’. De esa manera complacía a la franja más modernista y voraz
del oficialismo, y a los más ortodoxos y frugales marxistas-maoístas.
Desde
el punto de vista económico, la alternativa al levantamiento de las sanciones,
o a la ausencia de ellas, no es un futuro luminoso de crecimiento y desarrollo.
No nos espera un giro progresivo hacia una economía de mercado, con reglas
claras, un estado de derecho sólido y una intervención mínima del Estado. La
experiencia de dos décadas de gobierno chavista-madurista demuestra hasta el
hastío, que Maduro y su equipo tienen incrustados en los genes el sovietismo en
su versión cubana: la economía debe estar supeditada al dominio del aparato
político y el sector privado tiene que ocupar un lugar marginal.
En
el plano político, es cierto que las sanciones le dan basa al discurso
antiimperialista, pero, ni de lejos puede compararse la experiencia de Fidel
Castro con la del modesto Maduro. Castro fue un fenómeno que, en parte, puede
explicarse por la Guerra Fría, y en parte por el predominio que el marxismo
ejercía entre los intelectuales, los partidos políticos de izquierda y los
universitarios. La infinita incapacidad de Castro para gobernar quedó
enmascarada por su también infinita capacidad para sobrevivir. Su carisma logró
seducir a los propios cubanos, víctimas de sus costosos devaneos, y a millones
de seres que lo idolatraron, a pesar de sus desvaríos. Castro y el Che Guevara
fueron los máximos exponentes de una revolución que ha significado una tragedia
para la isla antillana y para América Latina.
Maduro
se encuentra muy lejos de ese ideal. Él y sus más estrechos colaboradores,
Diosdado Cabellos y Vladimir Padrino, no encarnan ningún mito nacional o
continental. A ese equipo no lo quieren ni en el Psuv. El marxismo se eclipsó
en el mundo universitario. Muy pocos intelectuales asumen ese credo. El
antiimperialismo cuenta con pocos pregoneros. El ejemplo patético del derrumbe
de esa corriente acabamos de verlo con la lánguida reunión del Foro de Sao
Paulo en Caracas. Unos cuantos nostálgicos fueron atraídos para rumiar su
amargura y su fracaso. La izquierda democrática latinoamericana no quiere
mantener ninguna relación con el régimen de Nicolás Maduro y su gente. Las
sanciones no le servirán para alimentar un discurso que ya perdió fuerza y que
solo sobrevive entre los minúsculos grupos de adeptos que lo siguen.
La
alternativa política ante el levantamiento de las sanciones no reside en la
promesa de unas elecciones presidenciales libres y competitivas, ajustadas a la
ley del sufragio, sino al desafuero de la arrogancia de Maduro, quien se niega
a admitir que en él se centra la crisis global de la nación, y que sólo su
desplazamiento hacia un lado permitirá que los graves problemas del país
comiencen a resolverse.
Las
sanciones podrían profundizar la crisis nacional sin que las dificultades se
superen. Ese riesgo existe. En Sudáfrica y en la Nicaragua de los años 80,
cuando Daniel Ortega había terminado de arruinar al ya pobre país centroamericano,
las condenas internacionales fueron eficaces porque se mantuvo una presión
interna gigantesca, no exenta de violencia. En Venezuela, sin una presión
similar, los castigos estarán predestinados a fracasar.
Parte
de la presión reside en continuar con el diálogo. Todos los escenarios están
planteados. Mantener las negociaciones es uno de ellos. Norteamericanos y
vietnamitas conversaban a las afueras de París, mientas los combates en Vietnam
continuaban a todo vapor. Esa referencia histórica nunca hay que olvidarla.
Trino
Márquez
@trinomarquezc
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