El Comercio 30 de septiembre de 2019
@elcomercio_peru
La
creciente xenofobia contra migrantes venezolanos es motivo de preocupación.
Por muchas décadas, el Perú se acostumbró a ser un
exportador neto de población. Cientos de miles de peruanos salieron a buscar un
mejor destino para ellos y sus familias en países como Estados Unidos, España o
Chile. Nuestra preocupación por los eventuales brotes xenófobos era
estar en el lado de la víctima.
En los últimos años, sin embargo, los flujos se han
invertido. Los peruanos –acostumbrados a interactuar básicamente entre nosotros
en nuestro propio país– de pronto entramos en contacto casi a diario con venezolanos que
huyen de su propio descalabro económico. Para un país poco habituado a foráneos
como el Perú, la preocupación hoy por los brotes xenófobos es
estar del lado del perpetrador.
La alarma no es injustificada. De acuerdo con un informe publicado en este Diario hace pocos días, casi
dos de cada tres venezolanos en cinco ciudades del país (Lima,
Arequipa, Cusco, Tacna y Tumbes) se han sentido discriminados, principalmente
por su nacionalidad.
Si bien es natural en cualquier país que la
competencia por empleos en determinados sectores genere tensiones entre migrantes
y la población local, otras actitudes exceden por largo el recelo laboral. Por
ejemplo, la circulación de noticias falsas vía WhatsApp sobre supuestos
secuestros de niños peruanos por parte de bandas de delincuentes venezolanos pareció
armada al estilo de antiguos –pero efectivos– psicosociales destinados a
infligir el máximo daño.
Para vergüenza del país, los brotes de xenofobia no
se han quedado en el campo particular, sino que se han extendido también al
ámbito oficial o de políticas públicas. Como se recuerda, por ejemplo, el
Gobierno Regional de Cusco publicó una ordenanza que prohibía sustituir a
trabajadores peruanos por venezolanos contratados
informalmente –como si la gravedad de esa falta tuviera alguna relación con la
nacionalidad–. A su vez, el Ministerio de Trabajo afirmó, increíblemente, que
el reemplazo de algunos trabajadores por otros –venezolanos– de menor
sueldo sería una práctica “discriminatoria” y, con lo cual, pasible de multas.
En marzo, el alcalde de Huancayo, Henry López, anunció que presentaría una ordenanza “frente a la
creciente y descontrolada presencia de extranjeros”. El Ministerio Público le
abrió una investigación de oficio por discriminación. De manera más reciente,
municipalidades como las de Pisco o Miraflores han dispuesto un “empadronamiento”
o solicitud aleatoria de documentos de ciudadanos venezolanos.
Además de ilegal, pues el registro de extranjeros no les corresponde a las
municipalidades sino a la Superintendencia Nacional de Migraciones, la práctica
es abiertamente discriminatoria y no exenta de un velado componente
intimidatorio. Prácticas similares son regularmente condenadas por la comunidad
internacional y activistas locales cuando se llevan a cabo en países como
EE.UU. contra la población de origen latinoamericano.
En no pocos casos, la preocupación por la inseguridad
ciudadana se utiliza para justificar actitudes discriminatorias. No está de más
recordar aquí, no obstante, que los delitos son siempre de naturaleza
individual –no pertenecen de manera exclusiva a ningún colectivo étnico o
nacional–. Caer en generalizaciones de este tipo hace un enorme daño a la
seguridad jurídica, la imagen y los derechos de los miles de venezolanos que
trabajan honradamente en el Perú luego de escapar del desastre que encabeza
hoy Nicolás Maduro.
Bien encauzada, la presencia venezolana representa
sin duda una oportunidad. Aprovechar el trabajo, el talento, las ideas y la
diversidad que trae la migración hace eventualmente a cualquier nación más
fuerte y más próspera. Después de todo, el mestizaje y la fusión de culturas se
reconocen hoy como unos de los principales activos del Perú. Pero el camino no
es fácil. Los retos también saltan a la vista y empiezan a tensionar las débiles
costuras institucionales del país. Esta oleada migratoria representa una enorme
prueba que, en el corto plazo, pone presión sobre nuestra estructura económica,
pero, quizá más que todo, es un desafío sobre la fortaleza de nuestra
estructura social, de nuestra empatía y de nuestros valores como nación. No
perdamos la oportunidad de demostrar al mundo y a nosotros mismos que somos
mejores que esto.
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