Por ANGÉLICA GALLÓN
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¿Y si el modelo de desarrollo no estuviera basado en el PIB, sino en la dulzura, la empatía y la felicidad que experimentan todos los habitantes humanos y no humanos de un territorio?¿Y si ese desarrollo se midiera en indicadores de biodiversidad, por ejemplo, en cuántas abejas, colibríes y mariposas regresan y empiezan a habitar y conectar las aceras, los parques y los balcones de la ciudad? Este modelo está lejos de ser una utopía. Una pequeña ciudad de Costa Rica, Curridabat, de casi 30,000 habitantes, ha hecho experimentos y ha conseguido declararse una verdadera ciudad dulce para todos.
“En América Latina no tenemos tantos recursos económicos, pero sí tenemos muchos recursos naturales, sin embargo, tratamos de copiar modelos de desarrollo de ciudades de otras latitudes que no tienen nada que ver con nuestra realidad. Sabiendo que los recursos naturales son tan importantes, nosotros en Curridabat los pusimos en el centro”, explica Irene García Brenés, urbanista y consultora ambiental quien ha trabajado con la alcaldía y las autoridades locales de esta ciudad para traer un cambio de visión no solo en los gobernantes, sino en los ciudadanos.
Después de hacer consultas populares en más del 50% del territorio, se empezó por trabajar en una nueva idea de barrio que incluyó como primera medida la recuperación de las aceras y parques, pero no con una visión que beneficiara solo a los habitantes humanos, sino a todo lo circundante. “Nos preguntamos cuál era la experiencia real de los ciudadanos, pero cuando hicimos esto pensamos en todos los ciudadanos, en las abejas, en los perros, en las plantas, en los habitantes del espacio. Tenemos que superar el paradigma de que la naturaleza es importante porque nos sirve. Nosotros reconocemos que todos los seres vivos tienen derechos, que tenemos que respetar su espacio, su lugar y que somos un sistema interconectado. Ese es el mensaje que nos diferencia. Más allá de ser una ciudad verde porque eso representa salud para sus habitantes, es una ciudad dulce porque la empatía atraviesa todas nuestras relaciones”, añade Irene García.
Plantas dulces en una acera de la ciudad.
NINA CORDERO
Después de consultar varios expertos y de trabajar de la mano con el Museo Nacional de Costa Rica, Curridabat creó una guía de plantas dulces con indicaciones precisas de dónde debían ser sembradas (acera, balcón, maceta, parque) y de qué servicios ecosistémicos prestaban. Así, esta recuperación no solo iba a cambiar la percepción del espacio público de los ciudadanos por el efecto paisajístico y la experiencia de sembrar y ver crecer una planta, sino que iba a recuperar el lugar de hábitat y el trabajo de polinización de los que denominaron “la pandilla dulce”: las abejas, colibríes, mariposas y murciélagos. En un mundo que levanta alarmas por la “crisis de los polinizadores”, Curridabat iba a convertir sus espacios públicos en refugios seguros para estos vertebrados e invertebrados que globalmente son responsables de polinizar más de 1,200 tipos de cultivos. De hecho, el 75% de los cultivos alimentarios en el mundo dependen de ellos.
“Más allá del efecto paisajístico, este proyecto ha ayudado a profundizar el contacto de todos con la naturaleza. Ha ayudado a generar conectividad ecológica para muchas especies y a hospedar otras especies nuevas. Pero esto ha ido madurando hasta el punto que hoy las aceras y parques prestan otros servicios, como el de ser esponjas de agua, un modelo urbano que invita a no deshacernos lo más rápido posible del agua lluvia que cae, sino más bien busca que la gota de agua que cae en Curridabat se quede en todo su ciclo en Curridabat”, explica, por su parte, Huberth Méndez, arquitecto especializado en descolonizar los paradigmas hegemónicos del urbanismo tradicional en América Latina, a través de la promoción de la conexión con la naturaleza y los servicios de los ecosistemas.
Este proyecto, que resalta los grandes potenciales de transformación que tienen los gobiernos locales, ha apostado también por hacer otras acciones que amplifiquen esta nueva narrativa. Además de hacer una labor pedagógica de ir a las escuelas a hablar de la importancia de los polinizadores, de hacer días dulces en las ferias donde los habitantes se comprometen a cuidar una planta, de hacer hoteles para insectos en los parques más visitados y levantar indicadores de biodiversidad para saber con qué especies se cuentan en la ciudad, han desarrollado un ambicioso proyecto dándole composteras a todos los ciudadanos que estén al día con los impuestos.
El programa de compostaje, según lo cuenta la página oficial de la ciudad, “busca educar a la ciudadanía en esta técnica de transformación de los residuos orgánicos para obtener compost, un abono natural que sirve para aportar nutrientes a la tierra”. Entre los beneficios del compostaje resaltan la disminución de la cantidad de basura en la ciudad, la fijación del dióxido de carbono, la generación de nuevo suelo para sembrar en las macetas y los patios recuperados y la fertilidad del territorio.
“Más allá del efecto paisajístico, este proyecto ha ayudado a profundizar el contacto de todos con la naturaleza. Ha ayudado a generar conectividad ecológica para muchas especies y a hospedar otras especies nuevas. Pero esto ha ido madurando hasta el punto que hoy las aceras y parques prestan otros servicios, como el de ser esponjas de agua, un modelo urbano que invita a no deshacernos lo más rápido posible del agua lluvia que cae, sino más bien busca que la gota de agua que cae en Curridabat se quede en todo su ciclo en Curridabat”, explica, por su parte, Huberth Méndez, arquitecto especializado en descolonizar los paradigmas hegemónicos del urbanismo tradicional en América Latina, a través de la promoción de la conexión con la naturaleza y los servicios de los ecosistemas.
Este proyecto, que resalta los grandes potenciales de transformación que tienen los gobiernos locales, ha apostado también por hacer otras acciones que amplifiquen esta nueva narrativa. Además de hacer una labor pedagógica de ir a las escuelas a hablar de la importancia de los polinizadores, de hacer días dulces en las ferias donde los habitantes se comprometen a cuidar una planta, de hacer hoteles para insectos en los parques más visitados y levantar indicadores de biodiversidad para saber con qué especies se cuentan en la ciudad, han desarrollado un ambicioso proyecto dándole composteras a todos los ciudadanos que estén al día con los impuestos.
El programa de compostaje, según lo cuenta la página oficial de la ciudad, “busca educar a la ciudadanía en esta técnica de transformación de los residuos orgánicos para obtener compost, un abono natural que sirve para aportar nutrientes a la tierra”. Entre los beneficios del compostaje resaltan la disminución de la cantidad de basura en la ciudad, la fijación del dióxido de carbono, la generación de nuevo suelo para sembrar en las macetas y los patios recuperados y la fertilidad del territorio.
Un parque en Curridabat.
NINA CORDERO
La idea que atraviesa todo el proyecto, la de poner la naturaleza en el centro y ver a los humanos como un eslabón más de esa naturaleza, parece un enfoque urgente en más ciudades latinas que a pesar de estar en países extraordinariamente ricos en biodiversidad, -solo Costa Rica con su pequeña extensión alberga el 5% de las biodiversidad del mundo-, han sido construidas completamente desconectadas y en contravía de esas riquezas.
“Costa Rica, como le ocurre a muchos otros países en Latinoamérica, está atravesada por una profunda contradicción. Somos un país que ha ido a la cabeza de muchos cambios ambientales a nivel global, fuimos los primeros que pagamos por preservar los bosques, que protegimos las áreas de conservación, pero en las ciudades esto no ocurre. San José se conoce como una de las ciudades más feas de la región y ese antagonismo es muy raro, no debería seguir, las ciudades también tienen que ser el lugar de la vida”, concluye Irene García.
“Costa Rica, como le ocurre a muchos otros países en Latinoamérica, está atravesada por una profunda contradicción. Somos un país que ha ido a la cabeza de muchos cambios ambientales a nivel global, fuimos los primeros que pagamos por preservar los bosques, que protegimos las áreas de conservación, pero en las ciudades esto no ocurre. San José se conoce como una de las ciudades más feas de la región y ese antagonismo es muy raro, no debería seguir, las ciudades también tienen que ser el lugar de la vida”, concluye Irene García.
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