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martes, 26 de enero de 2016

Costaguanas, por @ibsenmartinez



IBSEN MARTÍNEZ 25 de enero de 2016

Postular una nación imaginaria y situar en ella la trama de una ficción inolvidable no es cosa fácil.

Joseph Conrad, el novelista británico de origen polaco, nacido hace casi 160 años, lo logró soberbiamente al escribir Nostromo, novela publicada por vez primera en 1904 y que narra tres lustros de una incipiente república sudamericana: Costaguana. Con ella, Conrad se convirtió en autor del intento imaginativo más profundo que existe en la literatura inglesa —y quizá universal— por comprender un ambiente latinoamericano.


Además de ser tal vez la novela más ambiciosa de Conrad, Nostromo se revela como un logro en extremo admirable cuando uno advierte que su autor no vivió jamás en ningún país del Caribe o la América andina. Sin embargo, no ha sido difícil para los críticos rastrear los muchos libros que leyó Conrad para dar forma a su República de Costaguana.

Uno de ellos, escrito por Sir Edward B. Eastwick, enviado especial británico, enjuicia acremente la intricada política doméstica de Venezuela en la década de 1860. La imaginada geografía de Costaguana resulta inequívocamente venezolana y colombiana, si bien, mucho después de la publicación de Nostromo, Conrad afirmó categóricamente que con Costaguana quiso nombrar cualquier nación sudamericana.

Dos siglos después de haberse separado del imperio español, ninguna de nuestras Costaguanas ha alcanzado la categoría de país desarrollado. La diferencia entre los niveles de vida de la región y la de los países desarrollados no ha hecho más que ensancharse desde comienzos del siglo XIX.

A partir de los años cincuenta del siglo pasado, diversas teorías sobre la dependencia económica atribuyen aún al carácter periférico de Costaguana su atraso económico, sus desigualdades y su déficit de bienestar social. Eduardo Galeano fue el brillante rapsoda de esta visión tan cara a nuestros populismos. Su más elocuente contraejemplo son los Estados Unidos, país “periférico” a comienzos del siglo XIX cuya productividad alcanzó a la de Reino Unido a finales del mismo siglo, gracias a una revolución agroindustrial y financiera basada en la tecnología y la inversión.

Costaguana no puede hoy hallar excusa ni consuelo en la teoría de la dependencia puesta en boga después de la Segunda Guerra Mundial. Libre desde 1830 del régimen colonial, la brecha entre Costaguana y los Estados Unidos (y el resto del mundo desarrollado) no parece ser, a la luz de lo que hoy saben los historiadores económicos, sólo el resultado del imperialista siglo XX. La evidencia estadística destaca niveles de ingreso per cápita en Costaguana que apoyan la idea de que su posición relativa respecto a los Estados Unidos no empeoró (aunque tampoco mejoró) durante todo el siglo pasado.

Dos siglos después de que los primeros movimientos independentistas estallaron en nuestra América, la mayoría de ellos inspirados en la Ilustración francesa y decididos a fundar repúblicas liberales, ¿qué ha sido de la libertad —de todas las libertades— en nuestras naciones?

Muchos intelectuales hispanoamericanos han rechazado la pobre opinión que míster Conrad se hizo de nuestras repúblicas. Su visión, nos dicen, es racista e imperialista y tal vez tengan razón.

Pero las dinámicas del poder que aún rigen nuestros países desde la era de los libertadores se remontan a los días coloniales y hallan eco incomparable en los mitos de fundación de la República de Costaguana: “Una exagerada y cruel caricatura, la fatuidad de una mascarada solemne, la grotesca atrocidad de cualquier ídolo militar de concepción azteca y aderezo europeo a la espera de sus adoradores”.

Doscientos años más tarde, esas dinámicas (¿inconscientes?, ¿fatales?) todavía actúan como la mayor amenaza a las frágiles democracias de nuestras Costaguanas.

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