domingo, 31 de enero de 2016

De socialcristianos para socialcristianos. Una reflexión entre nosotros


Por Elías López La Torre


Entre nosotros, porque se cumplen 100 años del nacimiento de Rafael Caldera y, significativamente, también 80 de la fundación de la Unión Nacional de Estudiantes (UNE) y 70 de la fundación del Partido Social Cristiano Copei. Cien años, y muchos le hemos dado impulsiva e injustamente la espalda al largo y profundo significado  de las luchas de Rafael Caldera por Venezuela, sin comprender que así dañamos nuestra propia identidad. Es hora de hacer justicia. De poner las cosas en su lugar.


Sí, es una reflexión entre nosotros, militantes, simpatizantes, colaboradores, seguidores y amigos, que, durante muchos años, compartimos el orgullo de formar parte de una fuerza política que, guiada por el responsable y poderoso liderazgo de Caldera, contribuyera a garantizar la vigencia de la democracia en Venezuela, al postular los valores del pensamiento socialcristiano.

No se trata de celebrar el centenario de su nacimiento por afecto a su persona, sino porque recordar su obra –así como la de Rómulo Betancourt y de otros políticos venezolanos– es reivindicar lo mejor de nuestro pasado democrático; es reivindicarnos a nosotros mismos, reivindicarnos como pueblo. Es un acto, en fin, que confronta de manera natural el infausto despropósito de quienes gobiernan nuestro país en esta hora aciaga.

Algunos podrían sostener que sería muy temprano para intentar apreciar desapasionadamente la importante obra de Rafael Caldera. Han pasado, dirían, muy pocos años desde su desaparición física y aún el tamiz del tiempo no ha cernido, suficientemente, su figura de las inevitables y grandes controversias que acompañan a los hombres cuyas decisiones afectan la vida de los pueblos. Tal vez sea verdad, pero la hora que vive nuestro país nos impone apresurar el paso para rescatar y valorar  lo esencial de su labor de entre las brumas de muchas decisiones polémicas. A alguna de ellas haremos, sin embargo, necesaria e ineludible referencia.

Sí, entre nosotros, que parece que hemos olvidado la significación histórica de las consecuencias de la decisión de Caldera de iniciar a la muerte de Juan Vicente Gómez –y actuando tanto contra poderosos enemigos como contra el pesimismo de los amigos– la construcción de una opción política que llegaría a su tiempo a postular el valor de cada ser humano, la solidaridad, la pluralidad; que promovería el bien común, la lucha permanente por la justicia social, la perfectibilidad de la sociedad y el carácter subsidiario de la acción del estado. Una fuerza que volcaría en el torrente de nuestro devenir de pueblo nada más y nada menos que los valores esenciales y permanentes del humanismo cristiano.

No fue fácil. Todo comenzó cuando Caldera y un puñado de jóvenes estudiantes, que no superaban los 20 años de edad, fundaron en el año 1936 la Unión Nacional Estudiantil (UNE) –simiente del Partido Socialcristiano Copei– para enfrentar el radicalismo izquierdista de la Federación de Estudiantes de Venezuela y comenzar a abrirle paso a  otra visión de la política en Venezuela.

Luego, como en un enjambre, comenzamos a crecer y nos fuimos sumando en distintos tiempos y lugares para llegar a ser decenas, centenares,  miles y millones. 

Y fueron una persona misma el joven Caldera, cultor de Andrés Bello en 1935, el de la primera Ley del Trabajo de 1936, el del apoyo a la reforma de la legislación petrolera de 1943 y el defensor del voto para la mujer en 1944. Caldera, el autor de la tesis doctoral titulada libro de Derecho del Trabajo de 1939 y el  profesor de dicha materia en la UCV por más de veinte años. El hombre que en 1945 apoyó la creación de un sistema de gobierno basado en el voto universal, directo y secreto proclamado por la Revolución de Octubre. Que fue un actor principal en la Asamblea Constituyente que aprobó la Constitución de 1947 e igualmente en el Congreso Nacional que, 1961, dotó al país de la Constitución de más larga vigencia hasta ahora conocida en nuestra historia republicana.  

Caldera, el hombre que en ese mismo año de 1947, con 31 años de edad, es postulado por primera vez a la Presidencia de la República y conquista el segundo lugar contra el maestro Rómulo Gallegos.  Caldera, el opositor severo al gobierno de Acción Democrática que se había radicalizado y sectarizado después de su triunfo en las elecciones del 46 y el 47.

El político que no cedió ni un ápice durante los años de la dictadura perezjimenista. Que clamó públicamente en 1952 contra la existencia de “Guasina”, el campo de concentración creado en el Delta del Orinoco para opositores al régimen militar.  

El Caldera del histórico acuerdo con Rómulo Betancourt y Jóvito Villalba, después de la caída de la dictadura,  firmado el 31 de octubre de 1958 en su propia casa caraqueña, de nombre “Puntofijo”, con el que se inició el período de paz, libertad y progreso social más prolongado que haya conocido nuestra historia.    

El Rafael Caldera que, en los años sesenta, sostuvo la democracia contra los varios intentos de derrocar a los legítimos gobiernos de Rómulo Betancourt y Raúl Leoni. El de la lucha contra la subversión patrocinada por la Cuba de Fidel y el Caldera que después fue entre otras muchas cosas el Presidente de la justa y exitosa política de pacificación.

El Caldera del lenguaje de altura, profundamente respetuoso de todas las personas y, en especial, de los opositores a sus gobiernos. Reconocido por su integridad personal, por el ejemplo de su familia, junto a su esposa Doña Alicia Pietri, animadora de diferentes  iniciativas a favor de la infancia y, en particular, el emblemático Museo de los Niños.

El Dr. Caldera, de profunda y permanente vocación social, quien en gesto excepcional e inédito, fue invitado en 1987 por el Papa Juan Pablo II al Vaticano para hablar ante el Colegio Cardenalicio en la conmemoración de los veinte años de la encíclica “Populorum Progressio” (Sobre el desarrollo de los Pueblos”).   

Todo eso, y mucho más de la obra de Caldera, parece habérsenos olvidado por la controversia desatada posteriormente a su decisión de  “soltar” a Chávez. Y decimos posteriormente, porque fue después, solamente después de que el Chávez en el poder comenzara a mostrar el funesto talante de su gobierno, cuando se hizo urgente encontrar un culpable de lo que estaba ocurriendo.

Ciertamente muchos de los que lo habían apoyado y elegido presidente comenzaron a buscar a un responsable sobre quien arrojar la culpa de su equivocada decisión y, como se hacía en algunos pueblos de la antigüedad, buscaron y encontraron en esa decisión de Caldera, al chivo de su expiación promoviendo algunos de ellos abiertamente y otros de manera solapada,  una infamia simple y conveniente: Caldera es el único culpable de todos lo males que le han hecho al país Chávez y su inepto sucesor y, desgraciadamente, muchos de nosotros hemos compartido en algún momento o medida esa iniquidad. 

Es cierto que Caldera dictó el sobreseimiento de Chávez cuando la popularidad de éste no llegaba a 4 puntos en las encuestas y que también lo hizo para veinte militares más incursos en la misma causa. ¿Quién no le pidió entonces a Caldera esos sobreseimientos? Lo solicitaban públicamente numerosos sectores, medios de comunicación y muchas personalidades que incluso ahora, por cierto, lo disimulan. Sí, lo “soltó”, porque seguramente de buena fe creyó que era así como se podía conjurar la amenaza cierta que su rebelión había implicado e implicaba para nuestra ya fatigada democracia.

Esa acción de Caldera fue, sin duda, consecuente con su idea de pacificar y de someter al juicio de la democracia a quienes la amenazaran desde posiciones y conductas radicales. Actuó convencido, como lo hizo siempre, de que era lo mejor para su país. 

¿Que Caldera se equivocó?... ni él ni nadie podía adivinar el futuro y, menos aún, que serían millones los venezolanos que después elegirían a Chávez presidente, sin tener tampoco el don de predecir el porvenir y que, por supuesto, no podían imaginar el daño que le harían Chávez y su  heredero a nuestro país. 

Ha llegado para todos nosotros, por imperativo de la agobiante realidad que estamos viviendo, la hora de rescatar el legado de Rafael Caldera, de limpiar la hojarasca que nubla su nombre, de recuperar el respeto que siempre nos inspiró para, respetándolo a él,  respetarnos a nosotros mismos y redimir su nombre de una carga que en justicia no le pertenece y que tampoco nos pertenece a nosotros. Es el tiempo de sumarnos al esfuerzo de permear de nuevo nuestra sociedad con los valores del socialcristianismo que encarnó Rafael Caldera durante toda su vida, y de levantar la cabeza para reconstruir la fuerza de la que en el pasado nos sentimos orgullosos.  

Para finalizar esta reflexión y apelación entre nosotros, recordemos algunos  versos del poema que escribió Antonio Machado a Un olmo seco:

“…antes que te descuaje un torbellino
y tronche el soplo de las sierras blancas;
antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también, hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera”.

29-01-16




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