Francisco Fernández-Carvajal 09 de septiembre de 2018
— El
Señor no pide cosas imposibles: nos da la gracia para ser santos.
—
Luchar en lo pequeño, en aquello que está a nuestro alcance, en lo que nos
aconsejan en la dirección espiritual.
—
Docilidad a lo que cada día nos pide el Señor.
I. Entró
Jesús un sábado en la sinagoga, donde había un hombre que tenía una
mano seca. San Lucas precisa que era la derecha1.
Y le observaban los escribas y los fariseos para ver si curaba en sábado. La
interpretación farisea de la Ley solo permitía aplicar remedios médicos en este
día dedicado al Señor si había peligro inminente de muerte; y este no era el
caso de aquel hombre, que ha acudido a la sinagoga con la esperanza puesta en
Jesús.
El
Señor, que conocía bien los pensamientos y las intrigas de aquellos que amaban
más la letra de la Ley que al Señor de la Ley, le
dijo al hombre de la mano enferma: Levántate y ponte en medio. Y
levantándose se puso en medio. Y Jesús, mirando a su alrededor, fijando su
vista en todos ellos, dijo al hombre: Extiende tu mano. Y este
hombre, a pesar de sus experiencias anteriores, se esforzó en lo que decía el
Señor, y su mano quedó curada. Aquel enfermo sanó ante todo gracias
a la fuerza divina de las palabras de Cristo, pero también por su docilidad en
llevar a cabo el esfuerzo que se le pedía. Así son los milagros de la gracia:
ante defectos que nos parecen insuperables, frente a metas apostólicas que se
ven excesivamente altas o difíciles, el Señor pide esta misma actitud:
confianza en Él, manifestada en el recurso a los medios sobrenaturales, y en
poner por obra aquello que está a nuestro alcance y que el Maestro nos insinúa
en la intimidad de la oración o a través de la dirección espiritual.
Algunos
Padres de la Iglesia han visto en estas palabras del Señor, «extiende
tu mano», la necesidad de ejercitar las virtudes. «Extiéndela muchas veces
–comenta San Ambrosio–, favoreciendo a tu prójimo; defiende de cualquier
injuria a quien veas sufrir bajo el peso de la calumnia, extiende también tu
mano al pobre que te pide; extiéndela al Señor, pidiéndole el perdón de tus
pecados: así es como se debe extender la mano, y así es como se cura»2,
realizando pequeños actos de aquellas virtudes que deseamos adquirir, dando
pequeños pasos hacia las metas a las que queremos llegar. Si nos empeñamos, la
gracia realiza maravillas con estos esfuerzos que parecen poca cosa. Si aquel
hombre, fiado más de su experiencia de otras veces que de las palabras del
Señor, no hubiera puesto en práctica lo poco que se le pedía, quizá hubiera
seguido el resto de su vida con una mano inútil. Las virtudes se forjan día a
día, la santidad se labra siendo fieles en lo menudo, en lo corriente, en
acciones que podrían parecer irrelevantes, si no estuvieran vivificadas por la
gracia.
«Cada
día un poco más –igual que al tallar una piedra o una madera–, hay que ir
limando asperezas, quitando defectos de nuestra vida personal, con espíritu de
penitencia, con pequeñas mortificaciones (...). Luego, Jesucristo va poniendo
lo que falta»3. Él es el que realmente realiza la obra de la santidad y el
que mueve las almas, pero quiere contar con nuestra colaboración, obedeciendo
en aquello que nos indica, aunque parezca insignificante, como extender la
mano. Esto nos lleva a una lucha ascética alegre y a no desanimarnos jamás. En
lo pequeño está nuestro poder.
II. Extiende
tu mano..., esfuérzate en esa trama de cosas menudas que componen un día.
Muchas metas se quedan sin alcanzar porque no estamos firmemente convencidos de
la ayuda de la gracia divina, que hace sobrenaturalmente eficaces los pequeños
esfuerzos.
La
tibieza paraliza el ejercicio de las virtudes, mientras que estas con el amor
cobran alas. El amor ha sido el gran motor de la vida de los santos. La tibieza
hace que parezcan irrealizables los más pequeños esfuerzos (una carta que hemos
de escribir, una llamada, una visita, una conversación, la puntualidad en el
plan de vida diario...); forma una montaña de un grano de arena, La persona
tibia piensa que, aunque el Señor le pide que extienda su mano, ella no
puede. Y, como consecuencia, no la extiende... y no se cura. Por el
contrario, el amor hace que los pequeños actos de virtud que realizamos desde
la mañana hasta la noche tengan una eficacia sobrenatural enorme: forjan las
virtudes, liman los defectos y encienden en deseos de santidad. Como una gota
de agua ablanda poco a poco la piedra y la perfora, como las gotas de agua fecundan
la tierra sedienta, así las buenas obras repetidas crean el buen hábito, la
virtud sólida, y la conservan y aumentan4.
La caridad se afianza en actos que parecen de poco relieve: poner buena cara,
sonreír, crear un clima amable a nuestro alrededor aunque estemos cansados,
evitar esa palabra que puede molestar, no impacientarnos en medio del tráfico
de la gran ciudad, ayudar a un compañero que aquel día va un poco más retrasado
en su trabajo, prestar unos apuntes a quien estuvo enfermo...
Los
defectos arraigados (pereza, egoísmo, envidia...) se vencen, tratando de vivir
la escena evangélica y recordando el mandato de Cristo: Extiende tu
mano. Se mejora si, con la ayuda del Señor, se lucha en lo poco: en
levantarse a la hora prevista y no más tarde; en el cuidado del orden en la
ropa, en los libros; si se busca servir, sin que apenas se note, a quienes
conviven con nosotros; si procuramos pensar menos en la propia salud, en las
preocupaciones personales; si sabernos elegir bien un programa de televisión o
apagarla si resulta inconveniente... Él continuamente nos dice: extiende
tu mano, haz esos pequeños esfuerzos que te sugiere el Espíritu Santo en tu
alma y los que te aconsejan en la dirección espiritual para superar esa
incapacidad, a pesar de haber fracasado en otras ocasiones.
Porque
contamos con la gracia del Señor, la santidad depende en buena parte de
nosotros, de nuestro empeño dócil y continuado. Se cuenta de Santo Tomás de
Aquino, que tenía fama de ser hombre de pocas palabras. Un día le preguntó su
hermana qué hacía falta para ser santos. Y casi sin detenerse, según iba
andando, contestó el Santo: QUERER. Nosotros pedimos al Señor que
de verdad queramos ir cada día a Él, obedeciendo en las metas que nos han
indicado en la dirección espiritual.
III.
Aquel hombre de la mano paralizada fue dócil a las palabras de Jesús: se puso
en medio de todos, como le había pedido el Señor, y luego atendió a sus
palabras cuando le dijo que extendiera aquella mano enferma. La dirección
espiritual personal se engarza con la íntima acción del Espíritu Santo en el
alma, que sugiere de continuo esos pequeños vencimientos que nos ayudan
eficazmente a disponernos para nuevas gracias. Cuando un cristiano pone de su
parte todo lo posible para que las virtudes se desarrollen en su alma –quitando
los obstáculos, alejándose de las ocasiones de pecar, luchando decididamente en
el comienzo de la tentación–, Dios se vuelca con nuevas ayudas para fortalecer
esas virtudes incipientes y regala los dones del Espíritu Santo, que perfeccionan
esos hábitos formados por la gracia.
El
Señor nos quiere con deseos eficaces, concretos, de ser santos; en la vida
interior no bastan las ideas generales. «¿Has visto cómo levantaron aquel
edificio de grandeza imponente? —Un ladrillo, y otro. Miles. Pero, uno a uno.
—Y sacos de cemento, uno a uno. Y sillares, que suponen poco, ante la mole del
conjunto. —Y trozos de hierro. —Y obreros que trabajan, día a día, las mismas
horas...
»¿Viste
cómo alzaron aquel edificio de grandeza imponente?... —¡A fuerza de cosas
pequeñas!»5.
Es
frecuente que al hablar de santidad se hagan notar algunos aspectos llamativos:
las grandes pruebas, las circunstancias extraordinarias, el martirio; como si
la vida cristiana vivida con todas sus consecuencias consistiera forzosamente
en esos hechos y fuera empresa de unos pocos, de gente excepcional; y como si
el Señor se conformara, en la mayoría de las gentes, con una vida cristiana de
segunda categoría. Por el contrario, hemos de meditar hondamente que el Señor
nos llama a todos a la santidad: a la madre de familia atareada porque apenas
tiene tiempo para sacar adelante la casa, al empresario, al estudiante, a la
dependienta de unos grandes almacenes y a la que está al frente de un puesto de
verduras. El Espíritu Santo nos dice a todos: esta es la voluntad de
Dios, vuestra santificación6.
Y se trata de una voluntad eficaz, porque Dios cuenta con todas las
circunstancias por las que va a pasar la vida y da las gracias necesarias para
actuar santamente.
Para
crecer en las virtudes, hemos de prestar atención a lo que nos dice el Señor,
muchas veces por intermediarios, y llevarlo a la práctica. «Ejemplo sublime de
esta docilidad es para todos nosotros la Virgen Santísima, María de Nazaret,
que pronunció el “fiat” de su disponibilidad total a los designios de Dios, de
modo que el Espíritu pudo comenzar en Ella la realización concreta del plan de
salvación»7. A nuestra Madre Santa María le pedimos hoy que nos ayude a
ser cada vez más dóciles al Espíritu Santo, a crecer en las virtudes, luchando
en las pequeñas metas de este día.
1 Lc 6,
6-11. —
2 San
Ambrosio, Comentario al Evangelio de San Lucas, in loc.
—
3 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 403. —
4 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. I, p. 532. —
5 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 823. —
6 1
Tes 4, 3. —
7 Juan
Pablo II, Alocución 30-V-1981.
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