RICARDO HAUSMANN 09 de marzo de 2020
@ricardo_hausman
Tenía
que suceder. En algún momento, Venezuela iba a entrar en el debate electoral en
Estados Unidos. Ahora que lo ha hecho, probablemente siga siendo un tema
importante. Venezuela, después de todo, representa el mayor colapso económico
del continente americano, el mayor incremento de la pobreza, la peor
hiperinflación y la mayor migración masiva de los últimos siglos.
También
es un caso en el que terminar con la pesadilla –y la amenaza para la
estabilidad regional que representa- se ha vuelto una de las principales
prioridades de política exterior de Estados Unidos. Es una de las pocas
políticas de la administración del presidente Donald Trump que cuenta con un
amplio respaldo bipartidista, como quedó demostrado en la gran ovación que
recibió el Presidente Encargado Juan Guaidó durante el discurso del Estado de
la Unión de Trump en febrero.
Sin
embargo, la tragedia de Venezuela está siendo utilizada como un arma
político-partidista en la carrera hacia las elecciones presidenciales y
parlamentarias de noviembre. Según Trump, Venezuela demuestra el fracaso del
“socialismo”, y los demócratas son “socialistas”. Supuestamente, si los
votantes sustituyeran a Trump por un demócrata, Estados Unidos sufriría el
mismo destino que Venezuela.
Claramente,
éste es un argumento descabellado. Los demócratas han estado al frente de la
Casa Blanca durante 48 de los últimos 87 años y, en general, a Estados Unidos
le ha ido bastante bien.
Pero
Bernie Sanders, el favorito en la primaria demócrata, no es un demócrata
tradicional. De hecho, ni siquiera es miembro del partido. Él mismo se define
como socialista democrático, no como un socialdemócrata, y sus declaraciones
pasadas sobre Fidel Castro, así como sus viajes a la Unión Soviética y a
Nicaragua, reflejan su apoyo de décadas a la izquierda radical.
Los
seguidores de Sanders destacan que el socialismo que él tiene en mente es la
socialdemocracia al estilo escandinavo. Pero Sanders aún no ha articulado
ninguna diferencia ideológica o política con las tiranías indeseables que ha
respaldado, y se siento incómodo hablando del tema. Por el contrario, ha
tendido a responder con la defensa tipo “Mussolini hizo que los trenes anden a
tiempo”.
Existen,
por supuesto, otras lecciones políticas que aprender de Venezuela. El
economista y premio Nobel Paul Krugman responsabiliza por el destino del país a
los generosos programas sociales durante los años del boom petrolero (2004-14).
Cuando el precio del petróleo cayó, el gobierno recurrió a la impresión de
dinero para financiar los consiguientes grandes déficits fiscales, y esto
condujo a la hiperinflación. Según este discurso, el problema fue que había
buenas intenciones, pero una mala gestión macroeconómica, no “socialismo”. Por
el contrario, Moisés Naím y Francisco Toro culpan principalmente a la
cleptocracia por el colapso de Venezuela.
Ambas
son partes importantes de la historia del chavismo, pero ninguna le da al
“socialismo” su debido lugar. Es más, al igual que Sanders, no explican cómo se
diferencia el “socialismo” en Escandinavia de la versión tropical.
Por
cierto, estos dos sistemas son prácticamente polos opuestos. El sistema
escandinavo es profundamente democrático: la gente utiliza al estado para darse
a sí misma derechos y autonomía. Un sector privado pujante crea empleos bien
pagados, y las relaciones de colaboración entre capital, gerencia y
trabajadores sustentan un consenso que hace hincapié en el desarrollo de
capacidades, la productividad y la innovación. Es más, dadas sus poblaciones
relativamente pequeñas, estos países entienden que la apertura y la integración
con el resto del mundo son fundamentales para su progreso. Se han fijado
impuestos lo suficientemente altos como para financiar un estado benefactor que
invierte en el capital humano de la gente y la protege de la cuna a la tumba.
La sociedad ha sido lo suficientemente poderosa como para “encadenar al
Leviatán”, como dicen Daron Acemoglu y James A. Robinson en su último libro.
El
chavismo, por el contrario, consiste en desempoderar plenamente a la sociedad y
subordinarla al estado. Los programas sociales que menciona Krugman no son un
reconocimiento de los derechos de los ciudadanos, sino privilegios concedidos
por el partido gobernante a cambio de lealtad política. Grandes sectores de la
economía fueron expropiados y puestos bajo propiedad y control del estado. Esto
incluyó no sólo la electricidad, los servicios petroleros (la producción de
petróleo ya había sido nacionalizada en 1976), el acero, las telecomunicaciones
y los bancos, sino también empresas mucho más pequeñas: productores lácteos,
fabricantes de detergente, supermercados, caficultores, distribuidores de gas
de cocina, barcos y hoteles, así como millones de hectáreas de tierra
cultivable.
Sin
excepción, todas estas empresas colapsaron, incluso antes de que el precio del
petróleo se derrumbara en 2014. Por otra parte, el gobierno intentó crear
nuevas empresas estatales a través de asociaciones con China e Irán: ninguna de
ellas está en funcionamiento, a pesar de miles de millones de dólares de
inversión.
Además,
los controles de precios, de las divisas, de las importaciones y del empleo
tornaron prácticamente imposible la actividad económica privada, lo que
desempoderó aún más a la sociedad. Se suponía que los precios tenían que ser
“justos” y no vinculados a la oferta y la demanda, y por ende fijados por el
gobierno, lo que llevó a desabastecimiento, mercados negros y oportunidades de
corrupción y cleptocracia, mientras un gran número de gerentes y emprendedores
eran encarcelados por violaciones de los “precios justos”. Durante el boom
petrolero de 2004-14, mientras se destruía la agricultura y la industria, el
gobierno ocultó el colapso con importaciones masivas, que financió no sólo con
los ingresos petroleros, sino también con un inmenso endeudamiento externo.
Obviamente, cuando los precios del petróleo cayeron y los mercados dejaron de
prestar en 2014, la farsa ya no se pudo mantener. Y la farsa era la versión
chavista del socialismo.
¿Pero
cuál es la versión de Sanders? Un salario mínimo más alto, atención médica
universal y libre acceso a una educación superior pública, como señala, son la
norma en la mayoría de los países desarrollados y definitivamente no son
socialistas en el sentido chavista, cubano o soviético de la palabra.
Por
otra parte, Sanders casi nunca tiene algo positivo que decir sobre los
emprendedores y las empresas exitosas sean grandes o pequeñas. Es verdad,
quiere justificar impuestos más altos para financiar sus políticas sociales,
pero necesita de hecho que las empresas sean productivas y rentables para que
paguen más impuestos. ¿Su socialismo, entonces, tiene que ver con la
cooperación para empoderar al pueblo mientras impulsa a la economía, o con
empoderar al estado para ejercer un control más coercitivo sobre las empresas?
Esta
pregunta debe ser respondida por razones tácticas, porque la carta de Venezuela
también puede jugarse en contra de Trump. Después de todo, el chavismo ha
politizado el uso de la policía y el poder judicial, ha pisoteado a la prensa
libre, ha tratado a los opositores políticos como traidores y enemigos mortales
y se ha entrometido con la imparcialidad de las elecciones. ¿Suena familiar?
Ahora bien, el opositor de Trump en noviembre no puede pasar de la defensa al
ataque con la carta venezolana hasta que la “cuestión del socialismo” no se
aborde como corresponde.
Los
votantes en las primarias demócratas hoy tienen derecho a saber si Sanders
entiende lo que diferencia a Escandinavia de Venezuela. Además, deberían querer
saber si su candidato luchará, junto con la coalición existente de 60
democracias de América Latina y del mundo desarrollado, para poner fin a la
dictadura de Venezuela y restablecer los derechos humanos y la libertad.
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