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domingo, 23 de agosto de 2020

Conocerle y conocerte: En el tiempo oportuno, por Rubén Herce




Rubén Herce 22 de agosto de 2020

Dios nos hace experimentar nuestra oración de la manera que más nos conviene en cada momento. Santa Isabel es un testimonio de cómo la paciencia y la constancia se transforman en una plena alegría.

Cuando la vio entrar en su casa, Isabel se dio cuenta de que María había dejado de ser una niña. Probablemente la había visto nacer y crecer, tan especial como era ella, ya desde muy pequeña. Después habían vivido lejos una de la otra. Al reconocerla ahora en el dintel de su casa, se llenó de alegría. El evangelista nos dice que la recibió «a gran voz»: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1,43). Se trataba de un gozo profundo, que surgía de una vida cuajada de oración. Tanto ella como Zacarías eran considerados santos –justos– según la Escritura y la gente los observaba con cierta admiración (Cfr. Lc 1,6). Sin embargo, solo ellos dos sabían todo lo que había detrás de tantos años vividos junto a Dios: se trataba de experiencias que tenían bastante de incomunicable, como nos sucede a todos. El gozo de Isabel surgía a partir de un pasado lleno de dolor y esperanza, de sinsabores y reencuentros, en el que todo había ido haciendo cada vez más profunda su relación con Dios. Solo ella sabía del desconcierto que había creado en ella el hecho de no poder ser madre, cuando esa bendición era lo más esperado por una mujer en Israel. Pero el Señor había querido hacerla pasar por aquello para elevarla a una intimidad mayor con él.

Un ruego que es escuchado

Nuestra relación con Dios, nuestra oración, tiene también siempre algo único, incomunicable, como la de Isabel; tiene algo del ave solitaria (Cfr. Sal 102,8) a la que, como decía san Josemaría, Dios puede elevar como las águilas, hasta ver de hito en hito el sol. Solo él conoce cuáles son los tiempos y momentos adecuados para cada uno. Dios desea esa intimidad divinizadora con nosotros mucho más de lo que podemos imaginar. Pero el hecho de que solo él conozca los tiempos –como conocía el momento oportuno para que naciese Juan el Bautista– no impide que cada uno de nosotros pueda anhelar, en cada instante, una intimidad mayor con el Señor. Tampoco impide que la pidamos constantemente, buscando lo más alto, estirando el cuello entre la gente para ver a Jesús que pasa, o subiéndonos a un árbol si hace falta, como Zaqueo. Podemos imaginar que Isabel movió su corazón muchas veces hacia Dios, y que empujaba a su marido a hacer lo mismo, hasta que este finalmente oyó: «Tu ruego ha sido escuchado: tu mujer Isabel te dará un hijo y le pondrás por nombre Juan» (Lc 1,14).

Para Isabel, lo que terminaría siendo una oración confiada en el Señor tuvo que pasar por el horno purificador del tiempo y de las adversidades. Atardecía en su vida, y Dios seguía oculto en un aspecto crucial: ¿por qué parecía que él no había escuchado sus plegarias de tantos años? ¿Por qué no le había dado un hijo? ¿Es que ni siquiera el sacerdocio de su marido era suficiente? En aquella necesidad expuesta, en la debilidad orante o en el aparente silencio de Dios, su fe, su esperanza y su caridad se purificaron; porque no solo perseveró, sino que se dejó transformar cada día, aceptando, siempre y en todo, la voluntad del Señor. Quizá precisamente la identificación con la Cruz –a la cual Isabel, de algún modo, se anticipaba– sea el mejor modo de comprobar la autenticidad de nuestra oración: «No se haga mi voluntad sino la tuya» (Lc 24,42). Si los justos de la antigua alianza vivieron en esa aceptación, y después Jesús hizo de esa actitud hacia el Padre el motivo de su vida entera, también los cristianos estamos llamados a unirnos a Dios de este modo; siempre es tiempo oportuno para rezar así: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra» (Jn 4,34).

Momento de recordar

Tal vez la misma Isabel había mantenido la llama encendida de la oración del viejo Zacarías, hasta que a su marido finalmente se le apareció un ángel: a ella, a la que llamaban estéril, el Señor le daría un hijo porque para Dios no hay nada imposible (Lc 1,36). Así, dejándose llevar per aspera ad astra –tras una imprescindible tarea de purificación que él realiza en quien se deja– Isabel llegó al exclamar en oración lo que, pasados tantos años, nosotros continuamos repitiendo diariamente: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1,42).

Saber que nuestro camino hacia Dios conlleva una identificación profunda con la Cruz es esencial para darnos cuenta de cómo lo que a veces parece estancamiento es en realidad avance. Así, en lugar de vivir esperando tiempos mejores, o una oración más conforme a nuestros gustos, aceptaremos con agradecimiento el alimento que Dios nos quiere dar: «Si miramos a nuestro alrededor, nos damos cuenta de que existen muchas ofertas de alimento que no vienen del Señor y que aparentemente satisfacen más. Algunos se nutren con el dinero, otros con el éxito y la vanidad, otros con el poder y el orgullo. Pero el alimento que nos nutre verdaderamente y que nos sacia es solo el que nos da el Señor. El alimento que nos ofrece el Señor es distinto de los demás, y tal vez no nos parece tan gustoso como ciertas comidas que nos ofrece el mundo. Entonces soñamos con otras comidas, como los judíos en el desierto, que añoraban la carne y las cebollas que comían en Egipto, pero olvidaban que esos alimentos los comían en la mesa de la esclavitud. Ellos, en esos momentos de tentación, tenían memoria, pero una memoria enferma, una memoria selectiva. Una memoria esclava, no libre»[1]. Por eso conviene que nos preguntemos: ¿De dónde quiero comer? ¿Cuál es mi memoria? ¿La del Señor que me salva, o la de la carne, los ajos y las cebollas de la esclavitud? ¿Con qué memoria sacio mi alma? ¿Quiero comer alimento sólido o seguir alimentándome de leche? (Cfr. 1 Co 3,2).

En la vida puede surgir la tentación de mirar atrás y de desear, como sucedía a los israelitas, los ajos y las cebollas de Egipto. El maná, un alimento que en su momento percibieron como bendición y signo de protección (cfr. Nm 21,5), llegó a cansarlos. Como puede ocurrirnos a nosotros, sobre todo si nos enfriamos, a base de desatender el abecedario elemental de la oración: buscar el recogimiento, cuidar los detalles de piedad, elegir el mejor tiempo, ser cariñosos… Es entonces, con más motivo, el momento de recordar, de hacer memoria, de buscar en la oración y en las lecturas espirituales ese alimento sólido del que habla san Pablo, un alimento que abre horizontes de vida.

Como atraídos por la fuerza de un imán

Hacer memoria en la oración es mucho más que un simple recuerdo: tiene que ver con el concepto de «memorial» propio de la religión de Israel; es decir, se trata de un acontecimiento salvífico que trae hasta el momento presente la obra de la redención. La oración memoriosa es un conversar nuevo sobre lo ya conocido, un recuerdo del pasado que se percibe otra vez de manera presente. Los episodios centrales de nuestra relación con Dios los entendemos y los vivimos de manera diferente cada vez. Así le sucedió quizá a Isabel cuando, desde su maternidad recién adquirida, percibió de modo nuevo a qué la destinaba Dios.

Con el paso de los años, al compás de nuestra entrega y de nuestras resistencias, el Señor va mostrándonos las distintas profundidades de su misterio. Él quiere llevarnos muy alto, como en una espiral que va ascendiendo lentamente, dando vueltas y más vueltas. Es cierto que podemos no ascender y permanecer dando círculos en horizontal, o que podemos también descender estrepitosamente o incluso salirnos por la tangente y abandonar el trato con nuestro creador… pero él no ceja en su empeño por llevarlo a cabo: el suyo es un plan de elección y de justificación, de santificación y de glorificación (cfr. Rm 8,28-30).

Como tantos autores, san Josemaría describe ese proceso con enorme realismo y belleza. El alma se va «hacia Dios, como el hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto»[2]. Cuando meditamos los misterios de la filiación divina, la identificación con Cristo, el amor a la Voluntad del Padre, el afán de corredención… e intuimos que todo aquello es un don del Espíritu Santo, calibramos mejor nuestra deuda con él. Y entonces crece impetuosamente en nosotros el agradecimiento. Nos despertamos a sus mociones, que son mucho más frecuentes de lo que pensamos: «Son, pueden muy bien ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma: una locura de amor que, sin espectáculo, sin extravagancias, nos enseña a sufrir y a vivir»[3].

Así, con asombro, se nos va desvelando la inmensidad del amor que hemos recibido de Dios durante toda nuestra vida: día tras día, año tras año… ¡desde el seno materno! «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados» (1 Jn 4,10). Sobrecogidos, nos descubrimos inmersos en un amor fascinante, cuidadoso, desarmante. Así le sucede a Isabel: «Se ha fijado en mí para quitar mi oprobio ante la gente» (Lc 1,25). Tras años de oscuridad, toma conciencia de ser amada de manera infinita por quien es la fuente de todo amor; y esto de una manera que ni se merece, ni es capaz de valorar del todo, ni alcanza a corresponder: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?» (Lc 1,43); ¿cómo es posible que Dios me ame tanto? Y también, con algo de desconcierto y de dolor: ¿Cómo no me había dado cuenta antes? ¿En qué estaba pensando?

Toda buena oración prepara el corazón para saber qué pedir (cfr. Rm 8,26) y para recibir lo que pedimos. Poner un poco de amor a Dios en cada detalle de piedad, grande o pequeño, facilita el camino. Tratar a Jesucristo por su nombre, cariñosamente, expresándole nuestro afecto sin pudor, acerca el momento. Debemos insistir y responder con prontitud a los pequeños toques del amor. Hacer «memoria de las cosas bellas, grandes, que el Señor ha hecho en la vida de cada uno de nosotros», pues una oración memoriosa «hace mucho bien al corazón cristiano»[4]. Por eso san Josemaría en su predicación solía recomendar: «Que cada uno de nosotros medite en lo que Dios ha realizado por él»[5].

Dios es todo y eso basta

Tantas veces, Isabel volvería sobre lo que el Señor había hecho con ella. ¡Cómo se había transformado su vida! ¡Y cuán audaz debió de volverse! Desde entonces, todos sus comportamientos adquieren una riqueza singular. Se esconde durante meses por pudor, como hicieron los profetas, para significar con gestos la acción divina (Cfr. Lc 1,24); también adquiere una mayor claridad para seguir sus designios: «¡No!, se va a llamar Juan» (Lc 1,60). También es capaz de vislumbrar la obra de Dios en su prima: «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1,45). Isabel se comporta como quien trata a Dios con todo su corazón.

De igual modo, en nuestra oración debe haber amor y lucha, alabanza y reparación, adoración y petición, afectos e intelecto. Es necesario atreverse con todas las letras del abecedario, con todas las notas de la escala musical, con toda la paleta de colores, porque ya se ha entendido que no se trata de cumplir, sino de amar con todo el corazón. Los ejercicios de piedad, las personas, los quehaceres de cada día... son lo mismo que antes, pero no se viven ya de la misma forma. Aumenta así la libertad de espíritu, la «capacidad y actitud habitual de obrar por amor, especialmente en el empeño de seguir lo que, en cada circunstancia, Dios le pide a cada uno»[6]. Lo que antes se presentaba como una pesada obligación, se convierte en una ocasión de encuentro con el Amor. Los vencimientos siguen costando, pero ahora esos esfuerzos se llevan a cabo con alegría.

Ante la infinitud del amor descubierto y de la pobre correspondencia humana, el corazón se deshace en una honda oración de desagravio y de reparación; surge un dolor que arranca de los propios pecados y que mueve a una contrición personal. Crece el convencimiento de que «Dios es todo, yo no soy nada. Y por hoy basta»[7]. Así podemos arrojar de nosotros tantos escudos que nos dificultan el contacto con él. Surge también el agradecimiento sincero, profundo y explícito al Señor, que se torna en adoración, al «reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso»[8]. Por eso conviene emplear todas las teclas del corazón. Para que la oración sea variada, enriquecedora, para que no discurra por cauces gastados; tanto si el sentimiento acompaña como si no, porque lo que gustamos de Dios no es todavía Dios: él es infinitamente más grande.

[1] Francisco, Homilía en la solemnidad del Corpus Christi, 19-VI-2014.
[2] San Josemaría, Amigos de Dios, n. 296.
[3] Ibíd., n. 307.
[4] Francisco, Homilía en Santa Marta, 21-IV-2016.
[5] Amigos de Dios, n. 312.
[6] Del Padre, Carta, 9-I-2018, n. 5.
[7] San Juan XXIII, Il giornale dell'anima, Edizioni di Storia e Letteratura, Roma, 1964, p. 110.
[8] Catecismo de la Iglesia Católica, 2096.


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