Miguel Ángel Martínez Meucci 19 de noviembre de 2024
Los
precedentes auguran que con Trump en la Casa Blanca se incrementará la presión
estadounidense sobre las dictaduras de izquierda en América Latina.
Las
implicaciones potenciales que para la democracia estadounidense reviste el
segundo ascenso de Donald Trump a la Casa Blanca exceden el tema del presente
artículo. Esa diatriba es tan pertinente como ardua y compleja, pero en todo
caso ajena al propósito de estas líneas, circunscritas como están al análisis
de un asunto muy concreto: las posibles repercusiones que este nuevo período
presidencial podría acarrear para las dictaduras en América Latina, en un
momento en el que estas se asumen de izquierda.
El presidente “loco”
Según
estipula la constitución de los Estados Unidos, el presidente de dicha nación
goza de enormes facultades para conducir la política exterior. Cuenta además
con numerosas agencias de inteligencia que le sirven exclusivamente a la Casa
Blanca, con la finalidad de asistirle en su toma de decisiones. Las tareas
concretas corren a cargo de los miles de especialistas y burócratas que
integran el Departamento de Estado, organismo encargado de diseñar e
implementar las relaciones exteriores. También el Senado y la Cámara de
Representantes intervienen de un modo importante, tratando de influir sobre las
decisiones del Poder Ejecutivo.
Donald
Trump, sin embargo, se caracteriza por su ejercicio particularmente directo e
intempestivo en materia de política exterior. No se siente tan cómodo como sus
predecesores con la burocracia del Departamento de Estado. Tampoco lleva
demasiado bien las dinámicas institucionales de los gobiernos foráneos, que a
menudo esperan de él que se conduzca a través de canales regulares e institucionales.
Como hombre de negocios que ha sido siempre, Trump evalúa pragmáticamente los
incentivos a los que responde su contraparte, con la finalidad de plantearle,
de modo directo y claro, los términos de un acuerdo razonable que le permitan a
él evitar o escalar un conflicto.
Este modus
operandi tenderá a ser más eficaz en la medida en que el propio Trump
resulte más impredecible. Tal como señalara Yehezkel Dror en Crazy
States (1971), actuar en ocasiones como un demente puede ser la forma
más eficaz de proyectar amenazas creíbles, a través de las cuales se procura
debilitar el sistema de preferencias del oponente. La eficacia dependerá, entre
otros factores, tanto de la capacidad real como de la voluntad genuina de
retaliación al negociar.
Henry
Kissinger destacaba el rol del estadista sobre los aparatos burocráticos a la
hora de alcanzar la estabilidad internacional. No obstante, mientras más
democrático e institucional sea un gobierno, más incómodo tenderá a sentirse
ante un presidente estadounidense al que le gusta ser impredecible y saltarse
los canales institucionales o burocráticos. Basta ver lo que piensa buena parte
de Europa para percatarse de lo anterior. Quizá por esa misma razón el estilo
de Trump destaca en sus negociaciones con autócratas, quienes por definición
concentran el poder y la toma de decisiones en materia de política exterior. En
tales casos, la relación bilateral tiende a manejarse como un tête à
tête donde el acuerdo entre dos personas puede resultar
determinante.
Precedentes
hostiles
Durante
su primer período de gobierno (2016-2020), la actitud de Trump hacia las
autocracias izquierdistas de América Latina fue dura y frontal. De modo
generalizado, Washington incrementó sistemáticamente la presión política y
económica sobre tales regímenes (la “troika de la tiranía”, como la llamó John
Bolton, Asesor de Seguridad Nacional de E. U.) mediante la aplicación de nuevas
sanciones, tanto personales como económicas. Tal fue el caso de Nicaragua,
luego de que las protestas que tuvieron lugar en dicho país en 2018 fueran
duramente reprimidas por el gobierno de Daniel Ortega. Además de las sanciones
impuestas al propio Ortega, su familia y colaboradores cercanos, E.U.
también aprobó la
Ley de Condicionalidad de Inversiones en Nicaragua (NICA).
En el
caso de la Cuba castrista, y al amparo del Título III de la Ley Helms-Burton,
con Trump se
intensificó la tramitación de demandas en tribunales estadounidenses.
Se prohibió la importación de ron y tabaco de origen cubano a Estados Unidos.
También se restringieron los envíos de remesas y los viajes de ciudadanos
estadounidenses a la isla. La actividad de médicos cubanos en terceros países
fue ampliamente denunciada en el plano diplomático. Se canceló la renovación de
la licencia para operar en Cuba de Marriott International y, a través de la
Oficina para el Control de Activos Extranjeros (OFAC, por sus siglas en
inglés), se penalizó a varias compañías que violaron el embargo impuesto por E.
U. desde 1962, sobre todo a las que transportaban combustibles a la isla.
El
caso de Venezuela fue quizás el más notorio, dado el potencial energético de
dicho país y la capacidad del régimen chavista para apuntalar a sus socios
regionales. Luego de que Nicolás Maduro se adjudicó fraudulentamente las
elecciones de 2018, la Asamblea Nacional que controlaba la oposición decidió
desconocerlo y juramentar en enero de 2019 al diputado Juan Guaidó
como presidente interino. Esta acción fue respaldada por Trump, quien junto
al Grupo de Lima encabezó un reconocimiento internacional que abarcó a más de
60 países. Washington agregó entonces sanciones comerciales a las sanciones
personales que ya había venido imponiendo el presidente Obama desde 2014, pero
los intentos de derrocamiento de Maduro fracasaron. La intuición de Trump,
quien repetía en privado que Maduro era una tough cookie, demostró
ser acertada.
Nueva
coyuntura global
Es
mucho lo que ha sucedido desde entonces, desde una gran guerra convencional en
Europa hasta una pandemia. La guerra entre Rusia y Ucrania se ha intensificado
en el tiempo, mientras Israel contraataca por todo el Medio Oriente. Los únicos
que parecen seguir en el mismo sitio son Maduro, Ortega y Díaz-Canel, situación
que ahora los obligará a lidiar nuevamente con Trump en la Casa Blanca. ¿Cabe
esperar que la política de “máxima presión” aplicada durante su primer período
presidencial se repita en esta oportunidad, en medio de este nuevo y más
convulsionado contexto internacional? De momento, mientras algunos analistas
piensan que se avecina una repetición de la política desplegada años atrás,
otros opinan que hay margen para un giro sorpresivo. Cada grupo encuentra
argumentos para sostener sus posiciones.
Por
ejemplo, a pesar de que al nuevo presidente electo de los estadounidenses se le
acusa con frecuencia de ser proclive a la guerra, su discurso es más bien
aislacionista. De hecho, a diferencia de muchos de sus predecesores, Trump no
inició ninguna guerra durante su primer mandato presidencial. Su posición ante
Rusia, por ejemplo, ha seguido en gran medida los postulados de John
Mearsheimer, quien aboga por una Ucrania escasamente armada, fuera de la OTAN y
de la Unión Europea, y en cierto modo sacrificada como buffer
zone (una suerte de tierra de nadie) dentro de la esfera de influencia
rusa, a cambio de la estabilidad en Europa.
Por
otro lado, cuando Trump fustigaba la deriva socialista del Partido Demócrata,
Venezuela encajaba bien en su discurso como desaconsejable referente mundial de
dicha ideología. Sin embargo, sus alusiones más recientes al caso venezolano
giran en torno a sus migrantes en E. U., tema destacado a lo largo de la última
campaña presidencial. Algunos analistas sostienen que el petróleo de Venezuela
ha perdido importancia luego de que, gracias al fracking, Estados
Unidos ha alcanzado una mayor autonomía petrolera. Estos elementos, aunados a
la centralidad de los conflictos en Eurasia y a la experiencia fallida del
gobierno interino en Venezuela, llevan a ciertos sectores a sostener que Trump
no seguirá confrontando a las dictaduras regionales.
Perspectivas
más probables
Sin
embargo, en mi opinión por ahora prevalecen los elementos a favor de la
continuidad. Así como el nuevo presidente aboga por una Ucrania débil para
aplacar los recelos de Moscú; así como ha defendido siempre un Israel fuerte
ante la amenaza islamista; y del mismo modo que ha combatido una mayor
influencia china en Norteamérica, también parece congruente con lo anterior que
defienda la cuenca del Caribe en tanto área de influencia estadounidense, así
como un acceso preferente a los recursos que alberga dicha zona.
De
momento, las dudas comienzan a despejarse con el nombramiento del hardliner cubano-americano
Marco Rubio como Secretario de Estado, primer hispano en ocupar dicho cargo.
Por un lado, esta designación quizás revele una voluntad de mirar más hacia el
hemisferio en cuestiones de política exterior. Por otro lado, ninguna otra
figura podría haber sido más contraria a los intereses de los autócratas de
Cuba, Nicaragua y Venezuela, ya que pocas personas en Washington
entienden mejor que Rubio la amenaza que estos representan.
Seguramente
la administración Trump descarta iniciar hostilidades en el Caribe, pero esto
no rebaja las preocupaciones en La Habana, Caracas o Managua. Existen muchos
mecanismos para que una potencia como la norteamericana ejerza una gran presión
sobre regímenes como los de Venezuela, Cuba o Nicaragua, y no se limitan a las
sanciones. El caso de Qasem
Soleimani sirvió para recordárselo al gobierno de Teherán en enero de
2020. ~
Miguel
Ángel Martínez Meucci
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