Opus Dei 16 de noviembre de 2024
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Comentario
al Evangelio del domingo de la 33.° semana del tiempo ordinario. “El cielo y la
tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”. En el Juicio quedará patente si
hemos caminado en nuestra vida a la luz de la Palabra de Dios, o si la hemos
despreciado, fiándonos de nosotros mismos.
Evangelio
(Mc 13,24-32)
Pero
en aquellos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá y la
luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las potestades de
los cielos se conmoverán. Entonces verán al Hijo del Hombre que viene sobre las
nubes con gran poder y gloria. Y entonces enviará a los ángeles y reunirá a sus
elegidos desde los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el
extremo del cielo.
Aprended
de la higuera esta parábola: cuando sus ramas están ya tiernas y brotan las
hojas, sabéis que está cerca el verano. Así también vosotros, cuando veáis que
suceden estas cosas, sabed que es inminente, que está a las puertas. En verdad
os digo que no pasará esta generación sin que todo esto se cumpla. El cielo y
la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. Pero nadie sabe de ese día y
de esa hora: ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre.
Comentario al Evangelio
Jesús
habla con sus discípulos sentado en el monte de los Olivos, frente al Templo de
Jerusalén. Uno de ellos pondera la solidez y magnificencia de la construcción,
y todos quedan sorprendidos cuando le responde: “¿Ves estas grandes
construcciones? No quedará aquí piedra sobre piedra que no sea derruida” (Mc
13,2).
Sus
palabras, interrumpiendo unos comentarios llenos de admiración, resultaban
sobrecogedoras: ¿de qué catástrofe estaba hablando? Para ellos eso sólo podría
suceder en el fin del mundo. ¿El final era inminente?
En la
respuesta de Jesús se entrelazan palabras del Antiguo Testamento, concretamente
del libro de Daniel, con otras de Isaías y Ezequiel. Utiliza imágenes de género
apocalíptico bien conocidas en la tradición de Israel: “el sol se oscurecerá y
la luna no dará su resplandor, y las estrellas caerán del cielo, y las
potestades de los cielos se conmoverán” (Mc 13,24-25).
Pero
los vaticinios de los antiguos profetas culminan en la manifestación gloriosa
de Jesucristo, el Mesías esperado, que, por encima de los cataclismos del
cosmos y de los vaivenes de la historia humana, permanece como punto firme y
estable: “Entonces verán al Hijo del Hombre que viene sobre las nubes con gran
poder y gloria” (Mc 13,26)
El
Maestro desvía la atención de los detalles accesorios, como son los relativos
al tiempo y momento concreto en que sobrevendrá el final, para centrarse en lo
fundamental. “Cristo es el Señor del cosmos y de la historia -enseña el
Catecismo de la Iglesia Católica-. En él, la historia de la humanidad e incluso
toda la Creación encuentran su recapitulación, su cumplimiento transcendente”[1].
La
respuesta de Jesús no ofrece una descripción de lo que sucederá, sino que es
una invitación a vivir bien el presente, a estar atentos, siempre preparados
para cuando venga el Hijo del Hombre y nos pida cuentas de nuestra vida.
El
Maestro enseña que la historia de los pueblos y de las personas tiene una meta
que es el encuentro definitivo con el Señor. Cuándo y cómo sucederá no tiene
para nosotros mayor interés, por eso dice Jesús de modo provocativo que “nadie
sabe de ese día y de esa hora: ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino el
Padre” (Mc 13,32).
Deliberadamente
nos aparta de una curiosidad superficial por los acontecimientos del futuro
para mostrar lo realmente importante. Señala el sendero justo por el que
caminar para llegar a la vida eterna: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis
palabras no pasarán” (Mc 13,31). Todo pasa –nos viene a recordar–, pero la
Palabra de Dios no cambia, y es guía estable para regir nuestro comportamiento.
Sólo tiene sentido y estabilidad una vida que se apoya y fundamenta en la
Palabra de Dios que Jesús nos ha dado.
En el
Credo confesamos que “Jesucristo subió a los cielos, y está sentado a la
derecha de Dios, Padre Todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a vivos y
muertos”. “Entonces -dice el Catecismo-, se pondrán a la luz la conducta de
cada uno y el secreto de los corazones. Entonces será condenada la incredulidad
culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios. La actitud con
respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor
divino”[2]. En
el Juicio quedará patente si hemos caminado en nuestra vida a la luz de la
Palabra de Dios, o si la hemos despreciado, fiándonos de nosotros mismos.
[1] Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 668.
[2] Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 678.
Tomado
de: https://opusdei.org/es-ve/gospel/2024-11-17/
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