Francisco Fernández-Carvajal 03 de noviembre de 2018
— El
Primer mandamiento.
—
Correspondencia al amor que Dios nos tiene.
— Amor
con obras.
I. Los
textos de la Misa nos muestran la continuidad entre el Antiguo y el Nuevo
Testamento, y a la vez la perfección y la novedad de este. En la Primera
lectura1 vemos ya enunciado con toda claridad el Primer
mandamiento: Escucha, Israel: El Señor nuestro Dios es solamente uno.
Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las
fuerzas. Era un pasaje muy conocido por todos los judíos, pues lo repetían
dos veces al día, en las plegarias de la mañana y de la tarde.
En el
Evangelio2 leemos cómo un doctor de la Ley le hace una pregunta
llena de rectitud al Señor. Este doctor había oído el diálogo de Jesús con los
saduceos y había quedado admirado de su respuesta. Esto le movió a conocer
mejor las enseñanzas del Maestro: ¿Cuál es el primero de todos los
mandamientos?, le pregunta. Y Jesús, a pesar de las duras acusaciones que
lanzará contra los fariseos y los escribas, se detiene ahora ante este hombre
que parece querer conocer sinceramente la verdad. Al final del diálogo,
incitándole a dar un paso más definitivo ante la conversión, tendrá para él una
palabra alentadora: No estás lejos del Reino de Dios, le dirá.
Jesús se detiene siempre ante toda alma en la que se inicia el más pequeño
deseo de conocerle. Ahora, pausadamente, el Señor le repite las palabras del
texto sagrado: Escucha, Israel: El Señor Dios nuestro es el único
Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón...
Este
es el primero de los mandamientos, resumen y culminación de todos los demás.
Pero, ¿en qué consiste este amor? El Cardenal Luciani –que más tarde sería Juan
Pablo I–, comentando a San Francisco de Sales, escribía que «quien ama a Dios
debe embarcarse en su nave, resuelto a seguir la ruta señalada por sus
mandamientos, por las directrices de quien lo representa y por las situaciones
y circunstancias de la vida que Él permite»3.
Y recuerda un diálogo figurado con Margarita, esposa de San Luis rey de
Francia, cuando estaba a punto de embarcarse para las Cruzadas. Ella desconocía
a dónde iba el rey y no tenía el menor interés por visitar los lugares donde
tendría que hacer escala; tampoco le importaban demasiado los peligros que
seguramente surgirían. La reina solo tenía interés en un asunto: estar con el
rey. «Más que ir a ningún sitio, yo le sigo a él».
«Ese
rey es Dios, y Margarita somos nosotros si de veras amamos a Dios». ¿Qué
interés puede tener estar aquí o allí si estamos con Dios, al que amamos sobre
todas las cosas? ¿Qué puede importar estar sanos o enfermos, ser ricos o
pobres...? «Sentirse con Dios como un niño en los brazos de la madre; que nos
lleve en el brazo derecho o en el brazo izquierdo da lo mismo, dejémoslo a su
voluntad». Solo Él basta: el lugar donde estemos, el dolor que podamos sufrir,
el éxito o el fracaso, no solo tienen un valor siempre relativo, sino que nos
han de ayudar a amar más. Bien podemos seguir el consejo de la Santa:
«Nada
te turbe,
nada
te espante,
todo
se pasa,
Dios
no se muda,
la
paciencia todo lo alcanza;
quien
a Dios tiene
nada
le falta:
solo
Dios basta»4.
II. Yo
te amo, Señor, tú eres mi fortaleza. // Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo
mío, // mi fuerza salvadora, mi baluarte5,
rezamos con el Salmo responsorial.
Este Salmo
17 es como un Te Deum que David dirige a Yahvé para
darle gracias por las muchas ayudas que recibió a lo largo de su vida6.
El Señor le libró de sus enemigos, especialmente de las manos de Saúl, le dio
la victoria sobre los pueblos gentiles, le devolvió Jerusalén después de haber
tenido que abandonarla a causa de la insurrección de su hijo Absalón. David
siempre encontró en su Señor apoyo y ayuda. De ahí su reconocimiento y su
amor: Yo te amo, Señor, fortaleza mía. Él fue siempre su aliado:
peña, refugio, roca segura, escudo protector... Yahvé fue siempre su
amparo: Yahvé me libró porque me amaba7.
Cada uno de nosotros puede repetir estas mismas palabras. Lo determinante de
nuestra vida, lo que aparta todas las tinieblas y tristezas es el hecho de que
Dios nos ama. Esta realidad llena el corazón de esperanza y de consuelo.
Y en esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios
envió al mundo a su Hijo Unigénito para que vivamos por Él. En eso está el
amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a
su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados8.
La Encarnación es la revelación suprema del amor de Dios por cada uno de sus
hijos. Pero este amor preexistía a toda manifestación desde la eternidad: Te
amé con amor eterno9.
Es anterior a cualquier propósito creador, ya que representa lo más íntimo de
la esencia divina. Santo Tomás enseña que este amor es la fuente de todas las
gracias que recibimos10.
Es
más, para que podamos amarle, el amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado11.
«Fuimos amados –enseña San Agustín– cuando todavía le éramos desagradables,
para que se nos concediera algo con que agradarle»12.
En otro lugar, comenta el Santo: «Oye cómo fuiste amado cuando no eras amable;
oye cómo fuiste amado cuando eras torpe y feo; antes, en fin, de que hubiera en
ti cosa digna de amor. Fuiste amado primero para que te hicieras digno de ser
amado»13.
¿Cómo
no vamos a corresponder a un amor tan grande? El Señor nos pide que le amemos
con obras y con el afecto de nuestro corazón, que cada día conoce más y mejor
ese camino hacia la Trinidad que es la Humanidad Santísima de Jesús. El
Padre ama al Hijo14 y
nos ama a nosotros: Tú les has amado como me has amado a Mí15.
Tanto nos ama cuanto nosotros amamos al Hijo: El que me ama será amado
por mi Padre16.
El
amor pide obras: confianza de hijos, cuando no acabamos de entender los
acontecimientos; acudir a Él siempre, todos los días, y especialmente cuando
nos sintamos más necesitados; agradecimiento alegre por tanto don como
recibimos; fidelidad de hijos, allí donde nos encontremos... «En el castillo de
Dios tratemos de aceptar cualquier puesto: cocineros o fregones de cocina,
camareros, mozos de cuadra, panaderos. Si al Rey le place llamarnos a su
Consejo privado, allí iremos, pero sin entusiasmarnos demasiado, sabiendo que
la recompensa no depende del puesto, sino de la fidelidad con que sirvamos»17.
En el lugar donde nos encontremos, en la situación concreta por la que pasa
nuestra vida, Dios nos quiere felices, pues en esas circunstancias podemos ser
fieles al Señor. ¡Tantas veces necesitaremos decirle: «Señor, te amo.... pero
enséñame a amarte!».
III.
Cuando apenas había unas pocas monedas en el recién fundado convento de San
José de Ávila, se comía pan duro y poco más, pero nunca faltaban velas para el
altar, y todo lo que se refería al culto era escogido y bueno..., dentro de la
penuria en que se encontraban. Un visitante que pasó por allí, preguntó un poco
escandalizado: «¿Un lienzo perfumado para que el sacerdote se seque las manos
antes de la Misa?».
La
Madre Teresa, con el rostro encendido de devoción, se echó la culpa a sí misma:
«Esta imperfección –contestó– la tomaron mis monjas de mí. Pero cuando recuerdo
que el Señor se quejó del fariseo porque no le había recibido honrosamente,
quisiera que todo, desde el umbral de la Iglesia, estuviese empapado de
bálsamo»18. El Señor no es indiferente a estas muestras sinceras de un
corazón que sabe querer.
Amamos
al Señor cumpliendo los mandamientos y nuestros deberes en medio del mundo,
evitando toda ocasión de pecado, ejerciendo la caridad en mil detalles..., y
también en esos gestos que pueden parecer pequeños pero que van llenos de
delicadeza y de cariño para el Señor: una genuflexión bien hecha ante el
Sagrario, la puntualidad en las prácticas de piedad, una mirada a una imagen de
Nuestra Señora... Son precisamente estas expresiones que parecen pequeñas las
que mantienen encendido ese amor al Señor que no se debe apagar nunca.
Todo
lo que hacemos por el Señor es solo una pequeñez ante la iniciativa divina.
«Dios me ama... Y el Apóstol Juan escribe: “amemos, pues, a Dios, ya que Dios
nos amó primero”. —Por si fuera poco, Jesús se dirige a cada uno de nosotros, a
pesar de nuestras innegables miserias, para preguntarnos como a Pedro: “Simón,
hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?”...
»—Es
la hora de responder: “¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!”,
añadiendo con humildad: ¡ayúdame a amarte más, auméntame el amor!»19.
1 Dt 6,
2-6. —
2 Mc 12,
28-34. —
3 Cfr. A.
Luciani, Ilustrísimos Señores, pp. 127-128. —
4 Santa
Teresa, Poesías VI, p. 1123. —
5 Salmo
responsorial. Sal 17, 2-4; 17; 51. —
6 Cfr. D.
de las Heras, Comentario ascético-teológico sobre los Salmos,
Zamora 1988, p. 61. —
7 Sal 17,
17-20. —
8 1
Jn 4, 9-10. —
9 Jer 31,
3. —
10 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1. q. 43, a. 5. —
11 Rom 5,
5. —
12 Cfr. San
Agustín, Comentario al Evangelio de San Juan, 102, 5.
—
13 ídem, Sermón
142. —
14 Jn 3,
35. —
15 Jn 17,
23. —
16 Jn 14,
21. —
17 A.
Luciani, o. c., p. 128. —
18 Cfr. M.
Auclair, La vida de Santa Teresa de Jesús, Palabra, 5ª ed.,
Madrid 1985, p, 182. —
19 San
Josemaría Escrivá, Forja, 497.
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