Marcos Villasmil 01 de noviembre de 2018
En una
democracia real, firmemente institucionalizada, con una concepción de la
ciudadanía encarnada en la vida diaria, los actores políticos democráticos
deberían ser capaces de superar sus diferencias para encontrar soluciones
políticas que unan, no que dividan.
Allí
podemos encontrar un primer síntoma de las tribulaciones que la democracia
sufre en el mundo de hoy. Si revisamos, país por país, vemos que en América
Latina no hay uno solo donde exista la convivencia y el encuentro de soluciones
comunes entre los adversarios políticos que se suponen demócratas. En Europa,
destaca Alemania, donde a duras penas los dos grandes partidos históricos, la
Democracia Cristiana y la Socialdemocracia tienen varios años en una coalición
(que hoy hace aguas), aguantando ataques por todas partes. Alianzas
democráticas similares son impensables en Francia, España, Gran Bretaña o
Italia. Y son países con cultura política muy arraigada.
En una
democracia para y por los ciudadanos, se puede disentir sin miedo. Es un
derecho fundamental poder decir “no estoy de acuerdo”, y no sufrir
consecuencias lamentables por ello. Debemos poder sentirnos en libertad de
dialogar, debatir y discutir con nuestros vecinos, con nuestros compañeros de
trabajo, con nuestros educadores, con nuestros políticos, con nuestros medios
de comunicación. Y luego trabajar por soluciones de forma conjunta.
Para
ello, se necesitan valores a asumir y diagnósticos a realizar, claros,
transparentes; no meros instrumentos expresivos de una visión del mundo
sectaria. El sectarismo, por desgracia, está muy de moda. Con su triunfo,
expresado plenamente en las propuestas populistas (ellos vs. nosotros, la
división como muestra de la victoria del odio y la confrontación sobre las
virtudes de la ciudadanía) aparecen las carencias de la democracia presente, y
de los actores que dicen representarla.
Quien
solo busca dividir, en función de su ambición y de su ceguera valorativa, no es
un demócrata.
Brasil
se enfrentó en esta última elección a un dilema entre alternativas que cada
quien ha disfrazado con presuntas bondades en función de sus intereses. Los dos
actores principales de la segunda vuelta electoral son reflejo de ello, y ya
durante la campaña había muchas razones para el pesimismo. No hay el menor
sentido de justicia, de honor, compromiso con la verdad o ética en la política
brasileña actual.
El
vocabulario de la campaña fue inundado de palabras con fuerte carga negativa,
como homofobia, misoginia, fascismo, chavismo, totalitarismo, y, por supuesto,
una palabra que nunca falta, corrupción. Todo se resume en la fórmula: el
insulto como incentivo fundamental.
En la
recta final del balotaje, las dos campañas mintieron y exageraron. Al parecer
no hay enfrentamiento político hoy sin una fuerte dosis de fake news de lado y
lado. Para Laura Chinchilla, expresidente de Costa Rica y jefa de la misión de observación electoral de
la OEA en Brasil, “el fenómeno que estamos viendo en Brasil quizá no tiene
precedentes, fundamentalmente por una razón: para muchas de las ‘fake news’, a
diferencia de otras campañas electorales en otros países del mundo, se está
utilizando una red privada, que es Whatsapp”.
Y,
para colmo, los medios (en especial, los denominados “progresistas”) se
hicieron en cierta manera eco de ello: la gran mayoría hablaba de un enfrentamiento
entre “fascismo” vs. “democracia” (o progresismo). El pueblo brasileño lo tuvo
más claro: fue un enfrentamiento entre dos males. Ambos, negados al diálogo;
ambos enemigos del disenso, ambos generando miedo. ¿Es que acaso se puede
considerar demócrata al candidato de un partido -el PT- con dos presidencias en
las cuales se ha dado el mayor escándalo de corrupción en la historia
brasileña, solo superado en la región por el desastre producido por el
chavismo-madurismo? (En el cual el PT también ha metido la mano, por cierto).
¿No llegó a afirmar Lula da Silva que Hugo Chávez era “el mejor gobernante que
había tenido Venezuela”?
¿Es
acaso demócrata un partido –el PT- amigo del chavismo, de Evo Morales, de
Daniel Ortega, y especialmente, de la tiranía castrista? ¿Puede ser llamado
demócrata un partido que crea, apoya y promueve uno de los mayores enemigos de
la democracia en América Latina, el llamado Foro de Sao Paulo?
En
América Latina nos gusta vivir más de las palabras que de los hechos; por ello
se sigue afirmando con mucha ligereza la supuesta consolidación democrática,
como si el mero deseo produjera realidades. Se vacía la democracia de contenido
ético, y se la define básicamente por la celebración periódica de elecciones
más o menos competitivas, un respeto mínimo por la diversidad mediática y la
empresa privada (muchas veces a cambio de sus favores, como sucedió en Brasil).
Mientras, el resto de la institucionalidad –en especial los poderes legislativo
y judicial- son presa a conquistar por el supuesto poder democrático de turno.
Ningún
medio importante destacó, como correspondía, un dato fundamental de las
encuestas, resaltado especialmente en la última de ellas: el rechazo a Fernando
Haddad era mucho mayor que el rechazo a Bolsonaro (51% de rechazo a Haddad,
contra 42% a Bolsonaro). Mucho menos se mencionaba que Haddad, el candidato del
partido de la corrupción, a su vez está siendo investigado por el Ministerio
Público de Sao Paulo por lavado de dinero, corrupción y asociación ilícita
durante su gestión como alcalde.
Brasil
no votó a favor del fascismo, sino como respuesta al profundo repudio al PT, el
partido de la corrupción. Como será el sentimiento negativo que genera el PT
–Dilma Rousseff, por cierto, intentando ser electa senadora, recibió una
paliza, quedando en cuarto lugar- que Brasil barrió con todo el centro político
y votó mayoritariamente por un candidato homófobo, misógino, autoritario y
admirador de la última dictadura militar.
Los
escenarios que se prevén no son muy claros para la sociedad brasileña. Brasil
ha sido, por desgracia, una democracia con muy pocos demócratas. Pero mientras
se sigan vendiendo análisis que desconocen la realidad de ese país, en función
de un enfrentamiento “buenos vs. malos”, progresistas vs. fascistas, no hay
posibilidad ni espacios para aquellos que en el futuro puedan representar en
verdad una opción democrática.
La
opción democrática no fue derrotada en la segunda vuelta de las elecciones
brasileñas, sencillamente porque ella no estuvo presente en la misma.
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