Michael Penfold 01 de noviembre de 2018
Para
Teodoro Petkoff
In
Memoriam
Desde
hace algunas semanas atrás viene revoloteando en el ambiente político
venezolano algo que trasluce como el principio de una posible nueva
negociación. O, por lo menos, la revelación de algunos actores, tanto
nacionales como internacionales, que asoman querer entrar en un espacio que
abra con mayor certeza esa posibilidad. Todo esto ocurre en un momento en que
la terrible muerte del Concejal Albán —que aconteció en las ergástulas de las
oficinas de inteligencia del Gobierno— nos recuerda el lado más oscuro de un
régimen que profundiza sistemáticamente la persecución y la violencia política.
Entre
la evidencia informativa de que algo efectivamente está en movimiento destacan
la visita a Caracas del senador Corker de los Estados Unidos, las declaraciones
del canciller de España hablando del 10 de enero de 2019 como la fecha de
vencimiento de la legitimidad de origen de Maduro, el anuncio de la directora
de Relaciones Exteriores de la Unión Europea explicando la imperiosa necesidad
de buscar acuerdos sin dejar de aumentar la presión internacional en caso de
que fuese necesario, el anuncio de Bruselas de la creación de un Grupo Contacto
para Venezuela, cuyo objetivo sería explorar las bases para una potencial
mediación; la activación del Grupo de Boston como punto de encuentro entre
chavistas y opositores, las palabras de algunos voceros de oposición sobre la
importancia de entrar en una negociación que permita fijar una nueva elección
presidencial con condiciones justas y transparentes, el rechazo de otros
actores a repetir una ronda sin que haya acuerdos previos que sean
verdaderamente sustantivos, e incluso el reconocimiento de algunos líderes —que
hasta hace poco estaban completamente renuentes a la posibilidad de un
acercamiento— que dicen ya haber entrado en contacto con facciones internas del
chavismo.
Todas
estas afirmaciones hacen pensar que algo está pasando, que muchos factores,
bastante disímiles entre sí, andan construyendo túneles para abrir la
comunicación política entre diversos grupos. Los partidos, como los topos, han
terminado cavando pasos subterráneos, muchas veces de forma paralela, para
poder intercambiar puntos de vista sin ser observados. Como resultado de esta
mancilla todos prefieren mimetizarse, pues saben que la simple sospecha de que
una ronda de acuerdos con el chavismo pudiese llegar a ocurrir causaría un
enorme escozor, ante una opinión pública que ve cualquier transacción como una
traición irreparable.
Es
indudable que en Venezuela existen muy buenas razones para pensar de antemano
que cualquier nuevo intento de negociación es una pésima idea. Las experiencias
previas con dichos procesos terminaron más bien por desprestigiar a los
partidos políticos que de buena voluntad decidieron participar en ellos, hundió
en la desesperanza a la población que avaló la idea de buscar acercamientos, y
también condenó al escepticismo a la misma comunidad internacional que los ha
promovido. En el pasado, el Gobierno ha utilizado muy hábilmente a la
negociación como una táctica para ganar más tiempo en su esfuerzo por posponer
la entrega del poder y dividir al liderazgo opositor. En cada uno de los
episodios en los que se abrió un compás para intentar alcanzar algunos
convenios, el proceso culminó con un deterioro aún más acentuado de las
condiciones políticas y económicas del país.
Los
malos frutos están a la vista. La mesa de negociación que lideró El Vaticano en
noviembre de 2016 le permitió al chavismo la posibilidad de bloquear el
referéndum revocatorio. Esa suspensión fue una violación constitucional, que
estuvo seguida por la inhabilitación judicial de la Asamblea Nacional y que
abrió el camino para profundizar la cruel represión de las protestas
ciudadanas. La negociación que lideró el expresidente Rodríguez Zapatero en
República Dominicana, en marzo de 2018, culminó abruptamente sin acuerdos, y
llevó a un evento electoral sin ningún tipo de reconocimiento internacional,
con la ilegalización de los principales partidos políticos de oposición, con el
exilio forzado del antiguo presidente de la Asamblea Nacional y con un mayor
recrudecimiento del autoritarismo. De
modo que cada una de esas mesas se cristalizó en decepciones, que se han
traducido a su vez en un mayor abatimiento general. ¿Para qué insistir en este
tipo de alternativas?
La
pregunta no es retórica. Esto es exactamente lo que argumentan aquellos que nos
recuerdan que cualquier negociación en Venezuela no sólo es inmoral, sino
estructuralmente imposible. Un tercer episodio de acercamientos tan sólo
terminaría por deteriorar aún más las frágiles condiciones de lucha de las
fuerzas democráticas del país. La alternativa es esperar. Incrementar la
presión internacional. Elevar las amenazas creíbles. Dejar que el tiempo,
conjuntamente con el deterioro de las condiciones socio-económicas, produzca un
quiebre interno del chavismo. Tan sólo en un eventual momento de ruptura será
conveniente negociar.
¿Pero
por qué Maduro permanece en el poder a pesar de que la crisis ha adquirido
proporciones ciclópeas? Muchos insisten en que las fuerzas oficialistas se van
a terminar debilitando con la próxima ola de presiones internacionales —ayer
encabezados por Macri o mañana por Duque y Bolsonaro—, así como con la
aceleración hiperinflacionaria y la perpetuación de la crisis económica. Sin
embargo, hasta ahora todos quedamos más bien sorprendidos ante la capacidad de
resistencia del régimen. Eso no quiere decir que un evento en un futuro próximo
no pueda ocurrir, pues es evidente que podría suceder, pero quizás también sea
conveniente preparase o planificar lo que también se puede presumir con una
altísima probabilidad: que el conflicto político permanezca incólume. ¿No será
que una vez que suavicemos ese supuesto haremos nuevamente relevante a la lucha
interna y nos obligue a planificar otro escenario? ¿No será acaso que nos hemos equivocado,
tanto chavistas como opositores, en la concepción del tipo de conflicto que
vivimos en el país y que, sin importar el escenario, siempre vamos a terminar
en una negociación?
La
visión compartida de ambos bandos es que el conflicto político venezolano es
por su propia naturaleza uno de desgaste y que es, además, temporalmente
finito: alguien terminará por imponerse. Ante esa realidad, el juego del
Gobierno es desmantelar la institucionalidad democrática, movilizar recursos
para reprimir la protesta social, elevar capacidades para desarbolar cualquier
amenaza interna o externa, incrementar las rentas económicas a sus aliados más
cercanos y controlar directamente a la población. Todo esto siempre acompañado
de algún barniz electoral que les permita mantenerse en el poder. Esta bárbara
manera de ver la realidad política asume que, una vez que se alcancen todos
estos objetivos, el país va a quedar en paz, sin oposición y con mucha
revolución por delante.
Sin
embargo, para sorpresa del propio chavismo, esa rotunda victoria nunca ha sido
definitiva a pesar de haber logrado cada uno de los objetivos que se
propusieron. La oposición, aunque disminuida y reprimida, no desapareció. Las
sanciones internacionales se incrementaron. El declive del sector petrolero se
aceleró. La hiperinflación explotó. El acceso al financiamiento internacional
se cerró. Las elecciones del 20-M no fueron reconocidas. Y las protestas
sociales aumentaron. Es así como, aun logrando mantener el poder, el conflicto
de desgaste para el chavismo nunca llegó a producir un triunfo irreversible.
La
oposición mantiene una visión similar sobre la naturaleza del conflicto
político venezolano. Para derrotar al chavismo, y restaurar la democracia, es
fundamental construir todo tipo de opciones que incrementen los costos de la
coalición dominante asociados a mantenerse en el poder. Para ello la clave es
deslegitimar y construir amenazas internacionales con un alto grado de
credibilidad que hagan ver que si no hay concesiones políticas, especialmente
electorales, o, incluso, si no abandonan el poder, esas amenazas terminarán
siendo implementadas.
El
peso de las acciones internacionales, que implican explorar el uso de “todas
las opciones que están sobre la mesa”, pasan a ser el principal eje de la
actual estrategia disuasiva opositora. El supuesto central detrás de esta
concepción es bastante simple: el aumento de los costos asociados a esas
amenazas “obligará” a los chavistas a cambiar su comportamiento y posiblemente
a negociar pacíficamente su salida del poder. Otro supuesto colindante de esta
manera de ver el cambio político es que el deterioro de las condiciones
internas, entre ellas la depresión económica, así como el colapso de la
infraestructura básica del país, ineludiblemente van a llevar a una implosión
política dado el incremento exponencial de las presiones sociales.
Hasta
ahora todos estos supuestos no han producido los resultados esperados: el
chavismo ha logrado atrincherarse con cierto éxito. La ruptura final no se ha
producido —lo cual no quiere decir que pueda ocurrir más adelante—. Los
militares parecieran mantenerse leales o han sido efectivamente purgados. La
amenaza internacional tampoco termina siendo ni suficiente, ni perfectamente
creíble. Y la presión social, aunque mayor, hasta los momentos no ha alcanzado
una gran escala como para dinamitar el proceso político. Es indiscutible que el
diseño y la ejecución de esta estrategia han disminuido reputacionalmente al
chavismo en la esfera internacional y también ha reducido sensiblemente su
campo de acción, pero es necesario comenzar a reconocer que tampoco lo ha
dejado fulminado domésticamente. Alguien podría responder que es cuestión de
tiempo y que, por lo tanto, hay que seguir aguardando.
El
problema es que la idea de que este conflicto de desgaste es temporalmente
finito, es decir, que va a tener un final relativamente pronto o incluso feliz,
puede ser cuestionable. Entonces, ¿cuál es la verdadera naturaleza del
conflicto político venezolano? Mi visión es que es un conflicto existencial sin
término temporal. O lo que algunos psicólogos sociales conocen como un
conflicto grupal marcado por “odios mellizales”. En la literatura sobre los
conflictos sociales, este tipo de situaciones ocurren cuando las “heridas” de
ciertos grupos comienzan a ser traducidos en “reclamos” y éstos, a su vez, son
“ajustados” a través de distintos medios, pero nunca logran ser saldados
completamente. En esta dinámica social, el enemigo que debe ser dominado logra
resistir: nunca termina siendo derrotado.
En el fondo, es la historia de dos grupos filiales que están condenados
a vivir juntos pero que preferirían que el otro no existiese o que fuese
reducido a su mínima expresión. La tragedia de este conflicto consiste en que
el “otro” encuentra imposible prescindir totalmente del “mellizo”, pues no sólo
no lo puede eliminar, sino que, al tratar de hacerlo, deteriora su propia
probabilidad de supervivencia.
La
mejor solución a este tipo de conflictos es la construcción de instituciones
fuertes que otorguen garantías mutuas a ambas partes indistintamente del tamaño
social y político de cada grupo. Este
fue el conflicto que caracterizó a la transición sudafricana de los años
ochenta, que no era otra cosa que el conflicto de una minoría blanca que
pretendía ejercer un dominio de facto sobre el resto del país, pero que, al
hacerlo, aumentó considerablemente los riesgos de terminar destruyendo su
propia supervivencia debido a las crecientes presiones internacionales. Esta
élite política, que tenía cómo mantenerse en el poder autoritariamente e
independientemente de esas mismas presiones,
terminó aceptando que dependía del “otro” para poder construir
instituciones lo suficientemente sólidas, que le permitiese preservarse y
blindarse frente a cualquier amenaza futura. Esto fue lo que Nelson Mandela
logró resolver tan magistralmente después de décadas de duras luchas sociales y
políticas.
Quienes
dicen que en el país no hace falta una negociación tienden a subestimar la
posibilidad de que la nefasta situación actual se siga extendiendo en el
tiempo. La negociación es más bien un instrumento valioso, que es necesario
preservar y que requiere estar técnicamente bien conducido. Para todos los que
vivimos aquí en Venezuela, y que padecemos el conflicto directamente, comienza
a ser cada vez más evidente que el Gobierno puede seguir resistiendo tan sólo
con hacer su coalición cada vez más pequeña, pero también cada vez más
extractiva y cada vez más autoritaria y mejor alineada ideológicamente. La
oposición también ha demostrado su capacidad de infligir daños internacionales
al chavismo, cada vez más severos, pero todavía sin lograr su objetivo final.
De modo que la posibilidad de que ambos grupos puedan construir una salida sin
una negociación, por la vía del dominio, de la implosión o de un colapso, es
algo que luce cada vez menos probable. Es más: que hayamos quedado traumados
por las experiencias anteriores no hace que la negociación requiera ser
desechada o que, por lo menos, deba ser planificada. Es fundamental reconocer
que las heridas que el chavismo ha dejado son enormes y grotescamente graves,
pero no por ellas un movimiento político que ha dominado la escena venezolana
durante las últimas dos décadas va a desaparecer instantáneamente. Persiste. La
oposición tampoco puede ser ignorada. También existe. El chavismo sabe que si
esa misma oposición se vuelve a unificar llegaría a tener una amplia mayoría
electoral.
Ante
este panorama, sin garantías mutuas, visto con crudeza desde el chavismo, ¿para
qué negociar unas condiciones electorales perfectamente justas y transparentes
de unos comicios que inevitablemente perderían? El único atractivo para el
chavismo de una negociación de ese tipo sería entregar condiciones parciales en
materia electoral que les permita una razonable probabilidad de ganar a cambio
que se les otorgue legitimidad internacional o entrar a obtener esas garantías
plenas (incluyendo la remoción de las sanciones) a cambio de la
reinstitucionalización completa del país.
Ambos
resultados son diferentes. El primer escenario de esa negociación podría
terminar en una sucesión para el chavismo (que podría presentar otro
candidato), y si llegase a perder culminaría en una transición pacífica
dominada por la oposición. La negociación sería un “replay” con algunos ajustes
menores de las rondas anteriores pues los temas estarían centrados en los
asuntos estrictamente electorales. Dentro del chavismo es cada vez más notorio
cómo el Gobierno comienza a pasearse por la posibilidad de una segunda sucesión
revolucionaria y para poder asegurar ese resultado necesita una nueva elección
general con aval internacional y continuar promoviendo la división completa de
la oposición. El chavismo se prepara, al menos se planifica, para ese
escenario. Lo que es más difícil de anticipar es más bien cuál va a ser la
repuesta opositora. Lo que sí es evidente es que en el plano normativo, si la
negociación se va a centrar simplemente en lo electoral, el objetivo no puede
ser otro que obtener todas las garantías y, muy especialmente, un nuevo Consejo
Nacional Electoral independiente así como la presencia de observación
internacional.
El
segundo escenario de esa misma negociación implica la reinstitucionalización
completa del país a cambio de amplias garantías políticas y judiciales para el
chavismo. Este acuerdo conllevaría ineludiblemente a un cambio político. De ahí
que insistir en aumentar los costos asociados a las amenazas internacionales es
insuficiente sin dar claras señales de estar dispuesto a ser igualmente
creíbles a la hora de otorgar ciertas concesiones. Este intercambio pasa por
comernos varios sapos: justicia transicional, sobrerrepresentación de las
minorías, transferencias fiscales aseguradas y amnistías de todo tipo. Bajo
esta perspectiva, la negociación no sería tratada como una simple transacción
comicial, sino como un mecanismo para consensuar un conjunto de instituciones
constitucionales, judiciales y electorales que garanticen a ambas partes que
perder la presidencia no se convierta en un drama, que ejercer el poder no sea
un burdo botín y que pasar a la oposición no implique andar desnudo o preso. Este resultado va a depender de la
confluencia de cuatro factores diferentes: la presión interna del chavismo, la
unificación opositora, la condicionalidad internacional y la aceptación
militar.
En el
fondo, indistintamente de los escenarios, lo que hay comprender es que la
negociación sólo sirve si cumple con el
objetivo de restaurar el orden democrático y el estado de derecho. Si la
negociación no logra ese objetivo difícilmente puede ser justificada. A estas
alturas, soluciones parciales ya no son suficientes. Ahora bien, debido a la
naturaleza del conflicto venezolano, es cada vez más evidente que la salida
nunca va a ser sencilla para llegar a ese puerto. Si Venezuela no es capaz de
resolver el punto neurálgico de su problema político-institucional, es poco lo
que en materia económica, social o incluso de reconstrucción de la
infraestructura básica podremos realizar en el futuro. La sostenibilidad y la
estabilidad de la nación seguirán totalmente comprometidas. En cambio, si por
algún golpe de suerte comenzamos a entender que el conflicto puede ser
procesado institucionalmente, sin perder las garantías básicas que mutuamente
nos hemos concedido, y que perder elecciones no implica quedarse sin libertades
y sin derechos económicos y políticos, entonces, y sólo entonces, quizás el
país pueda salir de este primitivismo tan salvaje, de este perfecto infierno en
el que la irresponsabilidad autoritaria del actual Gobierno nos ha condenado a
vivir a todos los venezolanos. Es más que evidente que la negociación es
inevitable. Lo difícil es explorar la forma de condicionar lo incondicional.
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