Francisco Fernández-Carvajal 02 de noviembre de 2018
— Los
primeros puestos.
—
Humildad de María.
—
Frutos de la humildad.
I. Todos
los días son buenos para hacer un rato de oración junto a la Virgen, pero en
este, el sábado, son muchos los cristianos de todas las regiones de la tierra
que procuran que la jornada transcurra muy cerca de María. Nos acercamos hoy a
Ella para que nos enseñe a progresar en esa virtud fundamento de todas las
demás, que es la humildad, pues ella «es la puerta por la que pasan las gracias
que Dios nos otorga; es la que sazona todos nuestros actos, comunicándoles
tanto valor, y haciendo que resulten y sean agradables a Dios. Finalmente, Ella
nos constituye dueños del corazón de Dios, hasta hacer de Él, por decirlo así,
nuestro servidor; pues nunca ha podido Dios resistir un corazón humilde»1.
Es tan necesaria para la salvación que Jesús aprovecha cualquier circunstancia
para ensalzarla.
El
Evangelio de la Misa2 nos
refiere que Jesús fue invitado a un banquete. En la mesa, como también ocurre
frecuentemente en nuestros días, había lugares de mayor honor. Los invitados,
quizá un tanto atropelladamente, se dirigían a estos puestos más considerados.
Jesús lo observaba. Quizá cuando ya estaba terminando la comida, en los
momentos en los que la conversación se hace más reposada, el Señor les
dice: Cuando seas invitado a una boda, no te sientes en el primer
puesto... Al contrario..., ve a sentarte en el último lugar, para que cuando
llegue el que te invitó te diga: amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy
honrado ante todos los comensales. Porque todo el que se ensalza será humillado;
y el que se humilla será ensalzado.
Jesús
se situaría probablemente en un lugar discreto o donde le indicó el que le
había invitado. Él sabe estar, y a la vez se da cuenta de aquella
actitud poco elegante, también desde el punto de vista humano, que adoptan los
comensales. Estos, por otra parte, se equivocaron radicalmente porque no
supieron darse cuenta de que el mejor puesto se encuentra siempre al lado de
Jesús. Por llegar hasta allí, junto al Señor, es por lo que debieron porfiar.
En la vida de los hombres se observa no pocas veces una actitud parecida a la
de aquellos comensales: ¡cuánto esfuerzo para ser considerados y admirados, y
qué poco para estar cerca de Dios! Nosotros pedimos hoy a Santa María, en este
rato de oración y a lo largo del día, que nos enseñe a ser humildes, que es el
único modo de crecer en amor a su Hijo, de estar cerca de Él. La humildad
conquista el Corazón de Dios. «“Quia respexit humilitatem ancillae suae”
—porque vio la bajeza de su esclava...
»—¡Cada
día me persuado más de que la humildad auténtica es la base sobrenatural de
todas las virtudes!
»Habla
con Nuestra Señora, para que Ella nos adiestre a caminar por esa senda»3.
II. La Virgen
nos enseña el camino de la humildad. Esta virtud no consiste esencialmente en
reprimir los impulsos de la soberbia, de la ambición, del egoísmo, de la
vanidad..., pues Nuestra Señora no tuvo jamás ninguno de estos movimientos y
fue adornada por Dios en grado eminente con esta virtud. El nombre de humildad viene
del latín humus, tierra, y significa, según su etimología,
inclinarse hacia la tierra. La virtud de la humildad consiste esencialmente en
inclinarse ante Dios y ante todo lo que hay de Dios en las criaturas4,
reconocer nuestra pequeñez e indigencia ante la grandeza del Señor. Las almas
santas «sienten una alegría muy grande en anonadarse delante de Dios, y reconocer
prácticamente que Él solo es grande, y que en comparación de la suya, todas las
grandezas humanas están vacías de verdad, y no son sino mentira»5.
Este anonadamiento no empequeñece, no acorta las verdaderas aspiraciones de la
criatura, sino que las ennoblece y les da nuevas alas, les abre horizontes más
amplios. Cuando Nuestra Señora es elegida para ser Madre de Dios, se proclama
enseguida su esclava6.
Y en el momento en que escucha la alabanza de que es bendita entre
todas las mujeres7 se
dispone a servir a su prima Isabel. Es la llena de gracia8,
pero guarda en su intimidad la grandeza que le ha sido revelada. Ni siquiera a
José le desvela el misterio; deja que la Providencia lo haga en el momento
oportuno. Llena de una inmensa alegría canta las maravillas que le han
sucedido, pero las atribuye al Todopoderoso. Ella, de su parte, solo ha
ofrecido su pequeñez y su querer9.
«Se ignoraba a sí misma. Por eso, a sus propios ojos no contaba. No vivió
pendiente de sí misma, sino pendiente de Dios, de su voluntad. Por eso podía
medir el alcance de su propia bajeza, de su, a la vez, desamparada y segura
condición de criatura, sintiéndose incapaz de todo, pero sostenida por Dios. La
consecuencia fue el entregarse, el vivir para Dios»10.
Nunca buscó su propia gloria, ni aparentar, ni primeros puestos en los
banquetes, ni ser considerada, ni recibir halagos por ser la Madre de Jesús.
Ella solo buscó la gloria de Dios.
La
humildad se funda en la verdad, en la realidad; sobre todo en esta certeza: es
infinita la distancia que existe entre la criatura y su Creador. Cuanto más se
comprende esta distancia y el acercamiento de Dios con sus dones a la criatura,
el alma, con la ayuda de la gracia, se hace más humilde y agradecida. Cuanto
más elevada está una criatura más comprende este abismo; por eso la Virgen fue
tan humilde. Ella, la Esclava del Señor, es hoy la reina del
Universo. En Ella se cumplieron de modo eminente las palabras de Jesús al final
de la parábola: el que se humilla, el que ocupa su lugar ante Dios
y ante los hombres, será ensalzado. El que es humilde oye siempre a
Jesús que le dice: amigo, sube más arriba. «Que sepamos ponernos al
servicio de Dios sin condiciones y seremos elevados a una altura increíble;
participaremos en la vida íntima de Dios, ¡seremos como dioses!,
pero por el camino reglamentario: el de la humildad y la docilidad al querer de
nuestro Dios y Señor»11.
III. La
humildad nos hará descubrir que todo lo bueno que existe en nosotros viene de
Dios, tanto en el orden de la naturaleza como en el de la gracia: Mi
sustancia es como nada delante de Ti, Señor12,
exclama el Salmista. Lo específicamente nuestro es la flaqueza y el error. A la
vez, nada tiene que ver esta virtud con la timidez, con la pusilanimidad o la
mediocridad. Lejos de apocarse, el alma humilde se pone en las manos de Dios, y
se llena de alegría y de agradecimiento cuando Dios quiere hacer cosas grandes
a través de ella. Los santos han sido hombres magnánimos, capaces de grandes
empresas para la gloria de Dios. El humilde es audaz porque cuenta con la
gracia del Señor, que todo lo puede; acude con frecuencia a la oración –es muy
pedigüeño–, porque está convencido de la absoluta necesidad de la ayuda divina;
es agradecido, con Dios y con sus semejantes, porque es consciente de las
muchas ayudas que recibe; tiene especial facilidad para la amistad y, por
tanto, para el apostolado... Y aunque la humildad es el fundamento de todas las
virtudes, lo es de modo muy particular de la caridad: en la medida en que nos
olvidamos de nosotros mismos, podemos preocuparnos de los demás y atender sus
necesidades. Alrededor de estas dos virtudes se encuentran todas las demás.
«Humildad y caridad son las virtudes madres –afirma San Francisco de Sales–;
las otras las siguen como polluelos a su clueca»13.
La soberbia, por el contrario, es la «raíz y madre» de todos los pecados,
incluso de los capitales14,
y el mayor obstáculo que el hombre puede poner a la gracia.
La
soberbia y la tristeza andan con frecuencia de la mano15,
mientras que la alegría es patrimonio del alma humilde. «Mirad a María. Jamás
criatura alguna se ha entregado con más humildad a los designios de Dios. La
humildad de la ancilla Domini (Lc 1, 38), de la
esclava del Señor, es el motivo de que la invoquemos como causa nostrae
laetitiae, causa de nuestra alegría. Eva, después de pecar queriendo en su
locura igualarse a Dios, se escondía del Señor y se avergonzaba: estaba triste.
María, al confesarse esclava del Señor, es hecha Madre del Verbo divino, y se
llena de gozo. Que este júbilo suyo, de Madre buena, se nos pegue a todos
nosotros: que salgamos en esto a Ella –a Santa María–, y así
nos pareceremos más a Cristo»16.
1 Santo
Cura de Ars, Sermón para el Domingo décimo después de
Pentecostés. —
2 Lc 14,
1; 7-11. —
3 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 289. —
4 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
vol. II, p. 670. —
5 Ibídem.
—
6 Cfr. Lc 1, 38. —
7 Lc 1, 42. —
8 Lc 1, 28. —
9 Cfr. Lc 1, 47-49. —
10 F.
Suárez, La Virgen Nuestra Señora, pp. 138-139. —
11 A.
Orozco, Mirar a María, Rialp, Madrid 1981, p. 238. —
12 Sal 38,
6. —
13 San
Francisco de Sales, Epistolario, fragm. 17, en Obras
selectas de..., BAC, Madrid 1953, p. 651. —
14 Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 162, aa. 7-8. —
15 Cfr. Casiano, Colaciones,
16. —
16 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 109.
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