CARLOS RAÚL HERNÁNDEZ 11 de noviembre de 2018
@CarlosRaulHer
Tropecé
con un libro que no veía desde la Escuela de Sociología, un texto sagrado que
si lo leyeran los activistas, sacarían gran beneficio. El político y el
científico de Max Weber (en mejorable edición de Alianza Editorial)
agrupa conferencias del autor en 1919, año de la trágica comuna de Berlín, la
insurrección que llevó a los comunistas radicales espartaquistasa
la muerte junto con quienes creyeron en su fantasía revolucionaria de calle. En
zanjas aparecieron los cadáveres de Rosa Luxemburgo, la rosa roja de la
revolución y Karl Liebknecht. Es un texto útil para quien se dedique
al oficio.
Weber
concede máximos elogios al político profesional, que
vive para y de la política dedicado en cuerpo
y alma, contra la tendencia a que los plutócratas la compren como hobbyy
hagan organizaciones-nómina, para jugar al dirigente sin tener con qué,
tendencia tan perniciosa como el liderazgo de notables. El político
profesional conoce su oficio porque se ha formado en él, es su
especialidad y su modo de vida, distinto de los semipolíticos,
miembros de sindicatos, asociaciones, intelectuales, escritores, artistas,
gremialistas.
Ellos
dedican parte de su tiempo a la defensa de intereses sectoriales, actividades
que lindan con la política sin serlo y que no califican para ejercer esta
última. Luego dice que todos los ciudadanos somos políticos eventuales,
que vamos a actos públicos, votamos y tenemos sesudas opiniones sobre algo de
lo que conocemos solo la apariencia. Con mucha frecuencia ciertos oportunistas
se dedican a la retórica moral con finalidades evidentes. Ese ha sido siempre
uno de los negocios más peligrosos de la lucha de poder.
La
amenaza de los moralistas
Un
grupo de aventureros que al no tener más nada, asumen la moral como programa.
No hay que olvidar que los más grandes criminales revolucionarios, en el peor
de los casos, y los más protervos bribones, en el mejor, han llegado al poder
con la hoja de parra de la moral y eso es ya una tradición. Weber reconoce
además, la importancia de la maquinaria organizativa del partido, formada por
profesionales. Considera natural y deseable que la maquinaria se imponga
históricamente a los notables, los parlamentarios o los grupos plutocráticos,
como avance hacia la política moderna.
¿Cuántas
veces no vimos a plutócratas y notables, al contrario de Weber, descalificar
las maquinarias y los políticos de oficio? Y también el esfuerzo de grupos de
poder económico que han pretendido “comprar” la política. Dice Weber en uno de
los momentos más importantes de la obra, que las tres características
esenciales de un gran líder, un estadista, son pasión, responsabilidad y
mesura. La pasión consiste en entregarse en cuerpo y alma a la causa. Pero no
se trata de la excitación estéril del alocado que pone a los
demás en peligro y no le importa si tal cosa corresponde a su fanatismo.
La
segunda cualidad, es la responsabilidad. Naturalmente que las
ambiciones son legítimas y un político que no las tenga no es un político, pero
cuestiona al carrerista, que mide sus actos como si estuviera en la estructura
de una empresa. Concibe la política como entrega a una razón de vivir, causa
trascendente que se abraza con responsabilidad en beneficio de los demás (y
también del suyo propio) Y finalmente la mesura, el equilibrio, la
capacidad para alejarse de los extremos y discernir lo conveniente “la cualidad
sicológica… para dejar que la realidad actúe sobre uno sin perder… la
tranquilidad, guardar distancia con los hombres y las cosas”.
Estadistas
y aventureros
La
carencia de mesura lleva a negarse a aceptar la realidad o falsearla para que
se adapte a nuestros esquemas preconcebidos, distorsionar los hechos y
engañarse o engañar. “…Cómo puede conseguirse que vayan juntas en las mismas
almas la pasión ardiente, y la mesurada frialdad”. Cuando eso ocurre tenemos a
Betancourt, Churchill, Reagan o Billy Brandt. Finalmente hay dos aproximaciones
a la ética que definen un gran político y lo diferencian de un aventurero
cualquiera. Y es la contraposición entre la ética de la responsabilidad y
la ética de la convicción.
La
primera cuando un dirigente rectifica un error inicial, al darse cuenta que
debe modificar el rumbo, por muy convencido que esté de la justicia de éste,
porque los daños que ocasiona a sus seguidores, a su entorno o a su país son
tan grandes que insistir en lo que cree, es un crimen (el gobierno venezolano
debiera leer el libro). En cambio políticos de poca monta, vanidosos, sin
quilates para las grandes empresas, se abrazan a la ética de la convicción: que
con frecuencia es capricho. Tolstoy en Guerra y Paz cuenta
la batalla de Moscovia desde la perspectiva de los soldados.
Desmembrados
por los cañones, quemados, machacados por los caballos, sosteniendo sus
vísceras, porque la rendición ofendía a un petimetre imbécil en funciones de
general. Uno tiene derecho a martirizarse por sus convicciones, pero no a
obligar que otros deventurados lo hagan. No dar marcha atrás en una idea,
aunque se esté consciente de los estragos que produce, o de que no sirve, es
sencillamente un crimen. De esta manera puede decir con una lamentable
satisfacción personal, que fue firme en sus principios aunque por ellos logró
acabar con la empresa que se había propuesto. Esto lo deberían entender algunos
en la oposición.
Carlos
Raúl Hernández
@CarlosRaulHer
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