Carlos Padilla Esteban 03 de noviembre de 2018
Tal
vez, para que el mundo vea en mi pobreza con pecado el brillo de un amor que no
me pertenece
Siempre
de nuevo me sorprende la fuerza de la llamada de Dios en el alma. Despierta en
el corazón un deseo de entrega, de dar la vida, de seguirlo con pasión.
No me
acostumbro a su grito ahogado en mi alma que mueve fuerzas interiores que antes
desconocía.
Me
conmueve esa voz suya tan sutil que rompe los moldes y los prejuicios que me
encadenan. Me gustan sus gritos que son susurros, y ese abrazo suyo que es
silencio.
Jesús
un día llamó a unos hombres a dar la vida siguiendo sus pasos al borde del
abismo. Ellos lo siguieron sin tener dónde reclinar la cabeza.
No sé
cómo pudieron creer en lo imposible. Me impresiona su amor de niños ante ese
hombre que acabaría muriendo en la cruz rechazado como un leproso. Despreciado
y odiado.
Y
ellos eran los seguidores fieles de alguien al que mataban como asesino.
Después de ellos fueron viniendo muchos hombres también dispuestos a dar la
vida por un Jesús leproso, condenado a muerte.
Y
entre ellos, los sacerdotes, los religiosos, los que consagran su vida a Dios
por entero rompiendo con el camino que seguían hasta conocer su llamada.
Renuncian
a otras vidas, a otros caminos, a otros amores. Son entresacados de los
hombres y colocados junto a Jesús en soledad.
Rompen
la lógica que seguían sus pasos hasta ese momento. Lo dejan todo para
estar más libres y corren tras Él.
Sorprendentemente
permanecen fieles en medio del desierto. Aferrados al fuego de un
amor que tienen que cuidar cada mañana, cada noche, para que no se extinga.
¿Cómo
es posible una vocación tan extraña en este mundo que me marca las tendencias a
seguir y los únicos caminos posibles?
¿Qué
sentido tiene la consagración en un mundo que vive de
espaldas a Dios consagrado a lo más humano? ¿Es posible el celibato en
este mundo tan de piel?
Sigue
siendo la llamada al sacerdocio una nota disonante en el concierto de la vida.
Un extraño grito que el ruido del mundo ahoga.
Sigue
siendo difícil creer en una vocación para siempre. En un sí fiel en
medio de las noches cuando se ven tantas infidelidades y caídas.
La
carne humana es tal vez demasiado débil para pretender acariciar lo eterno.
¿Para qué sirve un sacerdote en este mundo que no lo necesita?
Me
impresionan las palabras de José Luis Martín Descalzo cuando le preguntaron,
con cinco años de sacerdocio, cómo veía él al sacerdote.
Y
afirma que si le hubieran preguntado recién ordenado hubiera respondido de manera
más tópica: “Quizá te hubiera respondido que me gustaban los curas
amables, modernos, abiertos, cultos. Quizá que me gustaba que supieran de cine
y les gustara la poesía de Lorca. A lo mejor que los veía como un hombre de
mundo que era hombre de Dios sin dejar de ser hombre. Ya ves, hubiera hecho
hasta juegos de palabras”.
Pero
con el paso de los años ha visto que el sacerdocio es otra cosa: “¿Qué
pienso de los curas? ¿Que espero de ellos? No sé. Habría que hablar mucho o
quizá llorar mucho. Comprenderás que no voy a decirte si me gustan alegres o
cultísimos”[1].
Ve
que la vida del sacerdote no es exactamente como la gente piensa o
desea. A veces uno se queda en la superficie de las cosas. En la pobre
apariencia.
Se
centra en su forma de predicar, en sus talentos humanos. En lo moderno o
anticuado que es el cura en su forma de actuar. En si le gusta el mundo poco,
nada o tal vez demasiado. En si es muy espiritual o muy de la tierra, muy
elevado o muy del mundo.
Y elige
como en un mercado el cura más carismático para saciar su sed religiosa. El que
mejor habla, el que siempre escucha o el que es amable y se comporta como un
caballero, como un padre. El que no peca ostensiblemente, el que no claudica.
Y lo
somete a un juicio riguroso, cada día. Y si le defrauda se aleja
buscando a otro, el mercado sigue siendo amplio.
Y mete
en un mismo saco a todos los que Dios ha llamado. Y les exige la
perfección que sólo Dios tiene. O la profundidad que él mismo anhela. O la
divinidad que añora su alma con sed de infinito.
Y
espera del sacerdote que nunca le falle. Que sea padre, hermano, amigo, Dios
mismo hecho carne humana. Y cuando le falla y peca lo condena con su silencio,
o con su juicio expreso.
Al
leer a José Luis Martín Descalzo siempre me conmuevo. Habla del sacerdote como
de ese hombre que besó a Jesús y se hizo como Él, un perseguido, un
leproso.
Y yo
que a veces pretendo estar en lo alto del escenario. Busco ser admirado y
seguido por muchos por mi carisma. Tener éxito en todas mis empresas como
si el éxito fuera hacerlo todo perfecto.
Y miro
con dolor, para no olvidarme, el crucifijo de madera en el que Jesús me mira.
Sonriendo, o tal vez serio. Amándome sin que yo lo ame tanto. Ese Cristo
herido, llagado, abandonado. Ese Cristo que yo he besado besando así su
llamada.
Y le
he dicho que mi vida sin Él carece de sentido. Le he susurrado al oído que
necesito su amor para seguir amando.
Cuando
era más joven, aún seminarista, me imaginaba sueños de una vida plagada
de frutos. Como si cosechara en campos repletos de vida.
Y
pensaba que mi sacerdocio sería exitoso si ponía todo de mi parte y lograba
cambiar la parte del mundo que a mí me tocaba. Con esfuerzo, con alegría.
Y tal
vez en esos momentos me olvidaba de Jesús, y de su cruz. Y del
dolor en sus clavos. Y olvidaba el sufrimiento de la soledad en el abandono.
Y
pensaba sólo en mí, en mis capacidades y talentos. Olvidaba incluso mis heridas
y debilidades. Más hondas quizás por haber besado a Jesús rechazado, a Jesús el
leproso del que tantos huyen.
Hoy
vuelvo a mirar a Jesús conmovido. Y escucho su voz que sigue llamando. Y quiero
repetir las palabras del salmo: “Yo te amo, Señor; Tú eres mi
fortaleza”.
Sé que
sin Él mi sacerdocio está vacío. El mío. El de tantos
otros que siguen sus pasos.
¿Para
qué sirve hoy un sacerdote? Me lo preguntan. Me lo pregunto. Y respondo
humillado. Tal vez, para dejar ver entre mis heridas, muchas, profundas, y en
la humildad de mis llagas, algo de una luz que no es mía.
Tal
vez, para que el mundo vea en mi pobreza con pecado el brillo de un amor que no
me pertenece. Tal vez, para mostrar una bondad que es de Dios en mi carne tan
torpe.
Una
luz en medio de la tormenta. Un lugar de descanso para el hombre
cansado. No lo sé. Me sigue impresionando. La voz de Jesús en mi alma, en otras
almas, pidiendo lo imposible. La respuesta confiada del hombre hecho niño,
abrazado a Dios.
La
sonrisa amiga de Jesús y su abrazo hondo. Y sus pies en los míos recorriendo
desiertos. Me calma la sed con su agua.
Sigo
creyendo en su voz que me pide lo imposible. Y me hace capaz de un amor
que no es mío.
Tomado
de: https://es.aleteia.org/2018/11/03/para-que-sirve-un-sacerdote-en-este-mundo-que-no-lo-necesita/
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