Daniel Gómez 06 de julio de 2019
Carlos,
Nazaret, Isve, Eduardo… Médicos, ingenieros, periodistas, arquitectos… Así son
los venezolanos que trabajan en Glovo, la aplicación de reparto de comida más
popular de Madrid. Una empresa que se ha convertido en un salvavidas para
muchos de estos rostros del éxodo. En el diario ALnavío te contamos sus
historias.
Montar en bicicleta por Madrid no es
el mejor plan para el verano. El sol aprieta, el asfalto quema, el aire
asfixia, mientras el termómetro sobrepasa los 40º. No es el mejor plan, pero
hay veces que no queda otra opción. Son muchos, muchísimos los venezolanos que
han hecho de la bicicleta su forma de vida. Por necesidad. Para tener algún
ingreso en España. Para mantener a los hijos. Para ayudar a la
familia…
Carlos tenía
la frente empapada de sudor y también la camiseta. Sobre todo, los hombros y la
espalda, donde descansan las aparatosas mochilas amarillas de Glovo.
Era por la tarde. Bebía ansioso una botella de agua de litro y medio hasta que
se paró a hablar con el diario ALnavío. “Hidratarse es importante”,
dijo chistoso mientras sacaba una bolsa de cereales con frutos secos. “Y comer
de vez en cuando también”.
Carlos, de 29 años, nació en un pueblito de Venezuela.
Trabajaba como enfermero, pero, “harto de la situación allá”, decidió venirse a
Madrid. “Por suerte tengo abuelos españoles, pude obtener la nacionalidad,
tener mis papeles en orden, y ponerme a trabajar”.
Trabajar, aunque no como enfermero. No tenía tiempo
para realizar la prueba de convalidación que exigen en España, y como
necesitaba el dinero urgente consiguió empleo en Glovo.
Esta startup española compra, entrega y recoge los
pedidos que encargan los usuarios por su aplicación. Son sobre todo pedidos de
comida, pero Glovo también funciona como una empresa de mensajería.
“En días buenos logro hacer cuatro, cinco pedidos en
una hora”, cuenta Carlos. “Con eso me gano unos 1.200 euros de media al mes. Me
da para vivir en Madrid y para ayudar a mi familia que sigue allá”.
Los trabajadores de Glovo son autónomos. Se dan de
alta en la aplicación y se organizan para entregar los pedidos que solicitan
los usuarios. Mientras más entregas, más ingresos. Y mientras más entregas, más
privilegios.
Glovo categoriza a los repartidores con un sistema de
puntos. “El primer mes es el más difícil. El objetivo al principio es sumar 50
puntos. Para ello hay que hacer todos los pedidos que te llegan. Trabajar 100%
y tomar pedidos de alta demanda, que son de viernes a domingo en la noche”,
explica a este diario Fran.
Fran ya no trabaja en Glovo. Dejó el trabajo hace dos
meses para preparar el MIR, el examen de Médico Interno
Residente. Fran era médico en Caracas, pero en España eso no le
vale. Debe superar el examen si quiere obtener su puesto.
“Yo llevo más de un año en España. En octubre de 2018
me apunté en una academia para sacarme el MIR. Las clases variaban mucho. Los
martes en la mañana, los jueves en la tarde, algunos sábados. Mi prioridad era
hacer el curso del MIR… y también trabajar para mantenerme. Pero con esos
horarios de academia, necesitaba un trabajo flexible y entonces un familiar me
recomendó Glovo”, comenta Fran.
¿Trabajo precario? “Una vía de escape”
Fran se sintió un poco decepcionado. Pensaba que con
Glovo iba a tener más autonomía de la que realmente tuvo. Al principio se vio
asfixiado por el esquema de puntos. Cuando se tienen pocos, la aplicación no
permite configurar buenos horarios. Y eso le obligó a dedicarle más tiempo a la
bici de lo que le hubiera gustado.
“Yo para el primer mes me compré una bicicleta normal,
barata, básica. Nunca pensé en comprarme una bici eléctrica, porque tampoco
pensé que trabajaría tantos meses en Glovo”, dice Fran riéndose.
Se ríe porque el primer mes fue un caos. Por todo. Por
los pedidos. Por la exigencia del trabajo. Porque nunca había montado
bicicleta. Porque se cansaba. Tenía agujetas. Dolores. Tenía de todo, menos
puntos para cuadrar un horario que le permitiera tener una vida normal.
“¡Hasta adelgacé!”, comenta. “A mí me gustaba trotar.
Practicar deportes. Pero nunca la bicicleta. Y ahora no te sé decir cuántos
kilómetros hacía en un día, pero horas sí. En tres días llegué a rodar hasta 25
horas y, claro, el cuerpo decía basta. No daba para más”.
A la quincena, que es cuando paga Glovo, Fran
ingresaba unos 400 euros de media. Le daba para vivir, pero finalmente tuvo que
dejarlo para centrarse en el MIR. ¿Cómo valora la experiencia?
“Al final, no me arrepiento de haber trabajado ahí. Es
una vía de escape. Pero sí hay cosas como la falta de autonomía para ser un
trabajo de autónomos o la atención de soporte que no me convenció”, dice.
El sistema de puntos, la dificultad para conseguir
horas, el trato con soporte -soporte es el sistema de administración, y no
siempre resuelve los problemas que les surgen a los riders- son las dificultades
típicas de los trabajadores de Glovo.
A otros les molesta que, siendo enfermeros, médicos,
ingenieros, periodistas o arquitectos, no encuentran trabajo en lo que les
gusta y tienen que recurrir a Glovo. Les molesta también que cuando entregan un
pedido no les den ni las gracias. O les echen la culpa de que el envío haya
llegado tarde.
“Hay muchas personas que nos tratan mal, unos pocos
nos tratan bien... Pero no pasa nada mientras podamos trabajar y pagar las
cuentas. Lo vemos mejor que ir al metro a pedir ayuda. Las personas a veces son
flojas y prefieren mendigar, pero nosotros venimos a trabajar”, cuenta al
diario ALnavío Daniel.
Daniel se ganaba la vida como piloto profesional en
Venezuela. Por la crisis, se mudó a Madrid hace dos años. Se vino con la novia
y con ella, en España, tuvo su primer hijo. “Me siento mal cada vez que veo compañeros
de Glovo haciendo videollamadas con su hijo o hija a quienes ni siquiera
pudieron ver nacer. Yo estoy muy agradecido de haber visto a mi hijo nacer”.
Daniel está en forma. Cada mañana va al gimnasio y
cuida la alimentación. De hecho, cuadra las calorías que consume para que
montar en bici no le haga perder peso ni reducir la masa muscular. “Sólo debo
comer adecuadamente al ritmo de actividad física que estoy llevando”.
A Joan le ocurre justo al revés. “A mí pedalear me da
hambre. Como más, engordo y todo se me va a las piernas”, dijo señalándose a
los muslos. Grandes como jamones. Tan grandes que no le caben unos vaqueros
normales, y siempre tiene que ir en chándal o en mallas de deporte.
Iván, ingeniero mecánico, cuenta a este diario que ha
perdido 13 kilos. “Al principio fue terrible. Empecé trabajando dos, tres horas
porque no tenía la condición física para más. Y al final pedaleaba hasta 10
horas seguidas haciendo más de 60 kilómetros diarios”.
Con los ‘panas’ en los McDonald’s
La práctica hizo a Iván mejor ciclista. Y también
conseguir compañeros. “En Glovo te relacionas fácil, haces panas (amigos), como
la mayoría son venezolanos pues te dan consejos sobre cómo vestirse, cuáles son
las mejores zonas, qué tienes que comer, que beber…”.
Apunta que la relación entre los riders es
excelente. También que en algunos sitios “se organicen auténticas rumbas
(fiestas)”. Las puertas de los McDonald’s -empresa asociada
con Glovo- son auténticos nidos de venezolanos que esperan por los pedidos.
Pero no aburriéndose. No. Hay hasta música. La de los altavoces que incorporan
en sus bicicletas para armonizar el camino.
El McDonald’s de Cuatro Caminos, al lado
de la rotonda, es uno de esos lugares. Allí ALnavío conoció la
historia de Nazaret, una joven de 18, nacida en la isla deMargarita,
que emigró a España hace apenas seis meses. Para comenzar también eligió Glovo.
No tenía dinero. Ni siquiera para comprarse una bicicleta.
“Mis primeros pedidos los realicé caminando. A veces
me ayudaba con el metro. Luego, cuando conseguí mis primeros ingresos me compré
una bici, y ahora estoy esperando para comprarme una bicicleta eléctrica”,
explica Nazaret mientras termina de comerse un durazno, que en julio están de
temporada.
En Glovo, mientras mejor es el vehículo, más
posibilidades de ganar dinero. Caminar no es la mejor opción para obtener un
buen ingreso. Con una bicicleta normal, y dedicándole muchas horas, se puede
aspirar a unos 600 euros la quincena. La cosa se facilita un poco con una
eléctrica. Kevin, periodista, acaba de comprarse una. “Ahora es
mucho más fácil y opto a más pedidos”, dice.
Luego está el siguiente nivel. La moto. También en la
rotonda de Cuatro Caminos, apoyado sobre su moto estaba William.
Tiene 20 años y lleva un año y tres meses viviendo en Madrid. En Venezuela era
empleado de Digitel, una operadora privada de telecomunicaciones.
Allí ganaba el sueldo mínimo. Al cambio no eran ni seis euros. Ahora al mes se
embolsa más de 2.000 euros.
“Por aquí hay otros chamos que son médicos, ingenieros,
arquitectos, que desgraciadamente no encuentran trabajo en lo suyo y se tienen
que conformar con Glovo. A mí por suerte la vida me ha cambiado. Hay que
trabajar. Hay que echarle horas. Pero estoy mejor que cuando estaba en
Digitel”, cuenta William.
Los riders sin papeles
A su lado había otro muchacho. Muy reacio a hablar. De
sus labios sólo salía la palabra no. Este no fue el único caso. Muchos de los
riders prefieren quedarse callados. La mayoría no quieren que les fotografíen.
Que les pregunten. Este hermetismo se debe a que algunas de las cuentas que
usan para trabajar son alquiladas.
El mecanismo es el siguiente: Un usuario tiene una
cuenta vieja. Termina de trabajar. ¿Se da de baja? No. ¿Por qué? Para
alquilarla a otro compañero que no tiene papeles, o que no encuentra plaza en
Glovo.
No siempre hay trabajo para todos. La aplicación va
abriendo huecos en función de la demanda. En verano siempre trabaja menos gente
porque Madrid se vacía. Además, con el buen tiempo los españoles prefieren ir a
la terraza y comer fuera.
El caso es que hay un mercado negro de cuentas de
Glovo. A cambio de una comisión -depende de quien la alquile, pero no suele
superar el 10% del ingreso quincenal- un rider sin papeles
puede conseguir un empleo.
Ya la Inspección de Trabajo en España
avisó que estaría más pendiente de estos casos, mientras que la empresa prometió
más controles. Sobre todo después de que, en mayo, muriese un rider ilegal
tras ser atropellado por un camión de basura en Barcelona.
¿No eran todos veinteañeros? No
Este acontecimiento generó polémica y puso de
manifiesto una realidad incómoda. Pero al mismo tiempo, ocultó historias
felices -y de superación- como la de Eduardo. Él no es un
veinteañero como el resto de los protagonistas del reportaje. Eduardo tiene 57
años y vive en la zona norte de Madrid. No en el centro. Su vehículo de trabajo
no es una bici, ni una moto. Es un coche.
Eduardo cubre pedidos en Majadahonda, Las
Rozas y Boadilla. “Acá las distancias son muy largas. De
hasta 12 kilómetros. Así que en bici es imposible. Esto es zona de carros
(coches) y de motos. Hay días en los que hacemos hasta 25 pedidos”, comenta.
Eduardo trabaja de lunes a lunes en su oficina: el
coche. “Manejas alrededor de 12 o 13 horas al día. Sólo paras para almorzar. El
resto sobrevives con termos de café, fruta y alguna galleta. O trabajas todos
los días o no se vive”.
Él también sobrevive con un apoyo incondicional. Su
esposa Isveiza, Isve, de 54 años, quien siempre le acompaña en los
pedidos. “Así logramos sacar para mantenernos, aunque gracias a Dios nuestros
hijos trabajan y también aportan”.
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