Cardenal Baltazar Porras Cardozo 06 de julio de
2019
Estamos
llamados a cuidar a los más frágiles de nuestra sociedad. Hay realidades que no
podemos admitir y no basta con rechazarlas. Los derechos humanos están siendo
cada día más conculcados pues las torturas, los asesinatos, el uso
indiscriminado de la fuerza para intimidar, secuestrar, encarcelar y…la muerte,
no pueden ser el norte de nuestra sociedad. El vil asesinato del joven capitán
de la Armada sacude las fibras de toda la ciudadanía. No puede ser que el
silencio de los miembros de su propio cuerpo y de quienes tienen por oficio el
acompañamiento espiritual de los mismos no aparezcan. A diario crece el número
de madres y esposas que se acercan a nuestras parroquias y a los servicios de
justicia y paz, a desahogarse y pedir ayuda para saber el paradero de sus seres
queridos, que son llevados de forma arbitraria por agentes uniformados.
Pareciera que surgen escuadrones de la muerte como en los tiempos más abyectos
de los regímenes nazi y soviético.
Ante
ello, surge también la “debilidad”, “la fragilidad” con la que no pocos
ciudadanos usan las redes para soltar denuedos a troche y mocha según las
inclinaciones preconcebidas para disparar contra quienes consideran sus
enemigos. El anonimato, el uso del seudónimo y los laboratorios de basura
mediática, son la mejor arma para manipular, distraer y generar conductas que
lo único que propician es mayor odio y desprecio de la vida de los demás. El
Papa Francisco nos señala que el vigente modelo del éxito y privatista lo que
hace es hacer más frágiles a los lentos, débiles o menos dotados para que
puedan abrirse camino en la vida (véase, “la alegría del Evangelio”, 209-210.
“No nos hagamos los distraídos. Hay mucho de complicidad…muchos tienen las
manos preñadas de sangre debido a la complicidad cómoda y muda” (211).
Venezuela
parece una nave a la deriva, sin rumbo cierto y sin la sindéresis que requiere
el momento. Es el mejor caldo de cultivo para la desesperanza, la desilusión y
la parálisis. Como ciudadanos y como creyentes tenemos la obligación de poner
en alto que nuestra primera misión es el rescate de la dignidad, de la vida, de
la paz interior y exterior que nos permita vivir sin zozobras ni sobresaltos
innecesarios.
Hay
que cultiva mucho más el sentido comunitario que no nos convierta en creernos
los mejores y no aceptar sino a los que piensan y actúan como uno mismo. Cuando
se habla de unidad como exigencia para la superación de las crisis, no se está
diciendo que hay que claudicar de los principios y los valores. Hablar,
conversar, negociar es un camino arduo, difícil, que hay que agotar aunque
estemos convencidos de que el otro es un malandro o un sin entrañas. La
racionalidad tiene que ser superior al deseo de la confrontación a la fuerza
que no produce sino mayores heridas y muertes.
La
fragilidad, producto de la poca formación crítica, que todo se lo traga, que
sigue cualquier consigna sin el discernimiento que nos ayude a separar la paja
del trigo, nos convierte en veletas movidos por los intereses de los más vivos,
y respondemos sin querer a sus requerimientos. “Cuando la vida interior se
clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no
entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza de la dulce
alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo de hacer el bien” (La alegría
del Evangelio 57).
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico