Félix Palazzi 06 de julio de 2019
La
fuerza del odio y sus consecuencias desencadenan, a menudo, el mayor número de
conflictos que se desarrollan en nuestro presente. Bastaría echar una mirada a
nuestro panorama nacional e internacional, o prestar atención a los discursos
de nuestro entorno sociopolítico, para constatar que el odio se ha instaurado
como forma alterna a nuestro modo de vivir.
El
odio no es la manera como podemos responder. Ubicar el odio en su contexto y
denunciar su dinámica sirve para desmontar sus mecanismos. Cuando éste se ha
instaurado en el corazón de una sociedad o de un grupo, entonces es signo que
la ideología ha alcanzado la mayor victoria. Toda ideología puede perder o
ganar una elección, puede ser generadora de un amplio bienestar o deterioro
económico, pero sin el odio como herramienta principal ella está destinada al
fracaso.
Mucho
de este odio se gesta en un contexto social e histórico complejo, y tiene como
agentes fundamentales a grupos que pretenden mantenerse en el poder o a quienes
lo anhelan. Muy raramente es un sentimiento que nace espontáneamente en un
colectivo. Frecuentemente, el odio es un producto que beneficia a los intereses
de una minoría. El patrón del odio se repite siempre desde grupos minoritarios
que se aferran al poder y se valen de cualquier medio para propagarlo entre sus
connacionales. Por ejemplo, el nacionalsocialismo alemán era conducido por un
grupo minoritario que por medio de los discursos, la propaganda oficial y la
ideología justificó la violencia y la guerra por medio del odio a todo el que
le resultase adverso. El mismo Ché Guevara decía que “un pueblo sin odio no
puede triunfar sobre sus enemigos”.
Frecuentemente
el odio tiende a valerse de la imagen de un “mundo justo y mejor” y así hace
uso de “juicios morales” que permitan justificar la “exclusión” e, incluso, la
“persecución”. La falsa información, la inseguridad y la ambigüedad sirven para
difuminar las fronteras entre la verdad y la realidad, entre el bien y el mal.
Así pues, un grupo ve a “otro” como el equivocado, como el “enemigo”.
Evidentemente es imposible entender que el “otro” tiene sus causas justificadas
y que ha de reconocérsele en sus justos derechos.
Otro
instrumento que sirve para propagar el odio es avivar el deseo de “venganza”.
Esto puede darse cuando un grupo proclama reivindicar los derechos de los
“excluidos” o “marginados”, y así justifica la persecución y el atropello
contra otros, a quienes convierte en nuevas victimas del odio.
Bajo
estas dos dinámicas que engendran al odio se esconde la realidad de la avaricia
y la codicia que busca generar beneficios rentables, presentes o futuros, para
estos grupos siempre minoritarios.
Cuando
el odio desata la violencia, sus consecuencias son impredecibles. Ningún grupo
puede predecir el destino que generará la violencia. El odio y la violencia se
alimentan mutuamente. Es urgente desmontar el odio.
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