Francisco Fernández-Carvajal 06 de julio de
2019
— El Señor viene a dar la paz a un mundo que carece de
ella.
— La violencia y la inquietud tienen sus raíces en el
corazón de los hombres. Son consecuencias del pecado.
— La paz comienza en el alma con el reconocimiento de
aquello que separa de Dios; con una profunda contrición. Promotores de paz en
el mundo, comenzando por las personas más cercanas.
I. La Liturgia de
este Domingo se centra de modo particular en la paz como un gran bien para el
alma y para la sociedad. En la Primera lectura1,
el Profeta Isaías anuncia que la era del Mesías se caracterizará por la
abundancia de este don divino; será como un torrente de paz,
como un torrente en crecida, resumen de todos los bienes: el gozo,
la alegría, el consuelo, la prosperidad prometida por Dios a la Jerusalén restaurada
tras el destierro de Babilonia. Como un niño a quien su madre consuela,
así os consolaré yo. Isaías se refiere al Mesías, portador de esa paz que
es, a un mismo tiempo, gracia y salvación eterna para cada uno y para todo el
pueblo de Dios. La nueva Jerusalén es imagen de la Iglesia y de todos nosotros.
El Evangelio de la Misa2 relata
el envío de los discípulos anunciando la llegada del Reino de Dios. A su paso
se repiten los milagros: ciegos que recuperan la vista, leprosos que quedan
limpios, pecadores que se mueven a penitencia, y por todas partes van llevando
la paz de Cristo. El mismo Señor, antes de partir para esta misión apostólica,
les había encargado: Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a
esta casa. Y si hay allí gente de paz, descansará sobre ellos vuestra paz... Este
mensaje lo repetirá la Iglesia hasta el fin de los tiempos.
Después de tantos años vemos, sin embargo, que el
mundo no está en paz; la ansía y clama por ella, pero no la encuentra. En pocas
ocasiones se ha nombrado tanto la palabra paz, y quizá pocas veces la paz ha
estado más lejos del mundo. Incluso «dentro de cada país, y en no pocas
naciones, el estado habitual tampoco tiene nada que ver con la paz. No que haya
guerra, lo que generalmente se entiende por guerra, pero sí falta de paz. Lucha
de razas, lucha de clases, lucha entre ideologías, lucha de partidos.
Terrorismo, guerrillas, secuestros, atentados, inseguridad, motines,
conflictos, violencia. Odios, resentimientos, acusaciones, recriminaciones»3. Paz,
paz, dicen. Y no hay paz4.
No hay paz en la sociedad, ni en las familias, ni en las almas. ¿Qué ocurre
para que no haya paz? ¿Por qué tanta crispación y tanta violencia, por qué
tanta inquietud y tristeza en las almas, si todos desean la paz?
Quizá el mundo esté buscando la paz donde no la puede
encontrar; quizá se la confunde con la tranquilidad, es posible que se haga
depender de circunstancias externas y ajenas al hombre mismo. La paz viene de
Dios y es un don divino que sobrepuja todo entendimiento5,
y se otorga solo a los hombres de buena voluntad6,
a quienes procuran con todas sus fuerzas acomodar su vida al querer divino. «La
paz, que lleva consigo la alegría, el mundo no puede darla.
»—Siempre están los hombres haciendo paces, y siempre
andan enzarzados con guerras, porque han olvidado el consejo de luchar por
dentro, de acudir al auxilio de Dios, para que Él venza, y conseguir así la paz
en el propio yo, en el propio hogar, en la sociedad y en el mundo.
»—Si nos conducimos de este modo, la alegría será tuya
y mía, porque es propiedad de los que vencen; y con la gracia de Dios –que no
pierde batallas– nos llamaremos vencedores, si somos humildes»7.
Entonces seremos portadores de la paz verdadera, y la llevaremos como un tesoro
inapreciable allí donde nos encontremos: a la familia, al lugar de trabajo, a
los amigos..., al mundo entero.
II. En los
comienzos, antes de que se cometiera el pecado original, todo estaba ordenado
para dar gloria a Dios y para felicidad de los hombres No existían las guerras,
los odios, los rencores, la incomprensión, las injusticias... Por ese primer
pecado, al que se añadieron luego los pecados personales, el hombre se convirtió
en un ser egoísta, soberbio, mezquino, avaro... Ahí hemos de buscar la causa de
todos los desequilibrios que vemos a nuestro alrededor: «la violencia y la
injusticia –señala Juan Pablo II– tienen raíces profundas en el corazón de cada
individuo, de cada uno de nosotros»8.
Del corazón proceden «todos los desórdenes que los hombres son capaces de
cometer contra Dios, contra los hermanos y contra ellos mismos, provocando en
lo más íntimo de sus conciencias un desgarrón, una profunda amargura, una falta
de paz que necesariamente se refleja en el tejido de la vida social. Pero es
también del corazón humano, de su inmensa capacidad de amar, de su generosidad
para el sacrificio, de donde pueden surgir –fecundados por la gracia de Cristo–
sentimientos de fraternidad y obras de servicio a los hombres que como
río de paz (Is 66, 12) cooperen a la construcción de un
mundo más justo, en el que la paz tenga carta de ciudadanía e impregne todas
las estructuras de la sociedad»9.
La paz es consecuencia de la gracia santificante, como la violencia, en
cualquiera de sus manifestaciones, es consecuencia del pecado.
El futuro de la paz está en nuestros corazones10,
pues el pecado no fue tan poderoso que pudiera borrar completamente la imagen
de Dios en el hombre, sino solo «ensuciarla, deformarla, debilitarla; pudo
herir su alma, pero no aniquilarla; oscurecer su inteligencia, pero no
destruirla; dar entrada al odio, pero no eliminar la capacidad de amar; torcer
la voluntad, pero no hasta el punto de hacer imposible la rectificación»11.
Por eso, aunque el hombre tiende al mal cuando se deja llevar por su naturaleza
caída, sin embargo puede, con la ayuda de la gracia, vencer estas pasiones
desordenadas, y poseer y comunicar la paz que Cristo nos ganó. La vida del
cristiano se convierte entonces en una lucha alegre por rechazar el mal y por
alcanzar a Cristo. En esa lucha encuentra una seguridad llena de optimismo, y
cuando pacta con el pecado y con sus errores la pierde, y se convierte entonces
en una fuente de malestar o de violencia para sí mismo y para los demás.
Como un niño a quien su madre consuela, así os
consolaré Yo. Solo en Cristo
encontraremos la paz que tanto necesitamos para nosotros mismos y para quienes
están más cerca. Acudamos a Él cuando las contrariedades de la vida pretendan
quitarnos la serenidad del alma. Acudamos al sacramento de la Penitencia y a la
dirección espiritual si, por no haber luchado suficientemente, hubiera entrado
la inquietud y el desasosiego en nuestro corazón.
III. La
presencia de Cristo en el corazón de sus discípulos es el origen de la verdadera
paz, que es riqueza y plenitud, y no simple tranquilidad o ausencia de
dificultades y de lucha. San Pablo afirma que Cristo mismo es nuestra paz12;
poseerle y amarle es el origen de toda serenidad verdadera.
Este fluir de paz en nuestro corazón, como un
torrente en crecida, comienza por el reconocimiento de nuestros pecados, de
las faltas, negligencias y errores. Entonces, si somos humildes y miramos a
Cristo, descubriremos su gran misericordia, «como si estuviese ahí detrás como
escondido para decirnos: esas son las miserias que he tomado sobre Mí para
mostrarte muy personalmente, en esta soledad y en este dolor, cuál es el amor
del Padre, único capaz de librarte de ellas, de darles en cierto modo la vuelta
y utilizarlas para tu salvación. Entonces podrá resonar en el oído de nuestro
corazón la palabra: tu fe te ha salvado y te ha curado. ¡Vete en paz!»13.
No hay paz sin contrición, sin una profunda sinceridad con nosotros mismos que
lleva a reconocer aquello que en nuestra vida aleja de Dios y de los hermanos,
y sinceridad honda, sin paliativo alguno, en la Confesión.
Con este sosiego interior, que habremos de encontrar
recomenzando muchas veces y no pactando jamás con nuestros defectos y errores,
podremos entonces salir al mundo, a ese espacio en el que se desenvuelve
nuestro quehacer diario, para ser promotores de la paz que el mundo no tiene y
que, por tanto, no puede dar.
Cuando entréis en una casa, decid primero: Paz a esta
casa... No se trata de un simple
saludo, es la paz de Cristo que han de llevar sus discípulos a todos los
caminos. Diremos a todos que la verdadera paz «se funda en la justicia, en el
sentido de la dignidad inviolable del hombre, en el reconocimiento de una
igualdad indeleble y deseable entre los hombres, en el principio básico de la
fraternidad humana, es decir, en el respeto y amor debido a cada hombre»14.
La paz del mundo comienza en el corazón de cada hombre.
El cristiano que vive de fe es el hombre de paz que
contagia serenidad; se está bien a su lado y los demás buscarán su compañía.
Pidamos a Nuestra Señora, al terminar este rato de oración, que sepamos acudir
con humildad a la fuente de la paz (el Sagrario, la Confesión, la dirección
espiritual) si viéramos que el desasosiego, el temor, la tristeza o la inquietud
quieren penetrar en nuestro corazón. Regina pacis, ora pro nobis... ora
pro me.
1 Is 66,
10-14. —
2 Lc 10,
1-12, 17-20. —
3 F.
Suárez, La paz os dejo, Rialp, Madrid 1973, p. 47. —
4 Cfr. Jer 6,
14 —
5 Flp 4,
7 —
6 Cfr. Lc 2,
14. —
7 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 102. —
8 Juan
Pablo II, Mensaje para la Jornada de la Paz, 8-XII-1984, n.
1. —
9 A.
del Portillo, Homilía a participantes del Año Internacional de
la Juventud, 30-III-1985. —
10 Cfr. Juan
Pablo II, o. c., n. 3 —
11 F
Suárez, o. c., p. 63. —
12 Ef 2,
14. —
13 S.
Pinckaers, En busca de la felicidad, Palabra, Madrid 1981,
p. 157. —
14 Pablo
VI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz de 1971.
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