Por Ángel Oropeza
En la actualidad, los
sistemas políticos se definen y clasifican no solo por su origen sino
fundamentalmente por una dimensión clave para diferenciar democracias de
regímenes tiránicos que se denomina legitimidad de desempeño.
De acuerdo con la Carta
Interamericana Democrática, legitimidad de desempeño se refiere al cumplimiento
por parte de los gobiernos de los elementos esenciales contenidos en los
artículos 3 y 4 de dicha Carta, que reza: “Son elementos esenciales de la
democracia, entre otros, el respeto a los derechos humanos y las libertades
fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al Estado de
Derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres, justas y basadas en
el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el
régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e
independencia de los poderes públicos”.
De esta manera, el mundo
moderno reconoce y establece taxativamente el respeto estricto a los derechos
humanos de las personas como el primer criterio para evaluar como legítimo o no
cualquier gobierno o práctica política. No son las etiquetas prefabricadas
que cualquier régimen se adjudique a sí mismo, y mucho menos su ubicación en un
continuo de ubicación ideológica. No. El criterio definitorio principal para
ser considerado legítimo es el tratamiento concreto a personas concretas. Lo
humano es el criterio.
La Constitución venezolana
se inscribe en esta visión moderna, y es por ello que establece desde su
Preámbulo no solo el respeto y defensa del derecho a la vida como objetivo
superior, sino que además desarrolla un amplio articulado en materia de
derechos humanos, uno de los cuales, el artículo 46, obliga a que
“ninguna persona puede ser sometida a penas, torturas o tratos crueles,
inhumanos o degradantes”. En este sentido, la tortura y la violación de
los derechos humanos de las personas no es solo una trasgresión y un desacato a
lo que ordena la carta magna, sino que es además –y esto es lo importante– en
un factor de deslegitimación política.
El aberrante caso del
capitán de corbeta Rafael Acosta Arévalo ha vuelto a poner sobre la superficie
el problema de la recurrencia sistemática a la tortura por parte de los
organismos de represión del Estado venezolano. Según la Oficina del Alto
Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y Provea, 15% de
los presos políticos que existen en Venezuela son víctimas de tortura. Por su
parte, el Informe de 2018 del Instituto Casla, ONG con sede en la República
Checa, ha documentado los casos de 128 testimonios directos de víctimas de
torturas en Venezuela, 6 de las cuales fueron violadas, 95 fueron torturadas
estando en custodia del Estado y 11 fueron torturadas en centros clandestinos
de detención, bajo la figura de la desaparición forzada temporal. El Informe
2018 de Casla habla de un proceso de tortura sistemática en el país, y llega a
afirmar que en “Venezuela se ha instalado un sistema torturador que se
direcciona desde el Poder Ejecutivo”.
En cualquier gobierno pueden
existir delincuentes entre las filas de la burocracia represiva o de los
organismos de seguridad. El problema grave es cuando la tortura y la violación
de los derechos humanos se convierten en una práctica de Estado. Ello no solo
descalifica moralmente al régimen y a sus funcionarios, sino que constituye un
peligroso pero inequívoco factor de deslegitimación política. Un gobierno que
recurre de manera sistemática y permanente a la tortura y a los delitos contra
los derechos humanos automáticamente deja de ser legítimo.
Las personas inteligentes
observan conductas, no etiquetas. Una de las diferencias entre personas de
mentalidad política primitiva y otras de razonamiento moderno es que las
primeras se quedan discutiendo sobre los formulismos tipológicos o la
autodefinición ideológica de sus gobernantes, mientras las segundas observan su
desempeño concreto. Estas últimas se fijan y deciden en función de las acciones
del gobierno de turno, mientras las primeras no pueden superar la adicción
infantil por los discursos y la palabrería oficialista. Por ello, si un
gobierno tortura como política de Estado, no importan ni sus autoetiquetas ni
sus justificaciones: ya perdió el sustento moral sobre el cual descansa su
legitimidad.
Más allá de las diferencias
de credo político, lo que nos une como raza humana es la primacía de la persona
y el sagrado respeto por sus derechos, no importa de quién se trate. Ese es el
criterio que en lo individual diferencia a una persona de un animal, y el que
en lo político define si un régimen es o no moralmente justificable.
05-07-19
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