Francisco Fernández-Carvajal 01 de julio de
2019
— El Señor siempre oye a quienes acuden a Él.
— Confianza en Dios.
— Cuando parece que Dios guarda silencio.
I. A lo largo del
Evangelio vemos a Jesús portarse con naturalidad y sencillez. No busca gestos
clamorosos en quienes le siguen. Realiza los milagros sin armar ruido, en la
medida en que le era posible. A quienes había curado les recomendaba que no
anduvieran pregonando las gracias que recibían. Enseña que el Reino de Dios no
viene con ostentación, y muestra en las parábolas del grano de mostaza y de la
levadura escondida la fuerza misteriosa de sus palabras. Le vemos también
acoger calladamente peticiones de ayuda, que luego atenderá. El silencio de
Jesús durante el proceso ante Herodes y Pilato está lleno de una sublime
grandeza. Lo vemos de pie, delante de una muchedumbre vociferante, excitada,
que se sirve de falsos testigos para tergiversar sus palabras... Nos impresiona
particularmente este silencio de Dios en medio del remolino que agitan las
pasiones humanas. Silencio de Jesús, que no es indiferencia ni actitud
despreciativa ante unas criaturas que le ofenden: está lleno de piedad y de
perdón. Jesucristo espera siempre nuestra conversión. ¡El Señor sabe esperar!
Tiene más paciencia que nosotros.
El silencio en la Cruz no es pausa que se toma para
represar la ira y condenar. Es Dios, que perdona siempre, quien está allí. Abre
de par en par el camino de una nueva y definitiva era de misericordia. Dios
escucha siempre a quienes le siguen, aunque alguna vez parezca que calla, que
no nos quiere oír. Él siempre está atento a las flaquezas de los hombres...,
pero para perdonar, levantar y ayudar. Si calla en algunas ocasiones es para
que maduren nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor.
En la escena que nos propone el Evangelio de la Misa1 contemplamos
a Jesús cansado después de un día de intensa predicación. El Señor subió con
sus discípulos a una barca para pasar al otro lado del lago. Cuando ya llevaban
un tiempo en el mar, se levantó una tempestad tan grande que las olas cubrían
la barca. Mientras tanto, el Señor, rendido por la fatiga, se quedó dormido.
Estaba tan cansado que ni siquiera los fuertes bandazos de la embarcación le
despertaron. Ante tanto peligro, Jesús parece ausente. Es el único pasaje del
Evangelio que nos muestra a Jesús dormido.
Los Apóstoles, hombres de mar en su mayoría, se dieron
cuenta enseguida de que sus esfuerzos no bastaban para asegurar el rumbo de la
barca y comprendieron que sus vidas peligraban. Se acercaron entonces a Jesús y
le despertaron diciendo: ¡Señor, sálvanos, que perecemos!
Jesús les tranquilizó con estas palabras: ¿Por
qué teméis, hombres de poca fe? Es como si les dijera: ¿no sabéis que
Yo voy con vosotros, y que esto debe daros una firmeza sin límites en medio de
vuestras dificultades? Y levantándose, increpó a los vientos y al mar,
y se produjo una gran bonanza. Los discípulos se llenaron de asombro, de
paz y de alegría. Comprobaron una vez más que ir con Cristo es caminar seguros,
aunque Él guarde silencio. Y dijeron: ¿Quién es este, que hasta los
vientos y el mar le obedecen? Era su Señor y su Dios. Más adelante,
con el envío del Espíritu Santo a sus almas el día de Pentecostés,
comprendieron que les tocaría vivir en aguas frecuentemente agitadas y que
Jesús estaría siempre en su barca, la Iglesia, aparentemente dormido y callado
en ocasiones, pero siempre acogedor y poderoso; nunca ausente. Lo entendieron
cuando, poco después, en los comienzos de su predicación apostólica, se vieron
asediados por las persecuciones y sintieron el zarpazo de la incomprensión de
la sociedad pagana en la que desarrollaban su actividad. Sin embargo, el
Maestro los confortaba, los mantenía a flote y les impulsaba a nuevas empresas.
Y lo mismo que entonces hace ahora con nosotros.
II. Este sueño de
Jesús, cuando sus discípulos se sentían perdidos en medio de la tempestad,
mientras bregaban con todas sus fuerzas, ha sido comparado muchas veces a ese
silencio de Dios en que parece, en ocasiones, como si estuviera ausente y
despreocupado ante las dificultades de los hombres y de la Iglesia.
Ante situaciones similares, cuando la tempestad se nos
echa encima, cuando los esfuerzos parecen inútiles, debemos seguir el ejemplo
de los Apóstoles y acudir a Jesús con toda confianza: ¡Señor, sálvanos,
que perecemos! Sentiremos la eficacia de su poder infinito y nos
llenará de serenidad.
¿De qué teméis, hombres de poca fe?, les dice a los suyos que se encuentran angustiados y a
punto de perecer. ¿Por qué teméis si Yo estoy con vosotros? Él es la seguridad,
la única seguridad verdadera. Basta estar con Él en su barca, al alcance de su
mirada, para vencer los miedos y las dificultades, los momentos de oscuridad y
de turbación, las pruebas, la incomprensión y las tentaciones. La inseguridad
aparece cuando se debilita la fe, y con la debilidad llega la desconfianza:
podríamos entonces olvidarnos de que cuando la dificultad es mayor, más
poderosa se manifiesta la ayuda del Señor, como sucede siempre: al tratar de
vivir en plenitud la propia vocación cristiana, en la vida familiar, en el
trabajo profesional..., en el apostolado.
Jesús quiere vernos con paz y con serenidad en todos
los momentos y circunstancias. No temáis, soy yo, dice a sus
discípulos atemorizados por las olas. Y en otra ocasión: A vosotros, mis
amigos, os digo: No temáis...2.
Ya desde su entrada en el mundo señaló cómo sería su presencia entre los
hombres. El mensaje de la Encarnación se abre precisamente con estas
palabras: No temas, María3.
Y a San José le dirá también el Ángel del Señor: José, hijo de David,
no temas4; y a los pastores les repetirá de nuevo: No tengáis
miedo5. No podemos andar atemorizados por nada. El mismo santo
temor de Dios es una forma de amor: es temor a perderle.
La plena confianza en Dios, con los medios humanos que
sea necesario poner en cada situación, da al cristiano una singular fortaleza y
una especial serenidad ante los acontecimientos y tribulaciones. La
consideración frecuente a lo largo de cada jornada de la filiación divina nos
lleva a dirigirnos a Dios, no como a un ser lejano, indiferente y frío que
guarda silencio, sino como a un padre pendiente de sus hijos. Le veremos como
al Amigo que nunca falla y que está siempre dispuesto a ayudar, y a perdonar si
es preciso. Junto a Él comprenderemos que todas las tribulaciones y las
dificultades resultan un bien para la criatura si las sabemos aceptar con fe,
si no nos separamos de Él «¡Bienaventuradas malaventuras de la tierra!
—Pobreza, lágrimas, odios, injusticia, deshonra... Todo lo podrás en Aquel que
te confortará»6.
Y Santa Teresa, con la experiencia segura de los santos, nos ha dejado escrito:
«Si tenéis confianza en Él y ánimos animosos, que es muy amigo Su Majestad de
esto, no hayáis miedo que os falte nada»7.
El Señor vela por los suyos, aun cuando parece que duerme.
III.
Algunos cristianos, que parecen seguir a Cristo si todo acontece según ellos
desean, se alejan de Él cuando más le necesitan: en la enfermedad del hijo, del
marido, de la mujer, del hermano...; cuando se hace presente la penuria
económica, cuando duelen la calumnia y la difamación y algunos amigos dan la
espalda...; o si en la propia vida interior se aleja el sentimiento gustoso que
en otros momentos hacía fácil la entrega y el apostolado, pero que ahora, quizá
como una gracia muy particular de Dios que purifica las intenciones y el
corazón, desaparece y deja paso a la sequedad y a un cierto desconsuelo.
Piensan que Dios no los oye o que guarda silencio, como si Él fuera neutral o
indiferente ante lo nuestro. Es entonces precisamente cuando debemos decir a
Jesús con más fuerza: ¡Señor, sálvanos, que perecemos! Él nos oye
siempre; espera quizá que recemos con más intensidad y rectitud, y que nos
abandonemos más en sus brazos fuertes.
En cualquier tribulación, en las dificultades y
tentaciones, debemos acudir enseguida a Jesús. «Buscad el rostro de Aquel que
habita siempre, con presencia real y corporal, en su Iglesia. Haced, al menos,
lo que hicieron los discípulos. Tenían solo una fe débil, no tenían una gran
confianza ni paz, pero por lo menos no se separaban de Cristo (...). No os
defendáis de Él, antes bien, cuando estéis en apuro acudid a Él, día tras día,
pidiéndole fervorosamente y con perseverancia aquellos favores que solo Él
puede otorgar. Y así como en esta ocasión que nos narran los Evangelios, Él,
reprochó a sus discípulos su falta de fe, pero hizo por ellos lo que le habían
pedido, así, aunque observe tanta falta de firmeza en vosotros, que no debía
existir, se dignará increpar a los vientos y al mar y dirá: “Paz, estad
tranquilos”. Y habrá una gran calma»8;
el alma se llenará de serenidad en medio de la tribulación.
Con esta nueva paz que el Señor deja en nuestros
corazones saldremos confiados a luchar de nuevo en esas batallas de paz –las
externas y las del alma–, aceptaremos con alegría la contradicción que purifica
y quedaremos más unidos a Él. No olvidemos tampoco en esas circunstancias que
el Señor ha puesto un Ángel a nuestro lado para que nos custodie, nos ayude y
lleve nuestras oraciones con más facilidad hasta Dios. «Cuando tengas alguna
necesidad, alguna contradicción –pequeña o grande–, invoca a tu Ángel de la
Guarda, para que la resuelva con Jesús o te haga el servicio de que se trate en
cada caso»9.
1 Mt 8,
23-27. —
2 Lc 12,
4. —
3 Lc 1,
30. —
4 Mt 1,
20. —
5 Lc 2,
10. —
6 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 717. —
7 Santa
Teresa, Fundaciones, 27, 12. —
8 Card.
J. H. Newman, Sermón para el Domingo IV después de Epifanía.
—
9 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 931.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico