Francisco Fernández-Carvajal 04 de julio de
2019
— El sacrificio de Isaac, imagen y figura del
Sacrificio de Cristo en el Calvario. Valor infinito de la Misa.
— Adoración y acción de gracias.
— Expiación y propiciación por nuestros pecados;
impetración de todo aquello que necesitamos.
I. Leemos en el
libro del Génesis1 cómo
Dios quiso probar la fe de Abrahán. Le había sido prometido que su descendencia
sería como las estrellas del cielo. El Patriarca ve el paso del
tiempo hasta llegar a una edad muy avanzada; y su mujer era estéril. Pero él
siguió creyendo en la palabra de Dios.
Yahvé le había anunciado que tendría un hijo, y
Abrahán lo creyó contra toda esperanza;cuando al fin vino al mundo
lo llamó Isaac, y cuando, ya mayor, constituía el premio a su confianza, Dios,
señor de la vida y de la muerte, le mandó que lo sacrificara: Toma a tu
hijo único, al que quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí
en uno de los montes que Yo te indicaré. Pero en el momento en que iba a
sacrificar al hijo amado, el Ángel del Señor le detuvo. Y oyó el Patriarca
estas palabras llenas de bendiciones sobreabundantes: Por haber hecho
esto, por no haberte reservado a tu hijo, tu hijo único, te bendeciré,
multiplicaré a tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena
de la playa. Tus descendientes conquistarán las puertas de las ciudades enemigas.
Todos los pueblos del mundo serán bendecidos en tu descendencia, porque me has
obedecido.
Los Padres de la Iglesia han visto en el sacrificio de
Isaac un anuncio del sacrificio de Jesús. Isaac, el único hijo de Abrahán, el
amado, cargado con la leña hacia el monte donde va a ser sacrificado, es figura
de Cristo, el Unigénito del Padre, el Amado, que camina con la cruz a cuestas
hacia el Calvario, donde se ofrece como sacrificio de valor infinito por todos
los hombres.
En la Misa, después de la Consagración, el Canon
Romano celebra la memoria de esta oblación de Abrahán, la entrega de
su hijo. Él es nuestro «padre en la fe». Dirige tu mirada serena y
bondadosa sobre esta ofrenda, decimos a Dios Padre: acéptala como
aceptaste los dones del justo Abel, el sacrificio de Abrahán, nuestro padre en
la fe, y la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec...2.
La obediencia de Abrahán es la máxima expresión de su
fe sin condiciones a Dios. Por eso, recobró de nuevo a Isaac y, después de
haberlo ofrecido, lo recibió como un símbolo. Pensaba, en efecto, que Dios es
poderoso para resucitar de entre los muertos; por eso lo recobró y fue como una
imagen de lo venidero3.
Orígenes señala que el sacrificio de Isaac nos hace
comprender mejor el misterio de la Redención. «El hecho de que Isaac llevara la
leña para el holocausto es figura de Cristo que llevó su cruz a cuestas. Pero,
al mismo tiempo, llevar la leña para el holocausto es tarea del sacerdote.
Luego Isaac fue a la vez víctima y sacerdote (...). Cristo es al mismo tiempo
Víctima y Sumo Sacerdote. Según el espíritu, en efecto, ofrece la víctima a su
Padre; según la carne, Él mismo es ofrecido sobre el altar de la Cruz»4.
Por eso, cada Misa tiene un valor infinito, inmenso, que nosotros no podemos
comprender del todo: «alegra toda la corte celestial, alivia a las pobres almas
del purgatorio, atrae sobre la tierra toda suerte de bendiciones, y da más
gloria a Dios que todos los sufrimientos de los mártires juntos, que las
penitencias de todos los santos, que todas las lágrimas por ellos derramadas
desde el principio del mundo y todo lo que hagan hasta el fin de los siglos»5.
II. Aunque todos los
actos de Cristo fueron redentores, existe, sin embargo, en su vida un
acontecimiento singular que destaca sobre todos, y al que todos se dirigen: el
momento en que la obediencia y el amor del Hijo ofrecieron al Padre un
sacrificio sin medida, a causa de la dignidad de la Ofrenda y por el Sacerdote
que la ofrecía. Y es Él quien permanece en la Misa como Sacerdote principal y
Víctima realmente ofrecida y sacramentalmente inmolada.
En la Santa Misa, los frutos que miran inmediatamente
a Dios, como la adoración y la acción de gracias,
se producen siempre en su plenitud infinita, sin depender de nuestra atención,
ni del fervor del sacerdote. En cada Misa se ofrecen infaliblemente a Dios una
adoración, una reparación y una acción de gracias de valor sin límites, porque
es Cristo mismo quien la ofrece y el que se ofrece. Por eso, es imposible
adorar mejor a Dios, reconocer su dominio soberano sobre todas las cosas y
sobre todos los hombres. Es la realización más acabada del precepto: Adorarás
al Señor tu Dios y a Él solo servirás6.
Es imposible dar a Dios una reparación más perfecta
por las faltas diariamente cometidas que ofreciendo y participando con devoción
del Santo Sacrificio del Altar7.
Es imposible agradecerle mejor los bienes recibidos que a través de la Santa
Misa: Quid retribuam Domino pro omnibus quae retribuit mihi?... ¿Cómo
retribuiré a Dios por todos los beneficios que ha tenido conmigo? Elevaré el
cáliz de la salvación e invocaré el nombre del Señor8.
Qué gran oportunidad para agradecer a Dios tantos bienes como recibimos...,
pues a veces es posible que nos olvidemos de dar gracias a Dios por sus dones,
tantos y tantos; puede sucedernos como a los leprosos curados por Jesús...
«La adoración, la reparación y la acción de gracias
son efectos infalibles del sacrificio de la Misa que miran al mismo Dios»9,
ya que es el mismo el que ofrece y se ofrece. ¡Qué honor tan grande el de los
sacerdotes, al prestarle a Cristo la voz y las manos en el sacrificio
eucarístico! ¡Qué grandeza la de los fieles de poder participar en tan gran
Misterio!
«Dile al Señor que, en lo sucesivo, cada vez que
celebres o asistas a la Santa Misa, y administres o recibas el Sacramento
Eucarístico, lo harás con una fe grande, con un amor que queme, como si fuera
la última vez de tu vida.
»—Y duélete, por tus negligencias pasadas»10.
III. En
el monte Moria no fue sacrificado Isaac, el hijo único y amado de Abrahán; en
el Calvario, Jesús padeció y murió por todos nosotros, pro peccatis,
a causa de nuestros pecados. Este fruto de expiación y de propiciación alcanza
también a las almas de quienes nos precedieron y que se purifican en el
Purgatorio, esperando el traje de bodas11 para
entrar en el Cielo.
El sacrificio eucarístico realiza, por sí mismo y por
su propia virtud, el perdón de los pecados; «pero lo opera de una manera mediata... Por
ejemplo, una persona que pida a Dios sin asistir al sacrificio la gracia de
mudar de vida y de confesarse, la obtendrá solo en virtud de su fervor y de sus
instancias...; pero si oye Misa con este fin es seguro que obtendrá este favor
eficazmente con tal de que no oponga obstáculos a ello»12.
Jesucristo, al ofrecerse al Padre, pide por todos.
Él vive para interceder por nosotros13.
¿Qué mejor momento encontraríamos que este de la Santa Misa para acercarnos a
pedir lo que tanto necesitamos?
Cada Misa es ofrecida por la Iglesia entera, que suplica
a su vez por todo el mundo. «Cada vez que se celebra una Misa es la sangre de
la Cruz la que se derrama como lluvia sobre el mundo»14.
Junto a la Iglesia, pedimos de modo particular por el Papa, el obispo
diocesano, el propio prelado y todos los demás que, «fieles a la verdad,
promueven la fe católica y apostólica»15.
Junto a este fruto general de la Misa, hay también un fruto especial, de
diverso modo, para quienes participan en el Santo Sacrificio: quienes han
procurado que se celebre; para el sacerdote hay un fruto especialísimo
irrenunciable, puesto que depende de su voluntad meritoria el que se diga la
Misa; participan de este fruto especial los acólitos, los cantores... y todo el
pueblo santo que esté presente en el Sacrificio, cada uno según sus
disposiciones: todos los circunstantes, cuya fe y entrega bien
conoces... Por ellos y todos los suyos, por el perdón de sus pecados y la
salvación que esperan, te ofrecemos y ellos mismos te ofrecen este sacrificio
de alabanza a ti, eterno Dios, vivo y verdadero16.
Además de los frutos de alabanza y
de adoración a Dios, también produce la Santa Misa, de modo
infinito e ilimitados en sí mismos, los frutos de remisión de nuestros pecados
y de impetración de todo aquello que necesitamos, pero son finitos y limitados
según nuestras disposiciones. Por eso es tan importante la preparación del alma
con la que nos acercamos a participar de este único Sacrificio, y los momentos
de recogimiento ya acabada la acción sagrada. «¿Estáis allí –pregunta el Santo
Cura de Ars– con las mismas disposiciones que la Virgen Santísima en el
Calvario, tratándose de la presencia de un mismo Dios y de la consumación de
igual sacrificio?»17.
Pidamos a Nuestra Señora que la celebración o la
participación del sacrificio eucarístico sea para nosotros la fuente donde se
sacian y se aumentan nuestros deseos de Dios.
1 Primera
lectura. Año I. Gen 22, 1-19. —
2 Misal
Romano, Plegaria Eucarística, 1. —
3 Cfr. Heb 11,
19. —
4 Orígenes, Homilías
sobre el Génesis, 8, 6, 9. —
5 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre la Santa Misa. —
6 Mt 4,
10. —
7 Conc.
de Trento, Sesión 22, c. 1. —
8 Sal 115,
12. —
9 R.
Garrigou-Lagrange, El Salvador, p. 457 —
10 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 829 —
11 Cfr. Mt 22,
12. —
12 Anónimo, La
Santa Misa, Rialp, Madrid 1975, p. 95. —
13 Cfr. Heb 7,
25. —
14 Ch.
Journet, La Misa, Desclée de Brouwer, 2ª ed., Bilbao 1962,
p. 182. —
15 Misal
Romano, Plegaria Eucarística, I. —
16 Ibídem.
—
17 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre el pecado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico