Francisco Fernández-Carvajal 04 de julio de
2019
— Las mortificaciones nacen del amor y a su vez lo
alimentan.
— Mortificaciones para ayudar y hacer más grata la
vida a los demás; las pequeñas contrariedades de cada día; espíritu de
sacrificio en el cumplimiento del deber.
— Otras mortificaciones. El espíritu de mortificación.
I. Nos relata San
Mateo en el Evangelio de la Misa1 que,
después de responder a la llamada de Jesús, preparó una comida en su propia
casa, a la que asistieron el resto de los discípulos y muchos
publicanos y pecadores, quizá sus amigos de siempre. Los fariseos, al ver
esto, decían: ¿Por qué vuestro Maestro come con los publicanos y los
pecadores? Jesús oyó estas palabras y Él mismo les contestó
diciéndoles que no tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Y a
continuación hace suyas unas palabras del profeta Oseas2: más
quiero misericordia que sacrificio. No rechaza el Señor los sacrificios que
se le ofrecen; insiste, sin embargo, en que estos han de ir acompañados del
amor que nace de un corazón bueno, pues la caridad ha de informar toda la
actividad del cristiano y, de modo particular, el culto a Dios3.
Aquellos fariseos, fieles cumplidores de la Ley, no
acompañaban sus sacrificios del olor suave de la caridad para con el prójimo y
del amor a Dios; en otro lugar dirá el Señor, con palabras del Profeta
Isaías: este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos
de Mí. En aquella comida en casa de Mateo manifiestan con su pregunta que
les falta comprensión hacia los demás invitados y que no se esfuerzan por
acercarlos a Dios y a la Ley, de la que ellos se muestran tan fieles
cumplidores; juzgan con una visión estrecha y falta de amor. «Prefiero las
virtudes a las austeridades, dice con otras palabras Yahvé al pueblo escogido,
que se engaña con ciertas formalidades externas.
»—Por eso, hemos de cultivar la penitencia y la mortificación,
como muestras verdaderas de amor a Dios y al prójimo»4.
Nuestro amor a Dios se expresa en los actos de culto,
pero también se manifiesta en todas las acciones del día, en las pequeñas
mortificaciones que impregnan lo que hacemos, y que llevan hasta el Señor
nuestro deseo de abnegación y de agradarle en todo.
Si faltara esta honda disposición, la materialidad de
repetir unos mismos actos carecería de valor, porque le faltaría su más íntimo
sentido: los pequeños sacrificios que procuramos ofrecer cada día al Señor,
nacen del amor y alimentan a su vez este mismo amor.
El espíritu de mortificación, tal como lo quiere el
Señor, no es algo negativo ni inhumano5;
no es una actitud de rechazo ante lo bueno y lo noble que puede haber en el uso
y goce de los bienes de la tierra; es manifestación de señorío sobrenatural
sobre el cuerpo y sobre las cosas creadas, sobre los bienes, las relaciones
humanas, el trabajo...; la mortificación, voluntaria o aquella otra que viene
sin haberla buscado, no es la simple privación, sino manifestación de amor,
pues «padecer necesidad es algo que puede ocurrirle a cualquiera, pero saber
padecerla es propio de las almas grandes»6,
de las almas que han amado mucho.
La mortificación no es simple moderación, mantener a
raya los sentidos y el desequilibrio que producen el desorden y el exceso, sino
abnegación verdadera, dar cabida a la vida sobrenatural en nuestra alma, adelanto
de aquella gloria venidera que se ha de manifestar en nosotros7.
II. Prefiero
la misericordia al sacrificio... Por eso, un campo principal de
nuestras mortificaciones ha de ser el que se refiere a las relaciones y al
trato con los demás, donde ejercitamos continuamente una actitud
misericordiosa, como la del Señor con las gentes que encontraba a su paso. El
aprecio por quienes cada día tratamos en la familia, en nuestro quehacer
profesional, en la calle, empuja y ordena nuestra mortificación. Nos lleva a
hacerles más grato su paso por la tierra, de modo particular a aquellos que más
sufren física o moralmente, a prestarles pequeños servicios, a privarnos de alguna
comodidad en beneficio de ellos.
Esta mortificación nos impulsará a superar un estado
de ánimo poco optimista que necesariamente influye en los demás, a sonreír
también cuando tenemos dificultades, a evitar todo aquello –aun pequeño– que
puede molestar a quienes tenemos más cerca, a disculpar, a perdonar... Así
morimos, además, al amor propio, tan íntimamente arraigado en nuestro ser,
aprendemos a ser humildes. Esta disposición habitual que nos lleva a ser causa
de alegría para los demás, solo puede ser fruto de un hondo espíritu de
mortificación, pues «despreciar la comida y la bebida y la cama blanda, a
muchos puede no costarles gran trabajo... Pero soportar una injuria, sufrir un
daño o una palabra molesta... no es negocio de muchos, sino de pocos»8.
Junto a estas mortificaciones que hacen referencia a
la caridad, quiere el Señor que sepamos encontrarle en aquello que Él permite y
que de alguna manera contraría nuestros gustos y planes o el propio interés.
Son las mortificaciones pasivas, que hallamos a veces en una grave
enfermedad, en problemas familiares que no parecen tener fácil arreglo, en un
importante revés profesional...; pero más frecuentemente, cada día, tropezamos
con pequeñas contrariedades e imprevistos que se atraviesan en el trabajo, en
la vida familiar, en los planes que teníamos para esa jornada... Son ocasiones
para decirle al Señor que le amamos, precisamente a través de aquello que en un
primer momento nos resistimos a admitir. La contrariedad –pequeña o grande–
aceptada con amor, ofreciendo al Señor aquel contratiempo, produce paz y gozo
en medio del dolor; cuando no se acepta, el alma queda desentonada y triste, o
con una íntima rebeldía que la aleja de los demás y de Dios.
Otro campo de mortificaciones en las que mostramos el
amor al Señor está en el cumplimiento ejemplar de nuestro deber: trabajar con
intensidad, no aplazar los deberes ingratos, combatir la pereza mental, cuidar
las cosas pequeñas, el orden, la puntualidad, facilitar su labor a quien está
en el mismo quehacer, ofrecer el cansancio que todo trabajo hecho con
intensidad lleva consigo...
Mientras trabajamos, en el trato con los demás..., en
toda ocasión, manifestamos, a través de ese vencimiento pequeño, que amamos al
Señor sobre todas las cosas y, más aún, por encima de nosotros mismos. Con
estas mortificaciones nos elevamos hasta Él; sin ellas, quedamos a ras de
tierra. Esos pequeños sacrificios ofrecidos a lo largo del día disponen al alma
para la oración y la llenan de alegría.
III.
Sacrificio con amor nos pide el Señor. La mortificación no está en la zona
fronteriza en la que es inminente el peligro de caer en el pecado; se encuentra
en pleno campo de la generosidad, porque es saberse privar de lo que sería
posible no privarse sin ofender a Dios. El alma mortificada no es la que no
ofende, sino la que ama; vivir así, con una mortificación habitual, parece
necedad a los ojos de los que se pierden; mas para los que se salvan, esto es,
para nosotros, es la fuerza de Dios9,
recordaba San Pablo a los primeros cristianos de Corinto.
El amor al Señor nos mueve a controlar la imaginación
y la memoria, alejando pensamientos y recuerdos inútiles; a sujetar la
sensibilidad, la tendencia a «pasarlo bien» como primera razón de la vida. La
mortificación nos lleva a vencer la pereza al levantarnos, a no dejar la vista
y los demás sentidos desparramados, sin control alguno, a ser sobrios en la
bebida, a comer con templanza, a evitar caprichos...; también mortificaciones
corporales, con el oportuno consejo recibido en la dirección espiritual o en la
Confesión.
En ocasiones nos fijaremos en algunas mortificaciones
con preferencia a otras, dando siempre especial importancia a las que se
refieren al mejor cumplimiento de nuestros deberes para con Dios, a las que
ayudan a vivir con esmero la caridad y el cumplimiento del propio deber.
Incluso puede ser útil el tomar nota de algunas, revisarlas a lo largo del día
y pedirle ayuda a nuestro Ángel Custodio para que salgan adelante. Tener en
cuenta la tendencia de todo hombre, de toda mujer, al olvido y a la dejadez,
nos ayudará a poner los medios necesarios para no dejarlas incumplidas, a un
lado. Esas pequeñas renuncias a lo largo del día, previstas y buscadas muchas
de ellas, acercan a Cristo y constituyen un arma poderosa para ir adquiriendo,
primero en un campo y después en otro, el hábito de la mortificación; son una industria
humana difícilmente sustituible, dada la natural tendencia a resistir y a
olvidarnos de la Cruz.
Para el alma mortificada se hace realidad la promesa
de Jesús: quien pierda su vida por amor mío, la encontrará10;
así le encontramos a Él en medio del mundo, en nuestros quehaceres y a través
de ellos. «Dijo el amigo a su Amado que le diese la paga del tiempo que le
había servido. Tomó el Amado en cuenta los pensamientos, deseos, llantos,
peligros y trabajos que por su amor había padecido el amigo, y añadió el Amado
a la cuenta la eterna bienaventuranza, y se dio a Sí mismo en paga a su amigo»11.
1 Mt 9,
9-13. —
2 Os 6,
6. —
3 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona 1983, in loc.;
cfr. B. Orchard y otros, Verbum Dei, Herder,
Barcelona 1960, vol. II, p. 683. —
4 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 992. —
5 Cfr. J.
Tissot, La vida interior, Herder, 16.ª ed., Barcelona 1964,
p. 397 ss. —
6 San
Agustín, Sobre el bien del matrimonio, 21, 25. —
7 Rom 8,
18. —
8 San
Juan Crisóstomo, Sobre el sacerdocio, 3, 13. —
9 1
Cor 1, 18. —
10 Mt 10,
39. —
11 R.
Llull, Libro del amigo y del Amado, 64.
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