Miguel Méndez Rodulfo 04 de julio de 2019
Chile
con su alto y sostenido crecimiento económico, al igual que con su elevado
grado de desarrollo humano, es un modelo a seguir. Por ejemplo, su política de
subsidio directo a la demanda de viviendas, es una excelente propuesta que hay
que replicar en nuestro país, para favorecer a los más pobres, al igual que su
política de ahorro de los ingresos por venta de cobre en la época de vacas
gordas y de gasto público en tiempos de baja de los precios. Podríamos agregar
numerosos otros casos del país austral que debemos estudiar y aplicar en el
país, con sus debidas adaptaciones a nuestro medio. Sin embargo, hay que tener
cuidado con algunas cuestiones que no debemos replicar en Venezuela, por haber
sido problemáticas en la Patria de O´Higgins. Una de ellas es el tema del
“viviendismo” o la construcción de miles de viviendas en urbanismos
abigarrados, sin espacios públicos y en unidades habitacionales pequeñas,
muchas veces apareadas, con poca vista que terminan siendo una especie de
ghetto que promueve la claustrofobia y la sensación de reclusión. Aunque Chile
ya reparó en el error, fueron cientos de miles las viviendas construidas en
estas urbanizaciones, por lo que se hace la advertencia para que no transitemos
en Venezuela por esa vía.
Otro
aspecto que debemos evitar es el modelo forestal industrial de monocultivos de
plantaciones; en efecto, hay tres millones de hectáreas de plantaciones de
pinos y eucaliptus en el centro sur de Chile; bosques de especies altamente
combustibles en una línea continua de cientos de kilómetros verdes que con los
años y por efectos del cambio climático, largos períodos de sequia, altas
temperaturas y fuertes vientos, se han constituido en un camino para el fuego;
esto desembocó en los megaincendios de los últimos años, lo que arreció la
crisis hídrica. Se dio el caso que se rodearon pueblos de eucaliptos y pinos,
que con los incendios hubo que desalojarlos y que luego fueron calcinados, al
igual que pasó con especies vegetales y animales silvestres; además no se
abrieron anchos cortafuegos que detuvieran el avance de los incendios, no se
separaron con veredas anchas los bosques, no se interpusieron campos agrícolas,
ni se levantaron cortinas de especies nativas retardadoras del fuego. En todo
caso, estos paliativos aunque mitigarían los incendios, no los evitarían, ya
que el inconveniente estuvo en elegir estas especies arbóreas foráneas de
elevada combustibilidad, que además, en el caso del eucaliptus consume grandes
cantidades de agua de los acuíferos.
Otro
aspecto a soslayar de la experiencia chilena es su política de derechos de
agua. En efecto, el Código de Aguas chileno de 1981, sancionado durante el
gobierno militar, es una legislación que le otorga al agua un carácter dual:
por una parte un bien nacional de uso público, pero por la otra un bien
económico. Esta última condición permite la gestión del agua según los
criterios y conveniencia de la propiedad privada, con lo cual se anula de hecho
la figura pública. Lo económico deja la gestión del recurso a los “mercados del
agua”, espacios donde se privilegia la oferta y la demanda, en detrimento de
las necesidades humanas de las poblaciones arraigadas. Estos derechos son
otorgados gratuitamente y a perpetuidad, no existiendo, en los medios rurales,
cobros diferenciados por el uso del agua, ni impuestos específicos, tampoco
pagos por descargas de aguas servidas. Pero además, el Código de Aguas permite
separar la propiedad del recurso del dominio de la tierra; esta facultad
consagra una enorme iniquidad al despojar a cualquier propietario de terreno
del uso del agua que irriga su parcela, ya que ésta pertenecería a cualquier
compañía minera o consorcio agrícola, al que se le hubiese asignado la
propiedad del agua. Esto es ni más ni menos que un despojo de los recursos
hídricos, no solamente a los pequeños productores y campesinos, sino a las
comunidades ubicadas en el territorio, las cuales tienen derecho humano al
agua. El favorecimiento de los consorcios exportadores ha generado una latente
conflictividad social y a una permanente lucha entre intereses contrapuestos.
Miguel
Méndez Rodulfo
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