Francisco Fernández-Carvajal 05 de octubre de
2019
@hablarcondios
— Avivar continuamente el amor a Dios.
— Pedir al Señor una fe firme, que influya en todas
nuestras obras.
— Actos de fe.
I. La liturgia de
este domingo se centra en la virtud de la fe, En la Primera lectura1 el
Profeta Habacuc se lamenta ante el Señor del triunfo del mal, tanto en el
pueblo castigado por medio del invasor, como por los mismos escándalos de
este. ¿Hasta cuándo clamaré, Señor...? (...). ¿Por qué
me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes...?»,
se queja el Profeta. El Señor le responde al fin con una visión en la que le
exhorta a la paciencia y a la esperanza, pues llegará el día en que los malos
serán castigados: la visión espera su momento, se acerca su término y
no fallará; si tarda, espera, porque ha de llegar sin echarse atrás.
Sucumbirá quien no tenga su alma recta, pero el justo vivirá por la fe.
Aun cuando en ocasiones pueda parecer que triunfa el mal y quienes lo llevan a
cabo, como si Dios no existiese, llegará a cada uno su día y se verá que
realmente ha salido vencedor quien ha mantenido su fidelidad al Señor. Vivir de
fe es entender que Dios nos llama cada día y en cada momento a vivir, con
alegría, como hijos suyos, siendo pacientes y teniendo puesta la esperanza en
Él.
En la Segunda lectura2,
San Pablo exhorta a Timoteo a mantenerse firme en la vocación recibida y a
llenarse de fortaleza para proclamar la verdad sin respetos humanos: Aviva
el fuego de la gracia de Dios...; porque Dios no nos ha dado un espíritu
cobarde, sino un espíritu de energía, amor y buen juicio. No tengas miedo de
dar la cara por nuestro Señor y por mí, su prisionero. Toma parte en los duros
trabajos del Evangelio... Santo Tomás comenta que «la gracia de Dios
es como un fuego, que no luce cuando lo cubre la ceniza»; y así ocurre cuando
la caridad está cubierta por la tibieza o por los respetos humanos3.
La fortaleza ante un ambiente adverso y la capacidad de dar a conocer, en
cualquier lugar, la doctrina de Cristo, de participar en los duros
trabajos del Evangelio, viene determinada por la vida interior, por el amor
a Dios, que hemos de avivar continuamente, como una hoguera, con una fe cada
vez más encendida. Esto es lo que le pedimos al Señor: Dios
todopoderoso y eterno, que con amor generoso desbordas los méritos y los deseos
de los que te suplican: derrama sobre nosotros tu misericordia...4,
concédenos aun aquello que no nos atrevemos a pedir5,
una fe firme que avive nuestro amor, para superar nuestras propias flaquezas y
para ser testimonios vivos allí donde se desarrolla nuestra vida. «¡Qué
diferencia entre esos hombres sin fe, tristes y vacilantes en razón de su
existencia vacía, expuestos como veletas a la “variabilidad” de las
circunstancias, y nuestra vida confiada de cristianos, alegre y firme, maciza,
en razón del conocimiento y del convencimiento absoluto de nuestro destino
sobrenatural!»6.
¡Qué fuerza comunica la fe! Con ella superamos los obstáculos de un ambiente
adverso y las dificultades personales, con frecuencia más difíciles de vencer.
II. Existe una fe
muerta, que no salva: es la fe sin obras7,
que se muestra en actos llevados a cabo a espaldas de la fe, en una falta de
coherencia entre lo que se cree y lo que se vive. Existe también una «fe dormida»,
«esa forma pusilánime y floja de vivir las exigencias de la fe que todos
conocemos con el nombre de tibieza. En la práctica, la tibieza es
la insidia más solapada que puede hacerse a la fe de un cristiano, incluso de
lo que muchos llamarían un buen cristiano»8.
Necesitamos nosotros una fe firme, que nos lleve a alcanzar metas que están por
encima de nuestras fuerzas y que allane los obstáculos y supere los
«imposibles» en nuestra tarea apostólica. Es esta virtud la que nos da la
verdadera dimensión de los acontecimientos y nos permite juzgar rectamente de
todas las cosas. «Solamente con la luz de la fe y con la meditación de la
Palabra divina es posible reconocer siempre y en todo lugar a Dios, en
quien vivimos, nos movemos y existimos (Hech 17, 28),
buscar su voluntad en todos los acontecimientos, contemplar a Cristo en todos
los hombres, próximos o extraños, y juzgar con rectitud sobre el verdadero
sentido y valor de las realidades temporales, tanto en sí mismas como en orden
al fin del hombre»9.
En ocasiones Jesús llama a los Apóstoles hombres
de poca fe10,
pues no estaban a la altura de las circunstancias. Está el Mesías con ellos y
tiemblan de miedo ante una tempestad en el mar11 o
se preocupan excesivamente por el futuro12,
cuando es el mismo Creador el que les ha llamado a seguirle. El Evangelio de la
Misa nos presenta a los Apóstoles que, conscientes de su fe escasa, le piden a
Jesús: Auméntanos la fe13.
Así lo hizo el Señor, pues todos terminarían dando su vida, supremo testimonio
de la fe, por atestiguar su firme adhesión a Cristo y a sus enseñanzas. Se
cumplió la Palabra del Señor: Si tuvierais fe como un grano de mostaza,
diríais a este árbol: arráncate y plántate en el mar, y os obedecería. La
transformación de las almas de quienes se cruzaron en su camino fue un milagro
aún mayor.
También nosotros nos encontramos en ocasiones faltos
de fe, como los Apóstoles, ante dificultades, carencia de medios... Tenemos
necesidad de más fe. Y esta se aumenta con la petición asidua, con la
correspondencia a las gracias que recibimos, con actos de fe. «Nos falta fe. El
día en que vivamos esta virtud –confiando en Dios y en su Madre–, seremos
valientes y leales. Dios, que es el Dios de siempre, obrará milagros por
nuestras manos.
»—¡Dame, oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre
mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea!»14.
III. ¡Señor,
auméntanos la fe! ¡Qué estupenda jaculatoria para que se la repitamos
al Señor muchas veces! Y junto a la petición, el ejercicio frecuente de esta
virtud: cuando nos encontremos en alguna necesidad, en el peligro, cuando nos
veamos débiles, ante el dolor, en las dificultades del apostolado, cuando
parece que las almas no responden... cuando nos encontremos delante del
Sagrario.
Muchos actos de fe hemos de hacer en la oración y en
la Santa Misa. Se cuenta de Santo Tomás que cuando miraba la Sagrada Forma, al
elevarla en el momento de la Consagración, repetía: Tu rex gloriae,
Christe; tu Patris sempiternus es Filius, «Tú eres el rey de la gloria, Tú
eres el Hijo sempiterno del Padre». Y San Josemaría Escrivá solía decir
interiormente en esos mismos instantes: Adauge nobis fidem, spem et
charitatem, «auméntanos la fe, la esperanza y la caridad», y Adoro
te devote, latens deitas, «Te adoro con devoción, Dios escondido», mientras
hacía la genuflexión15.
Muchos fieles tienen la costumbre de repetir devotamente en ese momento, con la
mirada puesta en el Santísimo Sacramento, aquella exclamación del Apóstol Tomás
ante Jesús resucitado: ¡Señor mío y Dios mío! De cualquier forma, no podemos
dejar que pase esa oportunidad sin manifestar al Señor nuestra fe y nuestro
amor.
A pesar del afán por formarnos, por conocer cada vez
mejor a Cristo, es posible que alguna vez nuestra fe vacile o tengamos temores
y respetos humanos para manifestarla. La fe es un don de Dios que nuestra
poquedad a veces no puede sostener. En ocasiones es tan pequeña como un granito
de mostaza. No nos sorprendamos por nuestra debilidad, pues Dios cuenta con
ella. Imitemos a los Apóstoles cuando se dan cuenta de que todo aquello que ven
y oyen les supera. Pidámosle entonces, a través de Nuestra Señora y con la
humildad de los discípulos, que aumente nuestra fe, para que, como ellos,
podamos ser fieles hasta el final de nuestros días y llevemos a muchos hasta
Él, como hicieron quienes le han seguido de cerca en todos los tiempos.
Nuestra Madre Santa María será siempre el punto de
apoyo donde encontrará firmeza la fe y la esperanza, pero de modo muy
particular cuando nos sintamos más débiles y necesitados, cuando nos veamos con
menos fuerzas. «Nosotros, los pecadores, sabemos que Ella es nuestra Abogada,
que jamás se cansa de tendernos su mano una y otra vez, tantas cuantas caemos y
hacemos ademán de levantarnos; nosotros, los que andamos por la vida a trancas
y barrancas, que somos débiles hasta no poder evitar que nos lleguen a lo más
vivo esas aflicciones que son condición de la humana naturaleza, nosotros
sabemos que es el consuelo de los afligidos, el refugio donde, en último
término, podemos encontrar un poco de paz, un poco de serenidad, ese peculiar
consuelo que solo una madre puede dar y que hace que todo vuelva a estar bien
de nuevo. Nosotros sabemos también que, en esos momentos en que nuestra
impotencia se manifiesta en términos casi de exasperación o de desesperación,
cuando ya nadie puede hacer nada y nos sentimos absolutamente solos con nuestro
dolor o nuestra vergüenza, arrinconados en un callejón sin salida, todavía Ella
es nuestra esperanza, todavía es un punto de luz. Ella es aún el recurso cuando
ya no hay a quien recurrir»16.
1 Hab 1,
2-3; 2, 2-4. —
2 2
Tim 1, 6-8; 13-14. —
3 Santo
Tomás, Comentario a la Segunda Carta a los Corintios, 1, 6.
—
4 Misal
Romano, Oración colecta de la Misa. —
5 Ibídem.
—
6 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 73 . —
7 Cfr. Sant 2, 17. —
8 P.
Rodríguez, Fe y vida de fe, p. 138. —
9 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4. —
10 Mt 8,
26; 6, 30. —
11 Cfr. Mt 8,
26. —
12 Cfr. Mt 6,
30. —
13 Lc 17,
5. —
14 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 235. —
15 Cfr. A.Vázquez
de Prada, El fundador del Opus Dei, Rialp, Madrid 1983, p.
267 ss. —
16 F.
Suárez, La puerta angosta, Rialp, 9ª ed. Madrid 1985, pp.
227-228.
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