Guy Sorman 08 de marzo de 2016
La
reacción desordenada de los europeos frente a la llegada de los inmigrantes, la
tentación británica de salir de la Unión Europea, el aumento del poder de los
dirigentes populistas en Europa del Este, en Francia y en Estados Unidos, la
incapacidad de reprimir las ambiciones imperialistas de Rusia y China: todos
ellos son síntomas convergentes, inquietantes y que podríamos calificar de
suicidas.
Los
occidentales, en Europa y en Estados Unidos, habían conseguido, a partir de
1945, construir un nuevo mundo, más civilizado, más ilustrado, más respetuoso
con los derechos, con las libertades individuales, más próspero, más pacífico,
con el objetivo de eliminar o al menos reprimir las ideologías totalitarias. En
tan solo dos generaciones, la creación de la OTAN, la Unión Europea y la
mundialización económica han supuesto un éxito sin precedentes, un legado
directo de la ideología de la Ilustración. Bien es verdad que no todas las
guerras han desaparecido, ni toda la pobreza se ha erradicado, pero, en la
historia de la humanidad, nunca ha habido tantos hombres que hayan vivido tan
bien y durante tanto tiempo. Estos avances han sido tan rápidos que algunas
personas, la mayoría de hecho, parecen olvidar que no han sido el fruto de un
afortunado azar, sino una conquista laboriosa de la razón frente a la sinrazón.
La libertad
de los pueblos para elegir su destino, para desarrollarse con más plenitud que
la generación anterior, ha sido el resultado de negociaciones interminables, de
la elaboración de unas normas de Derecho debatidas paso a paso, de la victoria
final del Derecho sobre la fuerza. Pero la mayoría de los occidentales que
viven en libertad desconocen este lento proceso, que rara vez se enseña;
imaginan que su libertad, sus derechos, su prosperidad relativa, se dan por
sentado como el aire que respiramos: la naturaleza humana se acostumbra más
deprisa a la libertad que a la coacción. El regreso a la tiranía, a la
violencia, es lo que de repente pone de manifiesto hasta qué punto la libertad
y la paz no se pueden dar por descontadas. Hay en la naturaleza humana una
especie de asimetría psicológica de la que se burlaba el personaje de Pangloss
en el Cándido de Voltaire, al repetir que «todo iba siempre a mejor en el mejor
de los mundos posibles».
La
garantía contra la tentación precedente e inconsciente del suicidio era la
educación pública, una pedagogía incesante destinada a recordar, generación
tras generación, que cada avance es la consecuencia de un esfuerzo añadido, de
una represión del instinto mediante el ejercicio de la razón. Pero los
pedagogos han dimitido de las Universidades, y de la vida política, mientras
que las nuevas formas de comunicación han abierto de par en par las puertas al
imperio del todo vale, sin moderación y sin moderador: el declive de los medios
de comunicación escritos, aun sin ser la única causa del avance del populismo,
del nacionalismo, de las teorías conspirativas, del regreso del pensamiento
mágico, del culto al hombre fuerte y providencial, sin duda ha facilitado la
actuación destructiva de los buhoneros y los vendedores de sandeces que apelan
a los instintos más que a las neuronas.
¿Suicidio
de Occidente? No, la expresión no es exagerada. Si, por ejemplo, Gran Bretaña
sale de la Unión Europea, esta salida dará alas a todos los independentistas, a
riesgo de provocar una reacción en cadena que destruiría la marcha única
europea, sin dejar a su paso más que paro y recesión. Cada país, cada
provincia, sentirán la tentación de replegarse, y olvidarán así que el
intercambio es la base de la prosperidad.
¿Resistirá
la OTAN esta balcanización? Probablemente no, y permitirá que el Ejército ruso
reconstruya un imperio en el este de Europa que englobe Ucrania y los países
bálticos, para empezar. No nos atrevemos a imaginar a Donald Trump en la Casa
Blanca, pero es factible que, si tal cosa sucediese, pudiéramos contar con que
desencadenase, por inadvertencia, algún conflicto importante con China o el
mundo árabe. La falta de coordinación entre los gobiernos occidentales también
les dejaría la vía libre a los movimientos terroristas que se constituyesen en
estados. Este desorden general favorecería los intereses de los movimientos
fascistas de Europa; conocemos esta lógica de lo peor porque ya la hemos
vivido.
En
estos momentos graves en los que la historia puede desviarse, debemos recordar
hasta qué punto lo que llamamos Occidente es un edificio frágil, o bipolar,
como diría un psiquiatra si se tratase de un paciente. Me viene a la mente otro
precedente: en 1914, en Sarajevo, una gran ciudad que pocos europeos habrían
sabido situar en un mapa, un único disparo de revólver causó una guerra
mundial, un ejemplo perfecto de la teoría del caos en el que un acontecimiento
en apariencia insignificante desencadena un huracán generalizado que nadie
había deseado. Pues bien, el mundo actual está salpicado de posibles sarajevos,
en Libia, en Macedonia, en Siria, en Ucrania y en el mar de China. Por
supuesto, lo peor nunca es seguro, pero es posible, sobre todo si nos negamos a
preverlo, a analizarlo y a adoptar una estrategia para combatirlo. Hablaremos
de ello la semana que viene.
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