Por Ibsen Martínez 09 de marzo de 2016
Lo
contó Sebastián Edwards, hace poco en Bogotá, durante un almuerzo.
Sebastián
es un renombrado economista chileno, célebre mundialmente por sus trabajos
sobre la macroeconomía de los populismos. Vive desde hace años en los Estados
Unidos.
Vástago
de una ilustre y adinerada familia, mi amigo desfogó su rebeldía juvenil y su
antagonismo a los valores tradicionales afiliándose a la Juventud Comunista de
su país. Corrían los tempranos años setenta y estos depararon a Edwards la
paradoja de que, pretendiendo inicialmente ser un iconoclasta, se vio de pronto
convertido en un joven rebelde pero “gobiernero”: a poco de comenzar a militar,
Salvador Allende ganó las elecciones de su país. Y es entonces cuando comienza
mi cuento de marxistas.
Como
cabe imaginar, el chamo Sebastián quiso profundizar en la doctrina y para ello
se inscribió en un seminario académico sobre el tomo primero de El Capital de
Marx. Marta Harnecker conducía el seminario. La Harnecker, autora de un
descolorido y dogmático manual de materialismo histórico y quien hoy es una de
las valedoras intelectuales del “socialismo del siglo XXI”, era por entonces
una profesora chilena de ancestro austriaco sumamente llamativa, dueña de unas
prodigiosas piernas realzadas por sus no menos prodigiosas minifaldas. Como
para compensar, la profe estaba casada, por más señas, con el temible Manuel
Piñeiro, (a) Barbarroja, feroz jefe militar cubano responsable de la creación
de los aparatos de seguridad de la revolución y de la expansión de los
movimientos guerrilleros latinoamericanos en los años 60.
Al seminario
santiaguino acudía un grupo de veinteañeros que, como el joven camarada
Edwards, se sentían atraídos por la doctrina marxista tanto como por los muslos
de la profe. Llevaban unas semanas desentrañando verdades eternas, cada uno de
ellos provisto de un ejemplar del Capital I, en la traducción de Wenceslao
Roces que publicaba el Fondo de Cultura Económica, cuando se unió al seminario
un inesperado alumno oyente, alguien que nadie conocía.
Era
algo mayor que el resto de los chamos –Sebastián le calculó unos treinta años–,
con una calva incipiente y un inseparable maletín. Se sentó al fondo, lejos de
los morbosos admiradores de las piernas de la Harnecker apelotonados en las
primeras filas. No hablaba, no tomaba notas. Así se estuvo un par de semanas
hasta que un día pidió la palabra y se dirigió al grupo. Sólo entonces supieron
que el tipo era argentino.
“Compañeros
–dijo, luego de presentarse–, los he estado observado todo este tiempo para cerciorarme
de que son un grupo verdaderamente revolucionario, y debo decir que estoy
gratamente impresionado: son ustedes genuinos revolucionarios. Es por eso que
me extraña mucho que para estudiar El Capital de Marx estén usando una pésima
traducción del alemán, hecha por un infame agente de la CIA, Wenceslao Roces,
quien además de desconocer la lengua alemana, deliberadamente desliza
incongruencias en el texto para confundirlos.”
Todos
en el salón, incluyendo la profe, se quedaron de una pieza. ¿Se trataría de un
loco? Wenceslao Roces era un respetado historiador comunista español en el
exilio. ¿Roces agente de la CIA? El argentino, por su parte, no perdió tiempo
en aportar ejemplos de la culpable insuficiencia de Roces como traductor de
Marx. Para esto leía con suma propiedad una frase del original alemán y la
confrontaba con la pobre traducción del Roces. Poco a poco, el grupo se fue
persuadiendo de que la traducción de Roces era, en verdad, una estafa. “No hay
práctica revolucionaria sin teoría revolucionaria” –dijo el argentino–, “y no
puede haber teoría con una traducción que es una mierda. ¿Qué piensan hacer
ustedes al respecto?”
El
grupete deliberó brevemente y uno de ellos propuso algo heroico: aprender
alemán.
“Loable,
pero no es práctico”, refutó el argentino: la revolución estaba ocurriendo en
las calles de Santiago y no era cosa de hacerla esperar estudiando alemán.
Entonces abrió su maletín al tiempo que decía: “queridos compañeros: yo les he
traído la solución”.
Y les
mostró un ejemplar de El Capital, en traducción de Pedro Scaron y editada por
“Siglo XXI”, casa que por entonces se decía, no sé con cuánto fundamento, era
manejada en las sombras por los trotskistas. El argentino era un vendedor de
“Siglo XXI”. En cierto modo, un socialista del siglo XXI. Hizo su agosto y
desapareció.
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