Por Willy McKey
Nicolás Maduro parece haber evitado pasar las tardes en
Caracas. Es 11 de abril y están en San Félix, conmemorando el bicentenario de
una batalla de la que se habla muy poco. Rangel Gómez, el gobernador del estado
Bolívar, está a su derecha. El acto parece estar cerca de culminar y se da
cuenta de algo. Algo
raro. Se lo comenta a Cilia Flores. Más bien se lo señala. Así, con la boca,
como se señala en el Caribe.
Nicolás Maduro se gira hacia su izquierda y ve algo. Su
cuerpo reacciona desde la contención. El discurso se le apura y toma la
decisión de terminarlo: “Para seguir avanzando… con ese pueblo” dice mientras
señala hacia donde está eso que no vemos. Se apura un poco más y entrompa la
retórica: “¡Que viva Chávez! ¡Que viva Bolívar! ¡Que viva Piar! Hasta la
victoria siempre. Adelante, General”, mientras mira hacia donde nada sabemos.
El general le hace saber que ha entendido la orden y es ahí
cuando se devela la escena: apenas empieza a moverse la tanqueta aparece
aquello que nos era ocultado. La gente corre. Un despelote sirve
de backing al armatoste que torpemente se desplaza en una reversa
incómoda que era transmitida en cadena nacional. Y de pronto una cada vez
más inusual toma abierta deja ver cómo las masas se han salido del redil.
Cuando empiezan a aparecer objetos al vuelo, lanzados hacia
el presidente, los escoltas activan una especie de acción grotesca. Trepan por
encima del capó. Superan el parabrisas. Uno parece darle un manotón sin alevosía, un intento
fallido de protección. En el aire se adivinan formas de vegetales, huevos,
cáscaras.
De inmediato cambian de toma. El perfil de una estatua
resulta más sospechoso que nunca. La manera abrupta de terminar la transmisión
confiesa alguna angustia y ese fragmento del video se vuelve viral en
segundos.
A alguien se le ha salido de las manos una retirada
transmitida por todos los canales de televisión abierta.
Muchos en las redes recuerdan lo que sucedió en Nueva
Esparta hace ya unos meses. Incluso el Ministro de Comunicación e Información
reacciona de la misma manera: muestra otro video, uno que más nadie tenía,
donde el amor parece venir de todas partes. Llama la atención que ese video
parece culminar justo antes de que los escoltas inicien esa curiosa coreografía
protectora y todo luzca peligroso, desbocado.
Nicolás Maduro salió del desfile en San Félix mientras la
gente arrojaba objetos en dirección al vehículo descapotado trepado por sus
escoltas. La versión oficial dice que eran acólitos, pueblo entusiasmado, el
ejercicio de aquello de amar amando. Sin embargo, el corte abrupto de la escena
parece confesar un descontrol inusual, el temor de que el repudio pueda ser
transmitido por la señal del Estado.
La lluvia de objetos contundentes simula el final de una
mala función. Una mala y larga función. La política transformada en un teatrino
del siglo XIX y el público convirtiendo su puntería en gesto crítico, repudio,
abucheo.
Sin embargo, fue inevitable recordar aquel episodio cuando
una mujer que supuestamente le arrojó un mango terminó consiguiendo un
apartamento.
En una guerra comunicacional toda interpretación consigue
cabida. Así sea descabellada. De modo que tiene sentido pensar que ahí, en San
Félix, cada quien haya apuntado en el vegetal que tenía a mano su necesidad y
salió a arrojarlo: algo de comida, algún medicamento, justicia para un muerto,
un trabajito.
En medio de la escasez puede verse como un halago que
alguien te arroje algo del poco alimento que tiene en casa. Decidir si el
alimento debe ser una cena posible en proyectil es un dilema feroz.
Sin embargo, ninguna de las versiones del video revela
tanto como algo que el propio Nicolás Maduro compartió al poco tiempo de
haberse vuelto viral la lluvia de objetos. Se ha cambiado de ropa, como si
el traje que llevaba en su salida de escena en San Félix no le perteneciera a
él, sino a un personaje que ha dejado atrás. Tal como si el traje y la banda
tricolor le pertenecieran sólo en la ficción, como si ya no fueran suyas, como
si le molestaran al momento de volver a casa.
No comenta nada del suceso irregular. No lo define como
amor desbordado. No lo condena como repudio violento. Calla. Como si aquello
hubiera sucedido en otro día, en otra dimensión, en otro cuerpo. Cilia Flores,
su copiloto, no dice ni una palabra. No asiente. No desmiente. Ningún escolta
aparece trepado en el vidrio. Nadie sabe quién los graba, pero la iluminación
confiesa una cámara profesional. Uno de los empleados reacciona como si no
esperara que llegaran ahí, a esa hora. Abre la puerta y nos deja ver qué es lo
que le espera al actor que interpreta a ese personaje que recibía vegetales
aventados: una sala vacía, anacrónica, más grande que la reunión que ya nos
hizo saber que tenía, esa reunión a la cual aparentemente sólo han llegado él y
el desgaste del viaje.
Nicolás Maduro, el personaje, sale de escena en su huida de
San Félix y aparece en Miraflores, sin sus escoltas y sin su vestuario,
hablando solo. Hace que maneja. Ya habrá quien se encargue de reafirmarle que
el pueblo sí lo quiere, que no ha sido más que un imponderable,
otro impasse.
El asunto es que ha llegado a Caracas justo en la hora en
la que todo ha pasado. Justo cuando al Poder le conviene el silencio. Justo a
tiempo para no ver nada. Ni a nadie.
12-04-17
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