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lunes, 17 de abril de 2017

Venezuela en crisis: ¿Por qué el chavismo pudo concentrar tanto poder? Por @pavelgomezcom


Por Pavel Gómez


Cuando escribo estas líneas, en el mes de abril de 2017, la crisis política venezolana es noticia en diarios y portales de muchos países. Después de movidas recientes del gobierno venezolano, radicalmente autoritarias, tanto la oposición venezolana como diversos países protestan tratando de frenar el avance dictatorial y llamando a elecciones generales como la vía óptima para dirimir el agudo conflicto político que vive el país.

Una de las principales piedras de tranca, en este camino de retorno a la democracia, es el grado de hegemonía que tiene la coalición gobernante en los poderes públicos de Venezuela. Esta coalición, conocida como “el chavismo” debido al rol del extinto presidente Hugo Chávez en su configuración, ha conseguido dominar el poder ejecutivo, el poder judicial, el poder electoral, la Contraloría General de la República, la Fiscalía y la institución conocida como la Defensoría del Pueblo. En todas estas arenas institucionales el chavismo domina con absoluta discrecionalidad, actuando como un solo bloque bajo las órdenes del presidente y su núcleo ejecutivo. Los pocos poderes en los cuales la oposición tiene presencia relevante, la Asamblea Nacional y algunas gobernaciones y alcaldías, han sido sitiadas presupuestariamente y sus decisiones han sido sistemáticamente bloqueadas o evadidas por sentencias del Tribunal Supremo de Justicia.

Venezuela es así un caso extremo de ejercicio hegemónico del poder en el continente americano, poder que actúa sin contrapesos institucionales y está articulado para esterilizar los avances electorales de la oposición al gobierno chavista. La pregunta que surge a continuación es entonces cómo ha sido posible que el gobierno venezolano haya podido configurar unas instituciones que sustenten, bajo una apariencia de legalidad, esta ausencia de contrapesos institucionales y concentración absolutista del poder político.


Esta es una pregunta crucial, no solo para quienes desde la tribuna ciudadana sufrimos, con más o menos cercanía, por la ausencia de mecanismos que corrijan (o ayuden a corregir) el dramático rumbo económico y social del país, sino sobretodo para los actores políticos y las élites intelectuales que, como jugadores directos del juego, no fueron capaces de detener esta deriva autoritaria cuando estaban a tiempo de hacerlo. Y responder esta pregunta de manera exhaustiva no es solo importante por comprender el pasado, sino por entender, mirando hacia el futuro, cómo es posible anticipar y prevenir el surgimiento de dinámicas políticas que cercenan los mecanismos esenciales de la democracia.

Esta discusión es de importancia capital cuando suponemos que los procesos de anulación de la democracia, de conculcación de las posibilidades de revisión mayoritaria del rumbo y de ausencia de respeto por las minorías, no son accidentales ni inevitables ni parte de un destino escrito desde antes. Estos procesos, más bien, son causados por la acumulación de determinadas conductas, de jugadas políticas deliberadas, y por la repetición histórica de ciertos resultados, en los cuales algunos sectores se sienten como los perdedores habituales, como atrapados por un sistema injusto o como víctimas de trampas de segregación continuada. Esta autocrítica es clave para que evitemos las repeticiones de la historia, para prevenir a nuestros hijos o nietos de los riesgos que conducen a ciertas arenas movedizas, como estos pantanos autoritarios en los que ha estado atrapada Venezuela en los últimos años.

Antipolítica y cesión voluntaria de espacios institucionales

Un primer conjunto de coadyuvantes del proceso autoritario fueron las maniobras que podemos etiquetar como “antipolíticas”, llevadas adelante tanto por factores clave de las élites económicas e intelectuales, como por jugadores políticos concretos.

La antipolítica se inició en Venezuela durante las décadas de 1980 y 1990. En aquellos años, comenzó a consolidarse un discurso que denigraba de los políticos en general y de la política partidista, que invocaba el surgimiento de liderazgos “no-políticos”, cuyo modelo más repetido era la idea de un “gerente”, de un personaje que pudiera “resolver” los problemas socioeconómicos de la manera como los gerentes ejecutan los planes estratégicos y tácticos de las empresas.

Esta narrativa fue inicialmente elaborada por un grupo de intelectuales que se autodenominaron como “los notables”, y que estaban movidos por la idea platónica de que los intelectuales poseen una comprensión especial de los problemas y sus posibles soluciones, y que esta sabiduría no estaba al alcance de los políticos representativos de los partidos más exitosos electoralmente. Estos “notables” se dedicaron a denigrar, sistemáticamente, de las características personales de los políticos y de las transacciones o negociaciones típicas de este ámbito. La idea de que hubiese que negociar entre distintos intereses, que hubiese que juntar votos para aprobar legislaciones, todo esto, resultaba indeseable para estos grupos. Así, el foco era puesto en las características personales de los políticos y en el funcionamiento de las estructuras partidarias, mas que en las instituciones políticas y sus vasos comunicantes con las instituciones económicas, como factores explicativos de los resultados económicos y sociales observados.

Fueron estos grupos, alrededor de los cuales se reunía un conjunto de personas con distintas visiones ideológicas, pero que compartían un desprecio hacia los políticos tradicionales, quienes auparon, directa o indirectamente, el surgimiento de la oferta populista encarnada por Hugo Chávez, y jugaron un rol clave en su primer triunfo electoral. De hecho, este resentimiento antipolítico de “primera generación” fue clave en la manera como Chávez llevó a cabo su primer diseño institucional orientado a la hegemonía, mediante la Asamblea Constituyente de 1999.

Cuando se inicia el gobierno de Chávez, esta visión antipolítica está tan instalada en la sociedad venezolana que las primeras búsquedas de liderazgos opositores al nuevo gobierno se orientan a reclutar gerentes y empresarios, bajo la premisa de que su conocimiento de las técnicas y habilidades gerenciales sería clave para organizar una oposición política efectiva. Es bajo esta impronta que se conciben las jugadas del golpe de Estado de abril del 2002, el paro petrolero de diciembre de ese mismo año y la estrategia abstencionista posterior al referéndum revocatorio del 2004. En todos estos casos, sectores con una formación gerencial, más que política, imprimieron un sesgo voluntarista a las decisiones estratégicas sobre cómo enfrentar al proyecto político liderado por Hugo Chávez.

Fue entonces aquella conjunción de un “grupo de gerentes jugando a la política”, con los intereses oportunistas de algunos dirigentes políticos que habían perdido capacidad para la interlocución social, veían a sus partidos venidos a menos y no querían mostrar su poca votación individual, lo que desembocó en los llamados a la abstención y no participación en las elecciones parlamentarias de 2005. Esta jugada permitió al chavismo hacerse con el dominio absoluto del parlamento y, por esa vía, terminar de constituir tanto las reglas como la composición de las instituciones políticas que serían clave para su dominio hegemónico del poder.

Aquella retirada de la arena parlamentaria desconoció la idea de que cada voto en un parlamento es valioso y, en ciertas ocasiones, las minorías parlamentarias son decisivas para formar supermayorías; esto sumado a la subestimación táctica de las ventajas de tener voz frente a los interlocutores del adversario, y que esa voz pudiera quedar registrada en las minutas parlamentarias. El abandono de las posiciones en la Asamblea Nacional le otorgó así al chavismo una gran comodidad para crear reglas a la medida, y completar el tejido de una densa red de hegemonía institucional con una base de legalidad no disputada parlamentariamente.

Fue así como una serie de jugadas llevadas a cabo por la oposición, influenciadas por lo que hemos llamado antipolítica, operó como uno de los factores clave para que el chavismo pudiese anular los elementos de control y contrapesos institucionales, y alinear a todos los poderes del Estado bajo la dirección del Ejecutivo. Pero esto no es todo lo que explica la deriva autoritaria de Venezuela. También hay hipótesis que podríamos llamar “de demanda”, esto es, explicaciones basadas en cómo ciertas mayorías circunstanciales de los electores venezolanos “compraron” esta concentración de poder. En otras palabras, habría también que entender por qué los electores venezolanos se inclinaron, en diversas oportunidades, por un proyecto político que proponía desmantelar los mecanismos que limitan las acciones del poder ejecutivo. Porque la explicación no estaría completa si adjudicamos esta deriva autoritaria sólo a ciertos errores estratégicos de quienes dominaron en la oposición.

¿Por qué los electores venezolanos se inclinaron por desmantelar los mecanismos de chequeos y contrapesos que limitaban al ejecutivo?

Entre las posibles respuestas a esta pregunta, quiero concentrarme acá en una interesante hipótesis que fue formulada por los profesores Daron Acemoglu (MIT), James A. Robinson (Harvard) y Ragnar Torvik (Norwegian University of Science and Technology), en un trabajo del año 2013 titulado “¿Por qué los votantes desmantelan los chequeos y contrapesos?.

Acemoglu, et al (2013) estudiaron los casos de Hugo Chávez en Venezuela, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador. En todos estos, encuentran elementos comunes de mayorías electorales aprobando reformas a las constituciones que remueven, “de manera entusiasta”, los mecanismos institucionales previamente diseñados para limitar la capacidad de los presidentes de perseguir sus propias agendas, capturar rentas o maximizar sus propias funciones de “utilidad ideológica”. Así ocurrió con la nueva constitución venezolana del año 1999, la cual entre otras cosas eliminó el senado, diseñando un congreso unicameral con el objetivo de limitar la capacidad de los parlamentarios de controlar al presidente, y entregó al presidente poderes en materia económica y financiera que previamente estaban en manos del parlamento. Esta nueva constitución fue aprobada en un plebiscito en diciembre de 1999, con el 72% de los votos. Casos similares son documentados para Ecuador y Bolivia.

La idea central de la hipótesis de Acemoglu et al (2013) es sencilla pero potente: en un país en el cual hay una mayoría de pobres, una pequeña élite de ricos y unas instituciones políticas débiles, los equilibrios de poderes pueden facilitar que esta élite trate de influir en la aprobación de políticas que la favorezcan, usando medios como el lobby, el financiamiento de las campañas de parlamentarios y los sobornos. En este caso, la eliminación de los equilibrios de poderes podría ser vista por los electores como un medio para que un presidente, que convenza a la mayoría de pobres que él es una suerte de guardián de sus intereses, pueda aprobar políticas que favorezcan a esa mayoría de pobres, sin los obstáculos y bloqueos implicados por la separación de poderes.  En otras palabras, la votación por la eliminación de la separación de poderes tendría como objetivo “eliminar las cadenas” con las cuales las élites amarran a los presidentes para que éstos las favorezcan.

¿Acaso algo de esto hubo en cómo Hugo Chávez logró convencer a las mayorías pobres de Venezuela de que él quería generar políticas que los favorecieran, pero las élites, “la oligarquía”, se valía de todas las maneras posibles para amarrarlo y evitar así que él favoreciera a los más pobres?

Uno puede argumentar que las políticas llevadas adelante por Hugo Chávez fueron, a la larga, negativas para las mayorías pobres. Estas políticas destruyeron el aparato productivo y generaron escasez e inflación (y esto explica el clima de insatisfacción existente en la actualidad). Pero la pregunta clave acá es cómo fue el desempeño de los políticos en las décadas previas a Chávez (piense en los 1970s, 1980s y 1990s) y cómo aquellas políticas generaron tales insatisfacciones y resentimientos que las mayorías vieron en el programa de Chávez “una posibilidad de salvación”. Incluso, yendo un poco más allá, ¿acaso muchos de estos pobres pensaron (o piensan) que aunque Chávez se equivocara, “lo hizo intentando favorecerlos y devolverles lo que las élites les habían robado”?

Reflexionar sobre estas preguntas no es trivial. Cuando existe la posibilidad (por más o menos inmediata que esta sea) de que ocurriera una transición y la etapa chavista sea superada, ¿acaso el diseño de una nueva institucionalidad debería tomar en cuenta las causas profundas de que las mayorías venezolanas le entregaran todos los poderes a Hugo Chávez para que los salvara? ¿Cómo debería regularse la influencia de los empresarios en la política? ¿Cómo evitar que los partidos políticos se conviertan en vehículos de los intereses de las élites? ¿Cómo hacer que los chequeos y contrapesos, que los equilibrios de poderes, limiten la arbitrariedad de los presidentes sin convertirse en las “alcabalas de las élites” para lograr políticas que solo las favorezcan a ellas?

Todas estas preguntas son relevantes a la hora de diseñar unas instituciones políticas y económicas que permitan superar la aniquilación de todos estos años, pero sin regresar a aquello que fue percibido como injusto, como “comprado  por la oligarquía”, al extremo que hizo que los electores se entregaran ciegamente a un mesías, con la promesa de que ese mesías haría pagar a aquella oligarquía por los daños infligidos.

Ojalá que la entendible desesperación por superar las inmensas calamidades que hoy vive Venezuela no impida la reflexión política sobre estos temas. Ojalá que el deseo de relanzar económicamente a Venezuela no cause que las respuestas, en un eventual o remoto próximo gobierno, sean exclusivamente económicas y se ignoren estos importantes asuntos políticos e institucionales.

13-04-17




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