Francisco Fernández-Carvajal 06 de agosto de
2020
@hablarcondios
— La muestra de amor más grande.
— El sentido y los frutos del dolor.
— Mortificaciones voluntariamente buscadas.
I. Jesús había
llamado a sus discípulos y estos, dejándolo todo, le siguieron. Iban tras el
Maestro por los caminos de Palestina, recorriendo ciudades y aldeas,
compartiendo con Él alegrías, fatigas, hambre, cansancio... También, en
ocasiones, expusieron su vida y su honra por Jesús. Pero esta compañía externa
se fue convirtiendo, poco a poco, en un seguimiento interior, se fue realizando
una transformación de sus almas. Este seguimiento más hondo requiere algo más
que el desprendimiento, e incluso el abandono efectivo de casa, hogar, familia,
bienes... Así se lo manifestó el Señor, como leemos en el Evangelio de la Misa1: si
alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.
Negarse a sí mismo significa
renunciar a ser uno el centro de sí mismo. El único centro del verdadero
discípulo solo puede ser Cristo, a Quien se dirigen constantemente los
pensamientos, los afanes, el quehacer ordinario que se convierte en una
verdadera ofrenda al Señor.
Cargar con la Cruz indica
que se está dispuesto a morir. El que coge el madero y lo pone sobre sus
hombros acepta su destino, sabe que su vida terminará en esa cruz. Tomar la
cruz expresa una decisión resuelta, indica que estamos dispuestos a seguirle,
si fuera preciso, hasta la muerte, que queremos imitarle en todo, sin poner
límite alguno. Para seguir a Cristo hemos de identificar nuestra voluntad con
la suya, que tomó con decisión el madero y lo llevó hasta el Calvario, donde se
ofrecería a Dios Padre en una oblación de valor y amor infinitos.
Hemos de considerar frecuentemente que la Pasión y
Muerte en la Cruz es la máxima expresión de su entrega al Padre y de su amor
por nosotros. Ciertamente, el menor acto de amor de Jesús, la más pequeña de
sus obras, aun niño, tenía un valor meritorio infinito para obtener a todos los
hombres, pasados y presentes y los que habrían de venir a lo largo de los
siglos, la gracia de la redención, la vida eterna y todas las ayudas necesarias
para llegar a ella. Pero, a pesar de todo, quiso sufrir todos los horrores de
la Pasión y de la Muerte en la cruz para mostrarnos cuánto amaba al Padre, cuánto
nos amaba a cada uno de nosotros. En ocasiones, manifestó a sus discípulos esta
urgencia de amor que le llenaba el alma: Tengo que recibir un bautismo,
y ¡cómo me siento urgido hasta que se cumpla!2.
El Espíritu Santo nos ha dejado escrito a través de San Juan que tanto
amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito3.
Jesús entregó voluntariamente su vida por amor hacia nosotros, pues
nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos4.
Jesucristo revela las ansias incontenibles de entregar
su vida por amor. Y si queremos seguirle, no ya externamente sino hondamente,
identificándonos con Él, ¿cómo podremos rechazar la Cruz, el sacrificio, que
tan íntimamente está relacionado con el amor y con la entrega? El seguir a Cristo
de cerca nos llevará a la abnegación más completa, a la plenitud del amor, a la
alegría más grande. La abnegación, la identificación con su santa voluntad en
todo, limpia, purifica, clarifica el alma y la diviniza. «Tener la Cruz, es
tener la alegría: ¡es tenerte a Ti, Señor!»5.
II. Se cuenta de un
alma santa que al ver cómo todos los sucesos le eran contrarios y a una prueba
le sucedía otra, y a una calamidad un desastre mayor, se volvió con ternura al
Señor y le preguntó: Pero, Señor, ¿qué te he hecho?, y oyó en su
corazón estas palabras: Me has amado. Pensó entonces en el Calvario
y comprendió un poco mejor cómo el Señor quería purificarla y asociarla a Él en
la redención de tantas gentes que andaban perdidas, lejos de Dios. Y se llenó
de paz y de alegría6.
En nuestra vida vamos a encontrar penas, como todos
los hombres. «Si vienen contradicciones, está seguro de que son una prueba del
amor de Padre, que el Señor te tiene»7.
Son ocasiones inmejorables para mirar con amor un crucifijo y contemplar a
Cristo y comprender que Él, desde la Cruz, nos está diciendo: «a ti te quiero
más», «de ti espero más». Quizá sea una enfermedad dolorosa que rompe todos
nuestros proyectos, o la desgracia que llega a esas personas que más queríamos,
o el fracaso profesional... Señor, ¿qué te he hecho? Y nos responderá
calladamente que nos quiere y que desea una entrega sin límites a su santa
voluntad, que tiene una «lógica» distinta a la humana. Llega el momento de la
aceptación y del abandono, y comprendemos, quizá más tarde, ese inmenso bien.
¡Cuántas gracias daremos entonces al Señor!8.
Muchas veces, sin embargo, la Cruz la encontraremos en
asuntos pequeños, que salen a nuestro paso los más de los días: el cansancio,
el no disponer del tiempo que desearíamos, el tener que renunciar a un plan más
agradable que nos habíamos forjado, el llevar con caridad los defectos de otras
personas con las que convivimos o trabajamos, una pequeña humillación que no
esperábamos, la aridez en la oración... Ahí nos espera también el Señor; nos
pide que sepamos aceptar esas contradicciones, pequeñas o grandes, sin quejas
estériles, sin malhumor, sin rebeldía. Nos pide amor, recoger eso que nos
contraría y ofrecerlo como una joya de mucho valor. Nuestros pequeños
sufrimientos, unidos a los de Cristo en la Cruz, cobran un valor infinito para
reparar por tantos pecados que se cometen cada día en la tierra, y por los
nuestros también.
El dolor, llevado con y por amor, tiene otros muchos
frutos: satisface por nuestros pecados, purifica el alma, «y profundiza y
refuerza nuestro carácter y nuestra personalidad. Nos da una comprensión y una
capacidad de simpatía por nuestro prójimo que no puede adquirirse de otra
manera. De hecho nos abre la vida interior del mismo Cristo, y al hacerlo así
nos une más estrechamente a Él. A menudo el sufrimiento profundo es también un
punto decisivo en nuestras vidas, y conduce al principio de un nuevo fervor y
una nueva esperanza»9,
a una nueva manera, más honda y más llena, de entender la propia existencia.
Pero dolor y sufrimiento no son tristeza. La Cruz, llevada junto a Cristo,
llena el alma de paz y de una profunda alegría en medio de las tribulaciones.
La vida de los santos está llena de alegría; un júbilo que el mundo no conoce
porque hunde sus raíces en Dios.
III. Si
alguno quiere venir en pos de Mí... Nada en el mundo deseamos más que
seguir a Cristo de cerca; ninguna otra cosa, ni la propia vida, amamos más que
esta: identificarnos con Él, hacer nuestros sus deseos y los sentimientos que
tuvo aquí en la tierra. Estamos junto a Él no solo cuando todo nos va bien,
sino también al aceptar con paciencia las adversidades, contentos de poder
acompañarle en su camino hacia la Cruz, uniendo nuestros sufrimientos a los
suyos10.
Pero si nos limitáramos solamente a esperar las
tribulaciones, las contrariedades, el dolor que no podemos evitar, faltaría
generosidad a nuestro amor. Sería una actitud que escondería el deseo de
contentarnos con lo mínimo. «Sería actuar con una disposición remisa, que bien
podría expresarse con estas palabras: ¿Mortificación? ¡Bastantes sinsabores
tiene ya la vida! ¡Ya tengo suficientes preocupaciones!
»Sin embargo, la vida interior necesita demasiado de
la mortificación, como para no buscarla activamente. La mortificación que nos
viene dada es importante y valiosa, pero no debe ser excusa para rehuir una
generosa expiación voluntaria, que será señal de un verdadero espíritu de
penitencia: Yo te ofreceré voluntario sacrificio; cantaré, ¡oh Yahvé!,
tu nombre, porque es bueno (Sal 53, 8)»11.
Precisamente la Iglesia nos propone un día a la
semana, el viernes, para que examinemos el sentido penitencial de
nuestra vida, a la luz de la Pasión de Cristo. En este día, muchos cristianos
consideran más detenidamente los misterios de dolor de la vida de Cristo, o
hacen el ejercicio piadoso del Vía Crucis, o meditan o leen la
Pasión del Señor... Es un día para que examinemos cómo llevamos habitualmente
las contradicciones, y la generosidad, fruto del amor, con que buscamos esa
mortificación voluntaria, en cosas quizá pequeñas, que vence constantemente el
egoísmo, la pereza, el deseo de quedar bien en todo, de ser habitualmente el
centro... Mortificaciones pequeñas para hacer más amable la vida a los demás:
ser cordiales en el trato, vencer los estados de ánimo que nos llevarían quizá
a tener un tono más adusto en el trato, sonreír cuando quizá tendemos a
mostrarnos serios, cuidar la puntualidad en el trabajo o estudio, comer algo
menos de aquello que más nos gusta o tomar un poco más de aquello que menos nos
apetece, no comer entre horas, mantener el orden en la mesa de trabajo, en el
armario, en la habitación... Mortificar la curiosidad, cuidar con particular
esmero la guarda de los sentidos, no quejarse ante el calor, el frío o el
excesivo tráfico...
Al terminar hoy la meditación sobre las palabras de
Jesús: si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, tome
su cruz y sigame, le decimos en la intimidad de nuestra oración: «Dame,
Jesús, Cruz sin cirineos. Digo mal: tu gracia, tu ayuda me hará falta, como
para todo; sé Tú mi Cirineo. Contigo, mi Dios, no hay prueba que me espante...
»—Pero, ¿y si la Cruz fuera el tedio, la tristeza? -Yo
te digo, Señor, que Contigo estaría alegremente triste»12.
«No perdiéndote a Ti, para mí no habrá pena que sea pena»13.
1 Mt 16,
24-25. —
2 Lc 12,
50. —
3 Jn 3,
16. —
4 Jn 15,
13. —
5 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 766. —
6 Cfr. R.
Garrigou-Lagrange, El Salvador, p. 311. —
7 San
Josemaría Escrivá, o, c., n. 815. —
8 Cfr. J.
Tissot, La vida interior, p. 318. —
9 E.
Boylan, El amor supremo, vol. II, p. 119. —
10 Cfr. Pablo
VI, Const. Paenitemini, 17-II-1966, I. —
11 R.
Balbín, Sacrificio y alegría, Rialp, 2ª ed., Madrid 1975,
p. 130. –
12 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 252. —
13 Ibídem,
n. 253.
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