Wolfgang Gil Lugo 01 de agosto de 2020
@WolfgangGil
“La mayor enfermedad hoy día no es
la lepra ni la tuberculosis sino más bien el sentirse no querido, no cuidado y
abandonado por todos”
Teresa de Calcuta
Una
convención indiscutida de las películas de zombis es que tales personajes
fantásticos han perdido toda forma de dignidad humana y se convierten en alimañas
cuya destrucción, necesaria en el plot, no tiene consecuencia moral.
No
es un lugar común ver al heroico protagonista humano sufrir un conflicto ético
por exterminar a los zombis con saña sistemática. Cuando alguien puede ser
asesinado de esta forma es que se ha convertido en lo que Giorgio Agamben
denomina como Homo sacer, un elegante sinónimo de desechable.
Los
zombis vienen desde lejos. Llega la noticia de que han subido montañas y
atravesado valles. Han dejado huesos y pellejos en los caminos. Son una
procesión famélica y empobrecida. Ya están en nuestras fronteras. Son
portadores del peligroso virus que nos pueden contagiar. Tenemos que clausurar
puertas y ventanas con gruesas vigas. No podemos permitir que se nos acerquen.
Abandonaron su condición humana.
De
acuerdo con esta línea, no podemos permitirnos ninguna compasión hacia ellos.
Ni siquiera con los niños. Constantemente debemos recordar que solo tienen
apariencia humana y huyen del rechazo de otros. Estamos preparados para
repelerlos con armas automáticas y antorchas. Sus mentes no recuerdan que hace
tiempo abandonaron nuestro edén. Son réprobos que regresan convertidos en
peligrosas armas biológicas.
El
victimismo de los genocidas
Pascal
Bruckner, en su libro La tentación de la inocencia, hace un diagnóstico del
clima moral, o más bien inmoral, de nuestra época. Utiliza como herramienta
interpretativa el concepto de “inocencia”: “Llamo inocencia a esa enfermedad
del individualismo que consiste en tratar de escapar de las consecuencias de
los propios actos, a ese intento de gozar de los beneficios de la libertad sin
sufrir ninguno de sus inconvenientes” (p. 14). Luego, subdivide dos especies de
esta supuesta inocencia. La primera es el “infantilismo”, la actitud
irresponsable cuyo modelo es el Puer aeternus, el inmaduro perenne, el émulo de
Peter Pan. La segunda especie es la “victimización”, la cual significa la falta
de culpabilidad, la incapacidad de cometer el mal y se encarna en la figura del
mártir autoproclamado.
Bruckner
encuentra, en dispares manifestaciones culturales y políticas, una constante:
el victimismo que justifica cualquier venganza, pues el victimismo legitima al
excepcionalismo. Mi revancha está tan justificada que tengo el derecho de no
obedecer ni la ley ni la moral. En otras palabras, su fórmula es: a más
sufrimiento, ya sea real o fingido, mayor impunidad.
Esta
actitud, además de su forma psicológica, toma forma política. Como el
tercermundismo, el cual se caracteriza “como la atribución de todos los males
de las jóvenes naciones del Sur a las antiguas metrópolis coloniales. Para que
el Tercer Mundo fuera inocente, era necesario que Occidente fuera absolutamente
culpable, transformado en enemigo del género humano.” (p. 15).
Le
basta a un Estado jugar la carta del tercermundismo para sentirse que no tiene
ninguna responsabilidad y que cualquier acción que adelante no tendrá ninguna
consecuencia. Levantar la bandera del sufrimiento genera impunidad. Esa misma
carta sirve para justificar el genocidio, tal como sucedió en las guerras
yugoeslavas de los años ochenta.
“Pues
la impostura funcionó. Al hipnotizador serbio, tratando de conseguir descargo
para sus crímenes, le bastó con disfrazarse de supliciado para ser perdonado.
¿Qué se repitió con la crisis yugoslava? El mismo, el eterno error que ya se
cometió con el comunismo y el tercermundismo: caer en el chantaje del discurso
de la víctima” (p. 187).
En
el caso de los migrantes bautizados “bioterroristas”, el Estado nacional se ha
constituido ideológicamente como radicalmente tercermundista. Esto le brinda
legitimidad para hambrear a la población, hasta que millones de ciudadanos
escapan del suelo patrio para buscar mejores condiciones de vida.
Los
nuevos abominados
Cuando
los migrantes regresan, debido a las dificultades que sufrieron en otros
países, sobre todo en condiciones de pandemia, encuentran la exclusión. Michel
Foucault, en Los anormales, nos describe la forma de organización de la
sociedad, con respecto a la enfermedad. Distingue dos modelos, el medieval y el
moderno. El medieval tiene como modelo la lepra.
“Todo
el mundo sabe cómo se desarrollaba a fines de la Edad Media, e incluso en todo
el transcurso de ésta, la exclusión de los leprosos. La exclusión de la lepra
era una práctica social que implicaba, en principio, una partición rigurosa,
una puesta a distancia, una regla de no contacto entre un individuo (o un grupo
de individuos) y otro. Se trataba, por otra parte, de la expulsión de esos
individuos hacia un mundo exterior, confuso, más allá de las murallas de la
ciudad, más allá de los límites de la comunidad. Constitución, por
consiguiente, de dos masas ajenas una a la otra” (p. 50).
La
sociedad de la edad media se defendía a través de la expulsión del enfermo, del
contagioso, del poseído, fuera de los límites de la ciudad. Esta táctica la
encontramos de nuevo en el caso de nuestros migrantes “bioterroristas”.
El
migrante es resultado de una política que nos mantiene en permanente estado de
excepción. En el esfuerzo por rediseñar el país para que se adapte a su modelo
de dominación, hay que deshacerse de una buena parte de la población. Entonces,
millones de personas dejan sus hogares y se lanzan al vacío para escapar a una
crisis creada desde el poder. Al regresar, los desdichados migrantes se
convierten en leprosos. Bajo esta fórmula, todos somos desechables, pero los
migrantes lo son aún más.
El
chivo expiatorio
Además
de calificar de leprosos a los migrantes, se lleva el desprecio por la vida
humana a un nuevo nivel. Se declara chivos expiatorios a los que retornan. La
expresión “chivo expiatorio” tiene su origen en una antigua leyenda hebraica,
según la cual los judíos redimían sus pecados transfiriendo la culpa a un macho
cabrío que abandonaban en el desierto.
El
filósofo y antropólogo francés René Girard, en su libro La violencia y lo
sagrado, estudia los rituales de sacrificio de inocentes en diferentes culturas
a lo largo de la historia.
“Cualquier
comunidad víctima de la violencia o agobiada por algún desastre se entrega
gustosamente a una caza ciega del ‘chivo expiatorio’. Instintivamente, se busca
un remedio inmediato y violento a la violencia insoportable. Los hombres
quieren convencerse de que sus males dependen de un responsable único del cual
será fácil desembarazarse.” (p. 102).
A
partir de esta hipótesis, podemos inferir que la metáfora hoy se refiere a
cualquier sujeto inocente que padece la violencia por ser estigmatizado como el
otro. Este es un comportamiento antropológico universal. Consiste en culpar
injustamente a individuos o grupos humanos, como los inmigrantes, por ejemplo,
quienes terminan sufriendo castigo por una situación de la que son víctimas.
Existen dos criterios decisivos para la elección. El primero es presentar
alguna diferencia notable: otro idioma, otro color de piel, otra religión. El
segundo es la debilidad e impotencia para defenderse.
Explica
Girard que el trasfondo de este comportamiento reside en que las tensiones
sociales exigen una víctima propiciatoria que cargue con el peso de los pecados
de la sociedad. De esta forma, los grupos acusadores aspiran a que, gracias al
sacrificio, retorne la armonía social. Como el castigo que se infringió a sí
mismo Edipo para salvar a Tebas de la peste. Como los infamantes casos de
“autocrítica”, en la Cuba fidelista.
Elogio
de los desechables
En
primer lugar, unas clarificaciones conceptuales. “Arma” es todo lo que puede
ser utilizado para hacer daño de forma intencional. «Bioterrorista» es el uso
deliberado de virus o bacterias patógenas como armas.
Por
otra parte, la “migración humana” refiere a los procesos de desplazamiento de
seres humanos, forzado o voluntario, consistente en el cambio permanente o
semipermanente de la ciudad, región o país de residencia. Si combinamos todo,
obtenemos el arma de migración masiva. A nivel geoestratégico, los movimientos
demográficos han sido reconocidos como una forma de desestabilizar desde hace siglos.
Según
el psicoanálisis freudiano clásico, la proyección es el mecanismo de defensa
que consiste en atribuir a los demás los rasgos que no quiero confesar de mí
mismo. Por ejemplo, si soy envidioso, veo la envidia en todos los actos de mis
semejantes. En el caso que estamos analizando, las migraciones han sido
utilizadas como arma, pero si alguien se regresa, entonces es arma del enemigo.
En
todo esto hay un proceso de deshumanización. Se emplea un lenguaje despiadado
contra los ciudadanos más vulnerables, quienes, en vez de encontrar solidaridad
y apoyo del gobierno de su país, son convertidos en amenaza. No hay compasión
para ellos. Pueden ser tildados de lo que convenga. En nombre de esa
legitimidad, nacida de esa “inocencia”, se puede hacer sufrir a un pueblo sin
remordimientos.
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