Francisco Fernández-Carvajal 05 de agosto de
2020
@hablarcondios
— El Señor conforta a
sus discípulos ante la inminencia de su Pasión y Muerte.
— Dios mismo será
nuestra recompensa.
— El Señor está a
nuestro lado para ayudarnos a llevar lo más duro y lo que más pesa.
Jesús había anunciado a los suyos la inminencia de su
Pasión y los sufrimientos que había de padecer a manos de los judíos y de los
gentiles. Y los exhortó a que le siguieran por el camino de la cruz y del
sacrificio2. Pocos días después de estos sucesos, que habían tenido lugar
en la región de Cesarea de Filipo, quiso confortar su fe, pues como enseña
Santo Tomás para que una persona ande rectamente por un camino es preciso que
conozca antes de algún modo el fin al que se dirige: «como el arquero no lanza
con acierto la saeta si no mira primero al blanco al que la envía. Y esto es
necesario sobre todo cuando la vía es áspera y difícil y el camino laborioso...
Y por esto fue conveniente que manifestase a sus discípulos la gloria de su
claridad, que es lo mismo que transfigurarse, pues en esta claridad
transfigurará a los suyos»3.
Nuestra vida es un camino hacia el Cielo. Pero es una
vía que pasa a través de la cruz y del sacrificio. Hasta el último momento
habremos de luchar contra corriente, y es posible que también llegue a nosotros
la tentación de querer hacer compatible la entrega que nos pide el Señor con
una vida fácil y quizá aburguesada, como la de tantos que viven con el
pensamiento puesto exclusivamente en las cosas materiales. «¿No hemos sentido
frecuentemente la tentación de creer que ha llegado el momento de convertir el
cristianismo en algo fácil, de hacerlo confortable, sin sacrificio alguno; de
hacerlo conformista con las formas cómodas, elegantes y comunes de los demás, y
con el modo de vida mundano? ¡Pero no es así!... El cristianismo no puede
dispensarse de la cruz: la vida cristiana no es posible sin el peso fuerte y
grande del deber... Si tratásemos de quitar esto a nuestra vida, nos crearíamos
ilusiones y debilitaríamos el cristianismo; lo habríamos transformado en una
interpretación muelle y cómoda de la vida»4.
No es esa la senda que indicó el Señor.
Los discípulos quedarían profundamente desconcertados
al presenciar los hechos de la Pasión. Por eso, el Señor condujo a tres de
ellos, precisamente a los que debían acompañarle en su agonía de Getsemaní, a
la cima del monte Tabor para que contemplaran su gloria. Allí se mostró «en la
claridad soberana que quiso fuese visible para estos tres hombres, reflejando
lo espiritual de una manera adecuada a la naturaleza humana. Pues, rodeados
todavía de la carne mortal, era imposible que pudieran ver ni contemplar
aquella inefable e inaccesible visión de la misma divinidad, que está reservada
en la vida eterna para los limpios de corazón»5,
la que nos aguarda si procuramos ser fieles cada día.
También a nosotros quiere el Señor confortarnos con la
esperanza del Cielo que nos aguarda, especialmente si alguna vez el camino se
hace costoso y asoma el desaliento. Pensar en lo que nos aguarda nos ayudará a
ser fuertes y a perseverar. No dejemos de traer a nuestra memoria el lugar que
nuestro Padre Dios nos tiene preparado y al que nos encaminamos. Cada día que
pasa nos acerca un poco más. El paso del tiempo para el cristiano no es, en
modo alguno, una tragedia; acorta, por el contrario, el camino que hemos de
recorrer para el abrazo definitivo con Dios: el encuentro tanto tiempo
esperado.
II. Jesús tomó consigo
a Pedro, a Santiago y a Juan, y los llevó a un monte alto, y se
transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el
sol y sus vestidos blancos como la luz. En esto se les aparecieron Moisés y
Elías hablando con Él6.
Esta visión produjo en los Apóstoles una felicidad incontenible; Pedro la
expresa con estas palabras: Señor, ¡qué bien estamos aquí!; si quieres
haré aquí tres tiendas: una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías7.
Estaba tan contento que ni siquiera pensaba en sí mismo, ni en Santiago y Juan
que le acompañaban. San Marcos, que recoge la catequesis del mismo San Pedro,
añade que no sabía lo que decía8. Todavía
estaba hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió y una voz desde la
nube dijo: Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias:
escuchadle9.
El recuerdo de aquellos momentos junto al Señor en el
Tabor fueron sin duda de gran ayuda en tantas circunstancias difíciles y
dolorosas de la vida de los tres discípulos. San Pedro lo recordará hasta el
final de sus días. En una de sus Cartas, dirigida a los primeros
cristianos para confortarlos en un momento de dura persecución, afirma que
ellos, los Apóstoles, no han dado a conocer a Jesucristo siguiendo fábulas
llenas de ingenio, sino porque hemos sido testigos oculares de su
majestad. En efecto, Él fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la
sublime gloria le dirigió esta voz: Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo
mis complacencias. Y esta voz, venida del cielo, la oímos nosotros estando con
Él en el monte santo10.
El Señor, momentáneamente, dejó entrever su divinidad, y los discípulos
quedaron fuera de sí, llenos de una inmensa dicha, que llevarían en su alma
toda la vida. «La transfiguración les revela a un Cristo que no se descubría en
la vida de cada día. Está ante ellos como Alguien en quien se cumple la Alianza
Antigua, y, sobre todo, como el Hijo elegido del Eterno Padre al que es preciso
prestar fe absoluta y obediencia total»11,
al que debemos buscar todos los días de nuestra existencia aquí en la tierra.
¿Qué será el Cielo que nos espera, donde
contemplaremos si somos fieles a Cristo glorioso, no en un instante, sino en
una eternidad sin fin? «Dios mío: ¿cuándo te querré a Ti, por Ti? Aunque, bien
mirado, Señor, desear el premio perdurable es desearte a Ti, que Te das como
recompensa»12.
III. Todavía
estaba hablando, cuando una nube resplandeciente los cubrió y una voz desde la
nube dijo: Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias:
escuchadle13.
¡Tantas veces le hemos oído en la intimidad de nuestro corazón!
El misterio que hoy celebramos no solo fue un signo y
anticipo de la glorificación de Cristo, sino también de la nuestra, pues, como
nos enseña San Pablo, el Espíritu da testimonio junto con nuestro
espíritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos también herederos:
herederos de Dios, coherederos de Cristo; con tal que padezcamos con Él, para
ser con Él también glorificados14.
Y añade el Apóstol: Porque estoy convencido de que los padecimientos
del tiempo presente no son comparables con la gloria futura que se ha de
manifestar en nosotros15.
Cualquier pequeño o gran sufrimiento que padezcamos por Cristo nada es si se
mide con lo que nos espera. El Señor bendice con la Cruz, y especialmente
cuando tiene dispuesto conceder bienes muy grandes. Si en alguna ocasión nos
hace gustar con más intensidad su Cruz, es señal de que nos considera hijos
predilectos. Pueden llegar el dolor físico, humillaciones, fracasos,
contradicciones familiares... No es el momento entonces de quedarnos tristes,
sino de acudir al Señor y experimentar su amor paternal y su consuelo. Nunca
nos faltará su ayuda para convertir esos aparentes males en grandes bienes para
nuestra alma y para toda la Iglesia. «No se lleva ya una cruz cualquiera, se
descubre la Cruz de Cristo, con el consuelo de que se encarga el Redentor de
soportar el peso»16.
Él es, Amigo inseparable, quien lleva lo duro y lo difícil. Sin Él cualquier
peso nos agobia.
Si nos mantenemos siempre cerca de Jesús, nada nos
hará verdaderamente daño: ni la ruina económica, ni la cárcel, ni la enfermedad
grave... mucho menos las pequeñas contradicciones diarias que tienden a
quitarnos la paz si no estamos alerta. El mismo San Pedro lo recordaba a los primeros
cristianos: ¿quién os hará daño, si no pensáis más que en obrar bien?
Pero si sucede que padecéis algo por amor a la justicia, sois bienaventurados17.
Pidamos a Nuestra Señora que sepamos ofrecer con paz
el dolor y la fatiga que cada día trae consigo, con el pensamiento puesto en
Jesús, que nos acompaña en esta vida y que nos espera, glorioso, al final del
camino. Y cuando llegue aquella hora // en que se cierren mis humanos
ojos, // abridme otros, Señor, otros más grandes // para contemplar vuestra faz
inmensa. // ¡Sea la muerte un mayor nacimiento!18,
el comienzo de una vida sin fin.
1 Antífona
de comunión. 1 Jn 3, 2. —
2 Cfr. Mt 16,
24 ss. —
3 Santo
Tomás, Suma Teológica, 3, q. 45, a. 1, c. —
4 Pablo
VI, Alocución 8-IV-1966. —
5 San
León Magno, Homilía sobre la Transfiguración, 3. —
6 Mt 17,
1-3. —
7 Mt 17,
4. —
8 Cfr. Mc 9,
6. —
9 Mt 17,
5. —
10 Segunda
lectura. 2 Pdr 1, 16-18. —
11 Juan
Pablo II, Homilía 27-II-1983; cfr. Audiencia
general 27-V-1987. —
12 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 1030. —
13 Mt 17,
5. —
14 Rom 8,
16-17. —
15 Rom 8,
18. —
16 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 132. —
17 1
Pdr 3, 13-14. —
18 J.
Maragall, Canto espiritual, en Antología poética,
Alianza, Madrid 1985, p. 185.
*Desde muy antiguo se celebraba esta fiesta del Señor,
en esta misma fecha, en diversos lugares de Oriente y Occidente. En el
siglo xv, el Papa Calixto III la extendió a la Iglesia entera. La Liturgia
nos recuerda el milagro de la Transfiguración por dos veces durante el año: en
el segundo domingo de Cuaresma para afirmar la divinidad de Cristo al acercarse
su Pasión y hoy para festejar la exaltación de Cristo en su gloria. La
Transfiguración del Señor es, además, un anticipo de lo que será la gloria del
Cielo, donde veremos Dios cara a cara. En virtud de la gracia participamos ya
de esa promesa de la vida eterna.
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